Un juego de engaños

Capítulo 14

Cassandra, con una sonrisa venenosa que prometía sangre, asintió.

—¿Necesito repetir lo que dije? Sí, quiero que lo llames. Es mi amigo.

Arnulfo, con una chispa de rebeldía que Leonela no había notado antes, tomó el teléfono y marcó una extensión.

—Señor —dijo, su voz clara pero tensa, como un cable a punto de romperse—, aquí está Cassandra Fimbres. Quiere hablar con usted. Dice que tiene una reservación a su nombre.

Desde la oficina contigua, Enrique, con el corazón en la garganta, respondió en un tono grave y autoritario, que resonó a través del altavoz como un trueno en la tormenta.

—Póngala en el altavoz, Arnulfo.

El recepcionista obedeció, y la voz de Enrique llenó el vestíbulo, profunda, controlada, pero con un borde que hizo que Leonela se girara por la familiaridad de esa voz.

—¿Qué quiere, señorita Fimbres? —preguntó, su tono gélido, cada palabra un desafío que cortaba como hielo.

Cassandra, sorprendida por la autoridad en la voz, vaciló por un instante, su máscara de arrogancia tambaleándose. Pero recuperó su bravuconería, enderezándose como una reina destronada.

—Quiero mi suite glamour —exigió, su voz un látigo que buscaba herir—. Y quiero saber quién demonios es Enrique Rubio.

Leonela, con el aliento atrapado en el pecho. ¿Qué está pasando? pensó, el suelo tambaleándose bajo sus pies. Enrique, desde las sombras, sintió el peso de su secreto apretándole el pecho como una prensa. No ahora, pensó, sus manos temblando ligeramente mientras se aferraba al borde del escritorio.

—Señorita Fimbres —continuó Enrique, su voz cortando el aire como un sable—, su reserva no existe. Y en cuanto a Enrique Rubio… no es de su incumbencia. Le sugiero que se retire antes de que esto se complique.

Cassandra, con el rostro rojo de furia, abrió la boca para replicar, pero sus ojos afilados, se clavaron en Arnulfo. Con una risa que era puro desprecio, dio un paso atrás.

Cassandra, con el rostro rojo de furia, abrió la boca para replicar, pero un nuevo sonido irrumpió en el vestíbulo: el crujido de botas pesadas contra el mármol. Un guardia de seguridad, un hombre corpulento con una expresión que no admitía discusión, apareció desde un pasillo lateral, su mano descansando en el walkie-talkie en su cinturón.

—Señora Fimbres —dijo, su voz grave y firme—, me temo que debe acompañarme a la salida.

Cassandra, atónita, giró hacia él, sus ojos encendidos.

—¿Qué? —espetó, su voz un chillido—. ¿Cómo te atreves? ¡Soy Cassandra Fimbres! ¡Soy VIP!

El guardia, imperturbable, dio un paso adelante, su presencia llenando el vestíbulo como una sombra sólida.

—Son órdenes del jefe, señora. Su comportamiento es inaceptable. Por favor, sígame.

Leonela, incapaz de contenerse, alzó una mano en un gesto burlón, sus dedos ondeando en un adiós sarcástico.

—Bye bye, hermanita —dijo, su voz goteando diversión, aunque sus ojos brillaban con una mezcla de triunfo y nerviosismo.

Arnulfo, desde el mostrador, imitó el gesto, mientras una sonrisa traviesa curvaba sus labios.

—Adiós, señora —añadió, su tono cargado de una satisfacción que no se molestó en ocultar.

Cassandra, con el rostro contorsionado por la furia, fue escoltada hacia la salida, sus tacones resonando como disparos. El vestíbulo quedó en un silencio opresivo, roto solo por el zumbido suave de las lámparas de cristal.

De pronto, la puerta de la oficina contigua se abrió, y Enrique emergió, su figura alta y dominante llenando el espacio como si el aire mismo se inclinara ante él. Sus ojos se posaron en Leonela, un destello de diversión y cautela cruzando su rostro.

—¿Pasó algo? —preguntó, con su tono ligero, como si no acabara de orquestar la humillación de Cassandra.

Leonela, aún vibrando con la adrenalina de la escena, lo miró con una mezcla de incredulidad y diversión.

—Ni idea —dijo, su voz teñida de sarcasmo—. La seguridad escoltó a Cassandra hacia la salida, y el dueño, o jefe, o quien demonios sea, me dio su suite nupcial. —Hizo una pausa, sus ojos escudriñando los de él—. Ese dueño no parece ser tan malo como dicen, ¿sabes?

Arnulfo, detrás del mostrador, soltó una risita que intentó disimular con una tos.

—¿En serio? —dijo, ajustando sus lentes—. Ya lo veremos.

Enrique, con una mirada que era mitad advertencia, mitad complicidad, fulminó a Arnulfo con los ojos. Cállate o la vas a regar, pensó, su rostro manteniendo una calma estudiada. Luego, volviéndose hacia Leonela, esbozó una sonrisa que era puro encanto.

—Tengo algo para ti —dijo, su voz baja, cargada de una promesa que hizo que el corazón de Leonela diera un vuelco—. Pero tendrá que ser en privado. Lejos de compañeros molestos.

Su mirada se deslizó hacia Arnulfo, una indirecta muy afilada.

Arnulfo, alzando las manos en rendición, sonrió.

—Mensaje recibido —dijo, y se giró hacia su computadora, fingiendo estar ocupado.

Enrique tomó la mano de Leonela, sus dedos cálidos envolviendo los de ella con una urgencia que era tanto protección como desafío.

—Acompáñame —dijo, su voz un murmullo que resonaba como una invitación y una advertencia.

Leonela, extrañada, frunció el ceño pero lo siguió, su curiosidad luchando contra la duda que la carcomía.

—¿Adónde vamos? —preguntó, mientras Enrique la guiaba por un pasillo lateral, lejos de las luces del vestíbulo, hacia una zona del hotel que parecía olvidada por el lujo.

Entraron en un cuarto de lavandería, un espacio estrecho y funcional donde el aroma a detergente y sábanas limpias llenaba el aire. Pilas de ropa blanca se apilaban en estantes metálicos, y el zumbido de una lavadora resonaba como un latido mecánico. Leonela, con una ceja alzada, se detuvo en el centro del cuarto, sus manos en las caderas.

—¿Qué hacemos aquí? —preguntó, su tono era una mezcla de diversión y sospecha.

Enrique, cerrando la puerta tras ellos, se apoyó contra una pila de toallas, su expresión suavizándose por primera vez en toda la noche.




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