Un juego de engaños

Capítulo 5

Leonela, observando a Enrique mientras leía los papeles, recordó el momento en el pasillo. “No hace falta", había dicho él, rechazando su cheque. ¿De verdad le intereso?, pensó, su corazón dividido entre la duda y una chispa de esperanza.

Al tomar la pluma, había sentido una punzada de cautela. Cierto, no puedo usar mi nombre real, pensó, su mente girando como un engranaje. Si lo hago, todo se vendrá abajo. Sin dudar, firmó con un garabato rápido, “Enrique Rubio”, un nombre lo bastante común para pasar desapercibido. Luego, alzando la vista con una sonrisa que desarmaba, miró a Leonela y declaró:

—No hay problema —dijo, firmando el documento con un garabato rápido—. No estoy aquí por dinero.

El silencio volvió, pero esta vez era diferente. Ricardo parpadeó, desconcertado. Cassandra dejó caer su pincho, Paul apretó los puños, y Elena alzó una ceja, claramente divertida. Ricardo, con los ojos entrecerrados, parecía evaluar si Enrique era un genio o un loco. Y Leonela, mirando el ramo de rosas, sintió que el juego había cambiado.

—Yo amo a Leonela.

Su voz resonó en el silencio atónito del comedor, cada palabra cargada de una convicción que hizo que los presentes contuvieran el aliento. Enrique, acababa de sorprender a todos al firmar el acuerdo prenupcial que Ricardo, su padre, había arrojado sobre la mesa como un desafío.

Leonela, con el corazón latiendo desbocado, lo miró con una mezcla de sorpresa y sospecha. ¿Amor? ¿En serio?, pensó, aunque una chispa de emoción traicionó su escepticismo y captando la oportunidad, rompió el silencio.

—Bien, pues hacemos el papeleo —dijo, su voz firme pero cargada de urgencia—. Firmo, y después me cedes la compañía, papá.

Ricardo, con una mirada de acero, negó con la cabeza.

—No he terminado, Leonela —replicó, su tono grave cortando el aire—. No puedes irte como si nada. Si te vas a casar, tendrás una boda apropiada. No permitiré que esto sea una farsa.

Cassandra, con una risa mordaz, se inclinó hacia adelante, sus uñas tamborileando sobre la mesa.

—¿Y quién sea la primera en casarse obtendrá la compañía, verdad? —dijo, lanzando una mirada venenosa a Leonela—. Ya está organizada mi boda con Paul para celebrarse el 18 del mes próximo. Así que la empresa es mía.

Leonela, con una chispa de desafío en los ojos, respondió sin dudar.

—Yo me casaré el 17.

Cassandra, sin inmutarse, soltó una carcajada.

—¡Ja! Entonces la delantaré para el 16.

—¡Basta! —cortó Ricardo, su voz como un trueno que silenció el comedor. Se inclinó hacia adelante, sus manos apoyadas en la mesa, su mirada alternando entre sus hijas—. Esto no es una carrera. Ambas se casarán el 18. Tendremos una boda doble.

Cassandra palideció, dejando caer un trozo de queso que sostenía.

—¿Una boda doble? —repitió, su voz temblando de incredulidad.

Luego, con una risa nerviosa, añadió:

—¿Por favor, papá? ¿Quieres que comparta mi boda con ella?

Leonela, igualmente atónita, frunció el ceño.

—¿Y qué hay de la empresa? —preguntó, su tono cargado de frustración.

Ricardo, con una calma que ocultaba su autoridad, respondió:

—Cuando la boda termine, yo decidiré quién se queda con la empresa. —Hizo una pausa, sus ojos escrutando a ambas—. Y bien, ¿aceptan la propuesta?

El silencio fue pesado, roto solo por el tintineo de una cucharilla que Elena dejó caer por error. Cassandra soltó una risa solitaria, casi histérica, mientras Paul, a su lado, se removía incómodo, claramente superado por la situación. Leonela miró a Enrique, buscando una señal. Él, con esa calma magnética que la había atrapado desde el principio, le ofreció su mano, su sonrisa una mezcla de complicidad y desafío.

—Claro —dijo Enrique, su voz suave pero firme, como si la idea de una boda doble fuera un juego que estaba encantado de jugar—. Tengamos esa boda.

Leonela, sintiendo el calor de su mano, no pudo evitar una sonrisa. ¿Es una locura o una jugada maestra?, pensó, pero la audacia de Enrique era contagiosa. Tomó su mano, apretándola con una mezcla de nervios y emoción.

—Bien —replicó, su voz más segura de lo que sentía—. Casémonos.

El comedor, vibrante con el eco de la declaración de Ricardo, parecía contener el aliento. Cassandra, sentada con la postura rígida de una reina destronada, clavó los ojos en Leonela, su mente un torbellino de desprecio y estrategia. Voy a compartir mi día con esa relación sacada de quién sabe dónde, pensó, sus uñas tamborileando contra el cristal. Cuidado, hermanita. Aquí viene Cassandra, experta en bodas… y en ganar. Una sonrisa afilada cruzó su rostro, pero sus ojos destilaban veneno.

Desde el otro lado de la mesa, Enrique la observaba con una intensidad que desmentía su aparente despreocupación. Sus dedos jugaban con la pluma que acababa de usar para firmar el acuerdo prenupcial, un gesto que parecía trivial pero que ocultaba un cálculo frío. ¿Cree que puede intimidarnos a Leonela y a mí en mi propio hotel?, pensó, su mente danzando entre la diversión y el desafío. Ja. No tiene idea de lo que se le viene. El secreto de su verdadera identidad —dueño del hotel, no un simple mesero— pesaba como una moneda en su bolsillo, lista para ser jugada en el momento preciso.

Leonela, a su lado, rompió el silencio con una voz que destilaba burla y urgencia.

—Bien, ya nos vamos —dijo, levantándose con una gracia felina que contrastaba con la tensión en sus hombros.

Sin esperar respuesta, tomó a Enrique del brazo y lo arrastró hacia la salida, dejando tras de sí un rastro de miradas atónitas. Ricardo, con los ojos entrecerrados, parecía calcular cada movimiento como si fuera una partida de ajedrez. Elena, su madre, alzó una ceja, divertida, mientras un destello de curiosidad cruzaba su rostro. Cassandra, con los labios apretados, intercambió una mirada con Paul, cuyo rostro reflejaba una mezcla de incomodidad y lealtad ciega.




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