Un juego de engaños

Capítulo trece

Cassandra, con el rostro rojo de furia, abrió la boca para replicar, pero un nuevo sonido irrumpió en el vestíbulo: el crujido de botas pesadas contra el mármol. Un guardia de seguridad, un hombre corpulento con una expresión que no admitía discusión, apareció desde un pasillo lateral, su mano descansando en el walkie-talkie en su cinturón.

—Señora Fimbres —dijo, su voz grave y firme—, me temo que debe acompañarme a la salida.

Cassandra, atónita, giró hacia él, sus ojos encendidos.

—¿Qué? —espetó, su voz un chillido—. ¿Cómo te atreves? ¡Soy Cassandra Fimbres! ¡Soy VIP!

El guardia, imperturbable, dio un paso adelante, su presencia llenando el vestíbulo como una sombra sólida.

—Por orden del jefe, señora. Su comportamiento no es aceptable. Por favor, sígame.

Leonela, incapaz de contenerse, alzó una mano en un gesto burlón, sus dedos ondeando en un adiós sarcástico.

—Bye bye, hermanita —dijo, su voz goteando diversión, aunque sus ojos brillaban con una mezcla de triunfo y nerviosismo.

Arnulfo, desde el mostrador, imitó el gesto, mientras una sonrisa traviesa curvaba sus labios.

—Adiós, señora —añadió, su tono cargado de una satisfacción que no se molestó en ocultar.

Cassandra, con el rostro contorsionado por la furia, fue escoltada hacia la salida, sus tacones resonando como disparos. El vestíbulo quedó en un silencio opresivo, roto solo por el zumbido suave de las lámparas de cristal.

De pronto, la puerta de la oficina contigua se abrió, y Enrique emergió, su figura alta y dominante llenando el espacio como si el aire mismo se inclinara ante él. Sus ojos se posaron en Leonela, un destello de diversión y cautela cruzando su rostro.

—¿Pasó algo? —preguntó, su tono ligero, como si no acabara de orquestar la humillación de Cassandra.

Leonela, aún vibrando con la adrenalina de la escena, lo miró con una mezcla de incredulidad y diversión.

—Ni idea —dijo, su voz teñida de sarcasmo—. La seguridad escoltó a Cassandra hacia la salida, y el dueño, o jefe, o quien demonios seas, me dio su suite nupcial. —Hizo una pausa, sus ojos escudriñando los de él—. Ese dueño no parece ser tan malo, ¿sabes?

Arnulfo, detrás del mostrador, soltó una risita que intentó disimular con una tos.

—¿En serio? —dijo, ajustando sus lentes—. Ya lo veremos.

Enrique, con una mirada que era mitad advertencia, mitad complicidad, fulminó a Arnulfo con los ojos. Cállate o la vas a regar, pensó, su rostro manteniendo una calma estudiada. Luego, volviéndose hacia Leonela, esbozó una sonrisa que era puro encanto.

—Tengo una sorpresa para ti —dijo, su voz baja, cargada de una promesa que hizo que el corazón de Leonela diera un vuelco—. Pero tendrá que ser en privado. Lejos de compañeros molestos.

Su mirada se deslizó hacia Arnulfo, una indirecta muy afilada.

Arnulfo, alzando las manos en rendición, sonrió.

—Mensaje recibido —dijo, y se giró hacia su computadora, fingiendo estar ocupado.

Enrique tomó la mano de Leonela, sus dedos cálidos envolviendo los de ella con una urgencia que era tanto protección como desafío.

—Acompáñame —dijo, su voz un murmullo que resonaba como una invitación y una advertencia.

Leonela, extrañada, frunció el ceño pero lo siguió, su curiosidad luchando contra la duda que la carcomía.

—¿Adónde vamos? —preguntó, mientras Enrique la guiaba por un pasillo lateral, lejos de las luces del vestíbulo, hacia una zona del hotel que parecía olvidada por el lujo.

Entraron en un cuarto de lavandería, un espacio estrecho y funcional donde el aroma a detergente y sábanas limpias llenaba el aire. Pilas de ropa blanca se apilaban en estantes metálicos, y el zumbido de una lavadora resonaba como un latido mecánico. Leonela, con una ceja alzada, se detuvo en el centro del cuarto, sus manos en las caderas.

—¿Qué hacemos aquí? —preguntó, su tono una mezcla de diversión y sospecha.

Enrique, cerrando la puerta tras ellos, se apoyó contra una pila de toallas, su expresión suavizándose por primera vez en toda la noche.

—Yo… no quería chismes con tu familia —dijo, su voz baja, casi vulnerable—. Además, este es mi lugar favorito.

Leonela parpadeó, incrédula.

—¿Tu habitación favorita es el cuarto de ropa blanca? —preguntó, una risa escapando de sus labios a pesar de la tensión.

Enrique sonrió, pero había un peso en sus ojos, un eco de algo antiguo y doloroso.

—Tenía que escaparme —admitió, su voz cayendo como una confesión—. Mis padres trabajaban en hoteles. Nos mudábamos mucho. Sin importar dónde estuviéramos, el cuarto de lavandería siempre era igual: cálido, tranquilo, seguro. Era mi casa del árbol.

Leonela, sorprendida por la revelación, sintió una punzada de ternura que no esperaba. Por un instante, el hombre enigmático que había borrado reservas y orquestado la expulsión de Cassandra se transformó en alguien más humano, alguien con un pasado que sangraba bajo su fachada.

—¿Y por qué me trajiste a tu casa del árbol? —preguntó, su voz suavizándose, sus ojos buscando los de él en la penumbra.

Enrique dio un paso hacia ella, su mano deslizándose en su bolsillo, su expresión una mezcla de nervios y resolución.

—Porque quería darte esto —dijo, su voz apenas un susurro, mientras sacaba una pequeña sortija.

Ahí, anidado contra una tela oscura, estaba un anillo: una delicada banda de oro con una esmeralda única, sus facetas capturando la tenue luz como una estrella atrapada. El aliento de Leonela se detuvo, sus ojos abriéndose de par en par al reconocerlo. Era el anillo de compromiso de su abuela, el que Cassandra, en un arranque de crueldad, había arrojado a la piscina del hotel, el día en que cayó al agua en un ataque de rabia. Ese anillo, símbolo del amor y el legado de su familia, había quedado perdido… o eso había creído Leonela.

—¿Cómo…? —murmuró, su voz quebrándose, sus manos temblando mientras alcanzaba la caja, temiendo tocarla, como si pudiera desvanecerse como un sueño.




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