El vestíbulo del Hotel Esmeralda, se convirtió en el nuevo campo de batalla. Leonela, con el vestido azul medianoche abrazando su figura como una armadura tejida en seda, avanzaba con pasos que resonaban como un desafío, cada tacón un martillo contra el suelo.
Antes de que pudieran escapar al refugio de la noche, una voz cortante los detuvo como un latigazo. Cassandra irrumpió en el vestíbulo como un huracán carmesí, su vestido rojo sangre ondeando como una bandera de guerra, su cabello oscuro cayendo en ondas que parecían desafiar la gravedad. Los ojos de Cassandra, afilados como obsidiana, se clavaron en Leonela.
—¿Qué haces aquí? —preguntó Leonela, su voz un látigo que ocultaba el cansancio de la batalla recién librada.
Cassandra sonrió, una curva cruel que destilaba veneno, como miel vertida sobre una navaja.
—Buscando unos trapitos sucios —dijo, su tono meloso pero afilado, cada sílaba un dardo envenenado—. Y, de paso, planeando mi boda. —Hizo una pausa teatral, su mirada deslizándose hacia Leonela con una mezcla de desdén y sospecha que cortaba como vidrio—. Parece que tu… prometido tiene más secretos que yo.
Leonela, con el corazón latiendo como un tambor de guerra, dio un paso adelante, su cuerpo vibrando de furia.
—No hables así de él, ¿quieres? —espetó, su voz temblando de rabia.
Cassandra soltó una carcajada, un sonido que era puro hielo, cortante y frío como una ventisca.
—Oh, hermanita, qué protectora —se burló, girándose hacia el mostrador de recepción.
Donde Arnulfo Gavito, un hombre de mediana edad y una sonrisa nerviosa, tecleaba en una computadora con dedos que traicionaban su ansiedad.
—Necesito saber de un empleado —dijo Cassandra, su voz autoritaria—. Enrique Rubio. Trabaja aquí, ¿verdad?
En una oficina contigua, separada por una pared de vidrio esmerilado que dejaba pasar sombras pero no rostros, Enrique se tensó, su aliento atrapado en el pecho como un pájaro enjaulado. Había deslizado una excusa para revisar unos documentos, pero en realidad, estaba allí, escuchando, su corazón latiendo como un tambor en llamas. Maldita sea, pensó, sus manos apretándose en puños hasta que los nudillos palidecieron. Si Cassandra hurga demasiado, todo se derrumbaría.
Leonela, captando el nerviosismo de Arnulfo, se acercó al mostrador, su voz baja pero firme como un cable de acero.
—No tiene por qué saberlo —susurró, sus ojos suplicando discreción, aunque su corazón latía con la certeza de que algo estaba a punto de romperse.
Arnulfo, atrapado entre las dos hermanas, ajustó sus gafas, su rostro una máscara de profesionalidad forzada que apenas ocultaba su lealtad a Enrique.
—Perdone, señora —dijo, dirigiéndose a Cassandra—, pero no puedo dar información sobre nuestro personal.
Cassandra alzó una ceja, su sonrisa convirtiéndose en una mueca de incredulidad.
—¿Me llamó señora? —Su voz era un siseo, cada sílaba cargada de desprecio, como si el título fuera un insulto—. ¿Sabe quién soy, verdad?
Leonela, incapaz de contenerse, soltó una risa divertida, aunque el rubor de la vergüenza por su hermana le quemaba las mejillas.
—Oh, Cassandra, relájate —dijo, su tono burlón ocultando una furia que crecía como una marea.
Cassandra, ignorándola, se inclinó sobre el mostrador, su rostro a centímetros del de Arnulfo, sus ojos encendidos como brasas.
—Soy Cassandra Fimbres Navia —declaró, su voz resonando en el vestíbulo como un edicto real, el eco rebotando contra las paredes—. He gastado miles de dólares aquí. Reservé la suite glamour, valorada en dos mil dólares por noche. Soy VIP. Tengo una reserva. Búsquela.
Leonela, mortificada, bajó la mirada, sus dedos apretando el borde de su vestido, pero en la oficina contigua, Enrique actuó con la rapidez de un depredador. Sus dedos volaron sobre el teclado, accediendo al sistema de reservas del Hotel Esmeralda. Ya no, pensó, y con un clic, borró la reserva de Cassandra, su rostro impasible pero su mente acelerada, un torbellino de cálculos y riesgos. Que se retuerza.
Arnulfo, siguiendo el guion invisible que Enrique le había inculcado, fingió revisar la pantalla, sus dedos temblando ligeramente.
—Lo siento, señora —dijo, su voz un hilo de valentía bajo la presión—. Su reserva no aparece.
Cassandra parpadeó, su compostura tambaleándose como un castillo de naipes en una tormenta.
—¿Qué? —espetó, su tono subiendo una octava, un chillido que rompió el silencio del vestíbulo—. ¡Pues recupérela! ¡Encuéntrela!
Arnulfo, con una calma que era más coraje que indiferencia, respondió:
—Lo siento. Para el dieciocho, solo tenemos disponibles las camas individuales con vista al basurero.
Cassandra se quedó helada, su rostro una máscara de incredulidad, sus labios temblando de furia.
—¿Basurero? —repitió, su voz un grito apenas contenido, como si las palabras mismas fueran un insulto personal—. ¿En mi noche de bodas?
Arnulfo, con una serenidad que rayaba en lo heroico, añadió:
—Parece que la suite fue reservada a nombre de otra persona. —Hizo una pausa, sus ojos deslizándose hacia Leonela con una chispa de complicidad—. Leonela Fimbres.
Cassandra soltó una risa nerviosa, un sonido que era más un gruñido que una burla, sus manos apretándose en puños.
—Leonela no puede pagar eso —dijo, su mirada cortante como un filo de obsidiana—. ¿Dónde pasarás la noche con tu prometido muerto de hambre, hermanita?
Leonela, con el rostro ardiendo, respondió:
—Eso no te incumbe. —Pero en su mente, la pregunta resonaba como un eco en una cueva: ¿Cómo pasó esto?
Miró a Arnulfo, buscando respuestas, pero él solo le devolvió una mirada de disculpa, sus manos quietas sobre el teclado.
—Prefiero irme a la casa que renté —añadió, su voz más débil de lo que quería, la duda royendo su confianza.
Cassandra, oliendo sangre, se volvió hacia Arnulfo, su furia ahora un incendio que amenazaba con consumirlo todo.
Editado: 30.06.2025