El crepúsculo teñía el salón principal de la mansión de tonos dorados, un espejismo de calma que se rompió con la irrupción de Cassandra. Sus botas resonaron contra el piso como un desafío, su vestido negro marrón reluciendo como una armadura forjada para la batalla. Paul, su sombra eterna, la seguía con una mezcla de arrogancia y nerviosismo. Leonela y Enrique, sentados en un sofá de terciopelo, se giraron, el aire entre ellos cargándose de una electricidad que anticipaba un golpe.
—¡Qué nidito tan encantador! —dijo Cassandra, su voz un filo envuelto en miel, deteniéndose frente a la pareja con una sonrisa venenosa—. No podía dejarlos sin un pequeño obsequio para su… compromiso.
La palabra salió como un veneno destilado, cada sílaba un dardo dirigido a Leonela.
Hizo una pausa teatral, su mirada recorriendo a Enrique con desprecio y a Leonela con algo más profundo: odio puro, destilado por años de rivalidad.
—Se las presentaré —anunció, chasqueando los dedos—. Ella es Isadora.
Una mujer de mediana edad emergió de la penumbra, su cabello recogido en un moño severo y su uniforme de ama de llaves negro tan impecable que parecía una declaración de intenciones. Sus ojos, agudos como los de un predador, escanearon a la pareja con una mezcla de curiosidad y juicio. Un nudo se formó en el estómago de Leonela. ¿Qué está tramando esta víbora?, pensó, su instinto gritando peligro.
Enrique, con una ceja alzada, rompió el silencio con una risa suave, su tono cargado de ironía.
—¿Tu padre regala personas, Leonela? Esto es… peculiar.
Cassandra, con una carcajada afilada, lo fulminó con la mirada.
—Ella les ayudará con lo que necesiten, bobo —replicó, su voz goteando desdén—. Isadora está aquí para limpiar este lugar… y, de paso, pulir los modales de tu futuro maridito.
Isadora, con una inclinación rígida, asintió.
—Sí, señorita, es tal como lo describió —dijo, su voz neutra pero con un dejo de lealtad que hizo que Leonela apretara los puños.
Leonela, con el rostro ardiendo, dio un paso adelante.
—No la necesitamos —espetó, su mirada clavada en su hermana—. Lleva tu “obsequio” a otra parte, Cassandra.
Isadora, imperturbable, ladeó la cabeza.
—Yo pienso que sí, señorita —respondió, su tono tan cortés que era casi insultante.
Leonela, en su mente, sintió una alarma estallar. Es un espía, pensó, su corazón acelerándose. Cassandra quiere pruebas de que nuestro compromiso es una farsa. Miró a Enrique, buscando apoyo, pero él, con una sonrisa que ocultaba un cálculo frío, intervino antes de que pudiera hablar.
—No queremos ofender a tu padre, Leonela —dijo, su voz suave pero firme, dirigiéndose a Cassandra—. Agradecemos el… detalle.
Su mirada se cruzó con la de Leonela, un mensaje silencioso: Juguemos su juego.
Leonela, aunque reticente, captó la señal.
—Bien, la aceptaremos —dijo, forzando una sonrisa que no llegó a sus ojos—. Gracias, Cassandra.
Cassandra, con una expresión triunfal, pensó: Perfecto. El plan está en marcha. Pronto todos sabrán que este matrimonio es un fraude.
—Que lo disfruten —dijo, girándose con un movimiento teatral, su vestido ondeando como una bandera de victoria. Paul, con una mueca de alivio, la siguió, claramente ansioso por escapar del campo de batalla.
Leonela, con una cortesía tensa, guio a Isadora hacia una sala contigua.
—Te dejaremos instalarte —dijo, señalando un espacio privado para el personal—. Si necesitas algo, avísanos.
Isadora asintió, sus ojos recorriendo cada detalle de la casa como si grabara un mapa mental.
—Gracias, señorita —respondió, su tono impecable pero cargado de una frialdad que hizo que Leonela se estremeciera.
No confiaré en ti ni un segundo, pensó, cerrando la puerta tras ella.
Más tarde, la luz del sol aún se colaba por las cortinas de la casa, bañando el pasillo en un resplandor que contrastaba con la tensión que lo impregnaba. Leonela, en ropa interior —un conjunto de encaje negro elegido por descuido, sin esperar compañía—, se dirigía al baño principal cuando se encontró cara a cara con Enrique. Él, con solo unos bóxers oscuros que dejaban poco a la imaginación, su torso definido iluminado por la luz vespertina, la miró con una sorpresa que se transformó en una sonrisa traviesa. Sus ojos se encontraron, y un grito ahogado escapó de los labios de Leonela mientras, en un reflejo nervioso, intentaba cubrirse, revelando más de lo que ocultaba.
—¡Tranquila! —dijo Enrique, alzando las manos en señal de rendición, su voz baja pero cargada de diversión—. No es como si no hubiera…
Leonela, roja de vergüenza, dio un paso atrás, pero su pie tropezó con una alfombra traicionera. Antes de que cayera al suelo, Enrique la atrapó, sus brazos rodeándola con una fuerza que era tanto protectora como electrizante. El impulso los llevó a la cama, donde cayeron enredados, él encima de ella, sus rostros a centímetros. El mundo se detuvo. Sus respiraciones se entrelazaron, y el calor de sus cuerpos desató un torbellino de deseo que ninguno había anticipado.
Los ojos de Leonela, oscuros y brillantes, se clavaron en los de Enrique, su corazón latiendo tan fuerte que temía que él lo sintiera. Esto no debería sentirse así, pensó, su piel ardiendo bajo su toque. Es un juego, solo un juego. Pero la forma en que él la miraba, con una intensidad que iba más allá de la farsa, la hacía dudar. Enrique, con una mano apoyada junto a su cabeza, sintió su propia lucha interna. Quiero besarla, pensó, su mente dividida entre el plan y algo más profundo. No es solo el hotel… es ella.
Sus labios se acercaron, tan cerca que podían sentir el aliento del otro. Leonela, atrapada en el vértigo del momento, alzó una mano, rozando su mejilla con dedos temblorosos. El roce fue como una chispa, encendiendo un fuego que amenazaba con consumirlos. Enrique inclinó la cabeza, su nariz rozando la suya, y por un instante, el mundo se redujo a ellos dos, a la promesa de un beso que podía cambiarlo todo. Pero un crujido en el pasillo los arrancó del trance. Isadora.
Editado: 30.06.2025