Un juego de engaños

Capítulo 13

Más tarde, en el pasillo de la casa, bajo la luz suave de un candelabro que arrojaba sombras danzantes, Leonela y Enrique se detuvieron, el eco de la victoria aún vibrando en sus venas. Ella, con el corazón acelerado por la adrenalina, lo miró con una mezcla de gratitud y sospecha, su mente atrapada en el enigma de su presencia.

—Lo hicimos —dijo Leonela, su voz temblando de alivio pero cargada de preguntas—. Pero… ¿por qué Samara no reclamó nada?

Enrique, con el corazón en un puño, bajó la mirada, sus dedos rozando los suyos como si temiera romperla con la verdad.

—Samara no es de las que actúan por impulso —dijo, su voz suave pero cargada de un conocimiento que no explicó—. Si no mencionó el golpe, es porque ve algo en ti. Algo más grande que el rencor. Tal vez… —Hizo una pausa, sus ojos encontrando los suyos, brillando con una intensidad que la desarmó—. Tal vez ve lo mismo que yo: un fuego que puede cambiarlo todo.

Leonela frunció el ceño, la duda y la esperanza librando una batalla en su pecho.

—¿Y quién eres tú para saber lo que ella ve? —preguntó, su voz un murmullo que contenía un ruego.

Él abrió la boca, pero las palabras se le atoraron, atrapadas en un secreto que pesaba como una losa.

—Soy alguien que cree en ti —dijo finalmente, su voz suave pero cargada de un dolor que no explicó—. Alguien que daría todo por verte brillar.

Antes de que Leonela pudiera responder, un carraspeo cortó el aire como un cuchillo. Isadora, con su uniforme negro impecable, apareció en el corredor, una maleta en las manos. Sus ojos, brillando con una malicia afilada como el cristal, se clavaron en Leonela.

—Felicidades, señorita —dijo, su tono meloso pero venenoso, un eco del sedante que había deslizado en su cóctel—. Parece que ganó… por ahora.

Leonela la fulminó con la mirada, su voz cortante como el hielo.

—Que te vaya bien, Isadora. No te necesitamos aquí.

Isadora sonrió, una curva cruel en sus labios, y su mirada se deslizó hacia Enrique, un guiño apenas perceptible antes de desvanecerse en las sombras.

La recepción del Hotel, se convirtió en el nuevo campo de batalla. Cassandra irrumpió como un huracán carmesí, con su vestido rojo sangre ondeando como una bandera de guerra, su cabello oscuro cayendo en ondas que parecían desafiar la gravedad. Los ojos de Cassandra, afilados como obsidiana, se clavaron en Leonela.

—¿Qué haces aquí? —preguntó Leonela, su voz un látigo que ocultaba en la batalla recién librada.

Cassandra sonrió, una curva cruel que destilaba veneno, como miel vertida sobre una navaja.

—Buscando unos trapitos sucios —dijo, su tono meloso pero afilado, cada sílaba un dardo envenenado—. Y, de paso, planeando mi noche de boda. —Hizo una pausa teatral, su mirada deslizándose hacia Leonela con una mezcla de desdén y sospecha—. Parece que tu… prometido tiene más secretos que yo.

Leonela, con el corazón latiendo como un tambor de guerra, dio un paso adelante, su cuerpo vibrando de furia.

—No hables así de él, ¿quieres? —espetó, su voz temblando de rabia.

Cassandra soltó una carcajada, un sonido que era puro hielo, cortante y frío como una ventisca.

—Oh, hermanita, qué protectora —se burló, girándose hacia el mostrador de recepción.

Donde Arnulfo Gavito, tecleaba en una computadora con dedos que traicionaban su ansiedad.

—Necesito saber de un empleado —dijo Cassandra, su voz autoritaria—. Enrique Rubio. Trabaja aquí, ¿verdad?

En una oficina contigua, separada por una pared de vidrio esmerilado que dejaba pasar sombras pero no rostros, Enrique se tensó, su aliento atrapado en el pecho como un pájaro enjaulado. Había deslizado una excusa para revisar unos documentos, pero en realidad, estaba allí, escuchando, su corazón latiendo como un tambor en llamas. Maldita sea, pensó, sus manos apretándose en puños hasta que los nudillos palidecieron. Si Cassandra hurga demasiado, todo se derrumbaría.

Leonela, captando el nerviosismo de Arnulfo, se acercó al mostrador, su voz baja pero firme como un cable de acero.

—No tiene por qué saberlo —susurró Leonela, sus ojos suplicando discreción, aunque su corazón latía con la certeza de que algo estaba a punto de romperse.

Arnulfo, atrapado entre las dos hermanas, ajustó sus gafas, su rostro una máscara de profesionalidad forzada que apenas ocultaba su lealtad a Enrique.

—Perdone, señora —dijo, dirigiéndose a Cassandra—, pero no puedo dar información sobre nuestro personal.

Cassandra alzó una ceja, su sonrisa convirtiéndose en una mueca de incredulidad.

—¿Me llamó señora? —Su voz era un siseo, cada sílaba cargada de desprecio, como si el título fuera un insulto—. ¿Sabe quién soy, verdad?

Leonela, incapaz de contenerse, soltó una risa divertida, aunque el rubor de la vergüenza por su hermana le quemaba las mejillas.

—Oh, Cassandra, relájate —dijo, su tono burlón ocultando una furia que crecía como una marea.

Cassandra, ignorándola, se inclinó sobre el mostrador, su rostro a centímetros del de Arnulfo, sus ojos encendidos como brasas.

—Soy Cassandra Fimbres —declaró, su voz resonando en el vestíbulo como un edicto real, el eco rebotando contra las paredes—. He gastado miles de dólares aquí. Reservé la suite glamour para el día dieciocho. Soy VIP. Tengo una reservación. Búsquela.

Leonela, mortificada, bajó la mirada, sus dedos apretando el borde de su vestido, pero en la oficina contigua, Enrique actuó con la rapidez de un depredador. Sus dedos volaron sobre el teclado, accediendo al sistema de reservas del Hotel Esmeralda. Ya no, pensó, y con un clic, borró la reservación de Cassandra, su rostro impasible pero su mente acelerada, un torbellino de cálculos y riesgos. Que se retuerza.

Arnulfo, siguiendo el guión invisible que Enrique le había inculcado, fingió revisar la pantalla, sus dedos temblando ligeramente.

—Lo siento, señora —dijo, su voz un hilo de valentía bajo la presión—. Su reserva no aparece.




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