Un juego de engaños

Capítulo once

Un sol radiante se coló por las cortinas, arrancando a Leonela de un sueño denso, como si el océano la hubiera sumergido en sus profundidades más oscuras. Parpadeó, desorientada, un dolor de cabeza martilleándole las sienes como un eco de la traición. El reloj en la mesita marcaba las 10:45 de la mañana, y el pánico la atravesó como un relámpago.

—¡Maldición! —gritó, saltando de la cama, el vestido azul medianoche arrugado a sus pies como un lienzo roto de la noche anterior.

La presentación con Samara Poett, el momento que definiría el destino del Consorcio Eras, comenzaba en quince minutos. Su cabello era un torbellino, y su mente, nublada, luchaba por aferrarse a la claridad. Era un desastre, pero el fuego en su pecho —avivado por la traición de Cassandra, la crueldad de Paul, y la chispa indomable de Enrique— no la dejaría rendirse.

En la sala de conferencias, el aire era un campo de minas, cargado de ambiciones y traiciones. Ricardo y Elena, sentados en primera fila, sus manos crispadas como si pudieran contener el peso de su legado; ella, con una mueca de impaciencia. En el escenario, Cassandra,dominaba la sala con una autoridad venenosa. Su voz cortaba el aire como un bisturí, cada palabra un dardo dirigido al corazón del Consorcio. Paul, su prometido, aplaudía desde las sombras con la devoción de un cortesano.

—Reducir sueldos y aumentar precios es la clave —declaró Cassandra, su tono afilado como el filo de una navaja—. El Consorcio Eras será un titán si priorizamos el dinero. ¿No es eso lo que importa?

El público, intercambió miradas de desconcierto. Elena asintió con fervor, pero Ricardo, con las manos apretadas, murmuró:

—Esto es un desastre. ¿Dónde está Leonela?

Cassandra, oliendo la victoria, alzó la barbilla, su sonrisa una daga envuelta en seda.

—Leonela no está porque tiene resaca —siseó, su tono destilando desprecio.

En la última fila, Enrique miraba su reloj, la ansiedad royéndole las entrañas como un lobo hambriento. La escena de los cócteles relució en su mente: la sonrisa venenosa de Isadora, el brillo malicioso en sus ojos. La bebida, pensó, y sin dudarlo, salió corriendo hacia la casa, su corazón latiendo como un tambor de guerra.

En la habitación de Leonela, el caos era un huracán. Ella, desesperada, revolvía un armario en busca de los tacones que completaban su armadura, tropezando en su prisa, el pánico apretándole el pecho como una garra. Justo cuando estaba a punto de caer, Enrique irrumpió, atrapándola en sus brazos con un movimiento que parecía coreografiado por el destino. Sus ojos se encontraron, y por un instante, el mundo se detuvo, el caos silenciado por la intensidad de su mirada.

—Isadora te drogó —dijo, su voz urgente, sus manos firmes sosteniéndola como un ancla en la tormenta—. El carro está afuera. Vamos.

Desde el pasillo, Isadora soltó una risita que era puro veneno, su silueta recortada contra la luz del corredor como una sombra maligna.

—Con este tráfico, no llegarán —dijo, cruzada de brazos, su voz goteando desprecio.

Enrique la fulminó con una mirada que podía incendiar el mármol.

—Lo haremos —replicó, su tono cortante como el filo de una espada—. Y, Isadora, estás despedida.

Sin esperar respuesta, tomó la mano de Leonela y la arrastró hacia la salida. Afuera, una camioneta negra relucía bajo el sol, su diseño elegante y su motor rugiendo con una promesa de velocidad. Leonela, aún aturdida, frunció el ceño.

—¿De dónde sacaste esto? —preguntó, su mirada fija en el vehículo, un destello de familiaridad encendiéndose en su mente.

Enrique, esquivando sus ojos, improvisó:

—Soy amigo del chofer del hotel. Sube.

Leonela, con la duda royéndole pero sin tiempo para interrogar, subió al vehículo. La camioneta arrancó, cortando el tráfico como un cuchillo a través de la seda.

La sala de conferencias del Consorcio Eras era un coliseo de ambiciones cruzadas. Cassandra, en el centro del escenario, estaba a punto de clavar su estandarte cuando las puertas se abrieron con un estruendo. Leonela irrumpió, el vestido azul medianoche abrazando su figura como una armadura forjada en la noche, el collar de perlas brillando como un faro bajo las luces. Su cabello, ligeramente desordenado, no restaba fuerza a su presencia; al contrario, le daba un aire de urgencia, de una guerrera que había desafiado al destino para estar allí. Enrique, a su lado, era su sombra y su escudo, su mirada fija en ella como si pudiera sostenerla con la fuerza de su voluntad.

Cassandra, por un instante, perdió su máscara de hielo, sus labios apretándose en una línea fina.

—¿Superaste la resaca, hermanita? —siseó, su veneno goteando como ácido.

Leonela, ignorándola, avanzó hacia el escenario, sus tacones resonando contra el suelo pulido como un desafío. Respiró hondo, su mirada encontrando la de Samara Poett, cuyos ojos, fríos y evaluadores, parecían desentrañar cada fibra de su ser. Pero había algo más en la mirada de Samara: un destello de reconocimiento, un silencio cargado que hablaba del incidente en el lobby.

—Señoras y señores —comenzó Leonela, su voz temblando al principio pero ganando fuerza, como un río rompiendo una presa—. El Consorcio Eras no es solo una empresa de publicidad. Es un lienzo donde pintamos sueños, donde transformamos ideas en realidades que resuenan en el alma del mundo. No se trata de recortar sueldos o inflar precios, como propone mi hermana. Se trata de inspirar, de conectar, de construir un legado que trascienda el oro y hable al corazón.

El proyector cobró vida, mostrando las gráficas que Enrique había diseñado: líneas suaves que danzaban en tonos de azul, narrando el crecimiento del Consorcio con una elegancia que era casi poética. Leonela, con cada palabra, se transformaba. El pánico se disolvía, reemplazado por una pasión que hacía que la sala contuviera el aliento. Habló de innovación, de campañas que no solo vendían productos sino que contaban historias, de un futuro donde el Consorcio Eras no solo lideraría el mercado, sino que redefiniría lo que significaba ser una empresa.




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