Enrique se movía entre las sombras de su rutina, entregando órdenes discretas al personal, su fachada de mesero tan cuidadosamente construida como una armadura. Apoyado contra una columna junto a la recepción, observaba el ir y venir de los huéspedes con una calma aparente que ocultaba el torbellino en su mente. Su traje oscuro, impecable como siempre, contrastaba con la tensión que apretaba sus mandíbulas.
Arnulfo, el recepcionista, ordenaba unos documentos tras el mostrador, lanzándole miradas de reojo. Conocía a Enrique desde hacía años, desde los días en que el joven heredero llegaba al hotel con su abuela, doña Gerania, y una sonrisa despreocupada. Ahora, con el peso de un legado sobre los hombros, Enrique parecía atrapado en un juego cuyas reglas no terminaba de entender.
—Todo esto por un capricho de tu abuela, ¿verdad? —dijo Arnulfo, rompiendo el silencio. Su tono era ligero, casi burlón, pero sus ojos buscaban confirmar algo más profundo—. Te dejó dicho que para quedarte con el Hotel Esmeralda debías encontrar a una chica que te ame sin saber que eres millonario. Y ahora, aquí estás, enredado con Leonela, que, por cierto, necesita comprometerse para salvar la empresa familiar de su padre. ¡Vaya par!
Enrique se irguió, su mirada fija en un punto invisible del vestíbulo. Las palabras de Arnulfo eran un eco de las dudas que lo acosaban en las noches sin dormir. Leonela. Su risa franca, su manera de fruncir el ceño cuando algo no encajaba, la forma en que lo miraba como si quisiera descifrarlo. Pero también estaban las sombras: las sospechas en sus ojos la última vez que hablaron, la distancia que ella había puesto entre ellos sin explicaciones.
—Es más complicado de lo que parece —murmuró Enrique, pasándose una mano por el cabello.
Arnulfo alzó una ceja, apoyando los codos en el mostrador.
—¿Complicado? Explícamelo, porque desde aquí parece una telenovela. Ella necesita casarse para quedarse con el Consorcio Eras, y tú necesitas que ella te quiera por… ¿qué? ¿Por tu encanto de mesero? —Soltó una risita, pero al ver la expresión de Enrique, se contuvo—. Vamos, hombre, dime que no es tan difícil.
Enrique lo miró, sus ojos oscuros cargados de una mezcla de determinación y vulnerabilidad.
—Si. —Hizo una pausa, su voz bajando hasta casi ser un susurro—. Es exactamente como lo explicas.
Arnulfo soltó un bufido, sacudiendo la cabeza con incredulidad.
—¡Ser rico es horrible! — exclamó, su tono desenfadado rompiendo la tensión—. Todo este teatro, las mentiras, los disfraces… ¿Y para qué? ¿Para saber si le gustas de verdad?
Enrique esbozó una media sonrisa, pero no había alegría en ella.
—Solo quiero saber si le gusto. Si ella… —Se detuvo, como si las palabras fueran demasiado pesadas para pronunciarlas—. Si siente algo por mí, no por lo que tengo.
Arnulfo lo observó, su expresión pasando de la burla a la incredulidad.
—¿Mintiendo? ¿Crees que eso va a funcionar? —dijo, cruzando los brazos—. Si Leonela descubre que le has ocultado quién eres, que el “mesero” es en realidad el dueño del maldito hotel, no va a correr a tus brazos, Enrique. Va a correr en la dirección opuesta.
Enrique apretó los labios, su mirada endureciéndose.
—Ya lo resolveré —dijo, con una firmeza que sonaba más a deseo que a certeza.
Arnulfo frunció el ceño, claramente confundido por la obstinación de su amigo. Antes de que pudiera replicar, Enrique se enderezó, ajustándose la solapa del traje con un gesto casi instintivo.
—Una cosa más —añadió, antes de retirarse—. Manda un memo a todo el personal. A partir de ahora, solo me llaman Enrique. Nada de “señor” ni menciones sobre mi familia o mi posición. Si alguien habla de más, está fuera. ¿Entendido?
Arnulfo parpadeó, sorprendido por la intensidad en la voz de Enrique, pero asintió lentamente.
—Bien, jefe. Como digas.
El ambiente entre ellos cambió de pronto, como si una corriente fría hubiera cruzado el vestíbulo. Ambos alzaron la vista al mismo tiempo, y sus palabras se apagaron.
Un botones, Ignacio, lo interceptó cerca de la recepción, su rostro joven marcado por una mezcla de nerviosismo y urgencia.
—¿Señor… mmm, Enrique? —dijo Ignacio, su voz vacilante, como si temiera romper un hechizo.
Enrique se detuvo, sus ojos entrecerrándose mientras seguía la mirada de Ignacio hacia el otro lado del vestíbulo. Allí estaba Leonela, encaminando sus pasos hacia a Arnulfo, su figura tensa, los brazos cruzados y una expresión de incomodidad que no podía disimular. En sus manos temblaba un objeto pequeño, brillante, que captó la luz como una estrella atrapada. Enrique sintió un nudo en el estómago. No ahora, pensó, su corazón acelerándose.
Leonela, ajena a su presencia, hablaba con Arnulfo, su voz baja pero cargada de una mezcla de incredulidad y dolor.
—¿Tú sabes dónde lo encontraron? —preguntó, sosteniendo el anillo como si temiera que se desvaneciera.
Arnulfo, ajustándose los lentes con un gesto nervioso, respondió con su tono habitual, una mezcla de eficiencia y cautela.
—Al fondo de la piscina, señorita.
Leonela frunció el ceño, sus dedos apretando el anillo con más fuerza.
—Llamé esa noche —dijo, su voz temblando con el peso del recuerdo—. Me dijeron que era imposible sacarlo. Que la piscina era demasiado profunda, que el anillo estaba perdido. ¿Cómo lo…?
Sus palabras se cortaron cuando Enrique irrumpió en la escena, su paso rápido pero controlado, su rostro una máscara de profesionalidad que apenas ocultaba la tormenta en su interior. Se acercó a Leonela, pero su tono era distante, como si estuviera hablando con una huésped cualquiera, no con la mujer que había sostenido en sus brazos la noche anterior.
—Lo siento —dijo, su voz firme pero carente de la calidez que ella conocía—. En breve, ah… te ayudaré.
Leonela lo miró, desconcertada, sus ojos claros buscando los de él en busca de una explicación. ¿Por qué actúa así? pensó, un escalofrío de duda recorriéndola. Pero antes de que pudiera hablar, alzó la voz, su tono firme, casi desafiante.
Editado: 30.07.2025