Leonela, con un jadeo, empujó a Enrique, sentándose en la cama, su rostro una mezcla de vergüenza y furia contenida.
—¿Qué carajos haces aquí? —susurró, su voz un torbellino de emociones.
Enrique, rodando a un lado con una risa suave, se apoyó en un codo, su sonrisa pícara ocultando el latido acelerado de su corazón.
—Bueno, Isadora anda merodeando, observándonos —dijo, su tono ligero pero urgente—. Tuve que quedarme aquí contigo. Si nos ve separados, tu hermana tendrá su prueba.
Leonela, aún con el corazón acelerado, frunció el ceño.
—¿Y por eso vas a usar mi baño? —espetó, cruzando los brazos sobre el pecho, consciente de lo expuesta que estaba.
Enrique, con un brillo desafiante en los ojos, se encogió de hombros.
—Debo dormir aquí. Si ella dice que no compartimos cama, nos descubrirá. —Hizo una pausa, su mirada recorriéndola con una mezcla de diversión y algo más profundo—. Además, la vista no es tan mala, ¿no?
Leonela, a punto de lanzar un comentario mordaz, fue interrumpida por un golpe en la puerta. Isadora, con una cesta para la ropa, pidió entrar.
—Señorita, vine a buscar la ropa sucia —dijo, su tono neutra pero sus ojos escaneando la escena: Leonela en la cama, Enrique a su lado, ambos en ropa interior.
Leonela, con el rostro ardiendo, se cubrió con una sábana.
—¡No entres! —siseó a Enrique, antes de volverse hacia Isadora—. Eh… deja la cesta en el pasillo, luego te llevo la ropa.
Isadora, ignorando la orden, comenzó a recoger la ropa esparcida por el suelo. Al tomar la camisa de Enrique, sus dedos rozaron la etiqueta, y sus ojos se entrecerraron.
—Curioso —dijo, alzando la prenda—. Toda su ropa es de marca cara, señor Rubio. ¿Un mesero con gustos caros?
Enrique, en su mente, maldijo en silencio. Demonios, debo comprar ropa, pensó, su plan tambaleándose. Con una sonrisa despreocupada, respondió:
—Alguien dejó esa camisa en el hotel, y… resultó ser de mi talla. ¿Qué suerte, no?
Isadora alzó una ceja, claramente incrédula, y Leonela, captando la tensión, intervino.
—Gracias, Isadora, eso es todo —dijo, su voz cortante.
La ama de llaves asintió y se retiró, pero su mirada dejó un rastro de sospecha. Cuando la puerta se cerró, Leonela se volvió hacia Enrique, su expresión una mezcla de exasperación y resignación.
—Bien, dormirás conmigo —dijo, señalando la cama—. Pero mantén tus manos quietas, ¿entendido?
Enrique, con una sonrisa que ocultaba su satisfacción, asintió.
—Entendido —dijo, aunque en su mente, añadió: Por ahora.
La luna, un ojo plateado en la penumbra, se colaba por las cortinas entreabiertas, bañando el rostro de Leonela en un resplandor que parecía robado de los dioses. Dormía, serena, su pecho subiendo y bajando con la cadencia de un sueño profundo. Enrique, tendido a su lado, era un prisionero de la noche, incapaz de cerrar los ojos. El silencio era un abismo donde sus pensamientos se estrellaban como olas furiosas. Te está consumiendo, rugía una voz en su interior, cargada de urgencia. Dile la verdad, ahora, antes de que sea demasiado tarde. Pero otra voz, fría como el filo de una navaja, lo contenía. Recordó el fuego en los ojos de Leonela, su voz cortante en el pasillo del hotel: “Ni mentirosos ni ricos. Nunca más”.
Si supiera quién soy, pensó, el peso de su secreto sería como una cadena en el pecho. Si descubriera que “Enrique Rubio” es un espejismo, que no soy el mesero que abraza sus sueños… me arrancaría el alma. La idea lo atravesó, ardiente y cruel. No podía arriesgarse, no ahora, cuando el deseo entre ellos crecía como un incendio, amenazando con consumir todo a su paso.
Leonela, ajena a la tormenta que rugía en él, se giró en la cama, su rostro una pintura de vulnerabilidad y fuerza. Es un ángel forjado en fuego, pensó Enrique, su mirada atrapada en la curva de sus labios, en el leve rubor de sus mejillas. Sin pensarlo, extendió un brazo, rozó sus labios con sus dedos como una ofrenda silenciosa. Ella, como si un imán la atrajera en sueños, se acurrucó contra su pecho, sus cuerpos encajando con una perfección que desafiaba el tiempo. Era un instante robado al destino, dos almas danzando en un cielo de estrellas y sombras, envueltas en la furia callada de la noche. El corazón de Enrique latía desbocado, y por primera vez en horas, el sueño lo reclamó, arrastrándolo a un remanso de paz ardiente.
Al alba, un rayo de sol atravesó las cortinas como una lanza, arrancando a Leonela de su sueño. Abrió los ojos y se encontró atrapada en los brazos de Enrique, su calor envolviéndola como una promesa peligrosa. Su pulso se disparó, un torbellino de emociones chocando en su alma: sorpresa, vergüenza y un deseo traicionero que la hacía temblar. ¿Dormí toda la noche en sus brazos?, pensó, su mente un caos. Es un extraño… y sin embargo… No, él no había cruzado ninguna línea. Solo la había sostenido, como si ella fuera el único tesoro en un mundo de engaños.
Un golpe seco en la puerta rompió el hechizo.
—Señorita, el desayuno —anunció Isadora, su voz cortante como un mandato.
Sin esperar respuesta, irrumpió en la habitación, bandeja en mano, sus ojos abriéndose como platos al ver a Leonela, con el cabello revuelto, y a Enrique, que se incorporaba con una calma que desafiaba la tormenta. En un arrebato, Enrique captó la oportunidad. Se inclinó hacia Leonela y la besó, un beso feroz, apasionado, que parecía querer devorarla. Sus labios eran fuego, un desafío que encendía cada rincón de su ser. Leonela, atrapada en la vorágine, se resistió un instante antes de rendirse, sus bocas danzando en una batalla de deseo y desafío. El aire crepitó, cargado de una electricidad que amenazaba con incendiar la habitación.
Isadora, con la bandeja temblando, carraspeó, su voz un eco débil en el torbellino.
—¿Interrumpo? —preguntó, sus ojos saltando entre la sorpresa y una curiosidad insaciable.
Enrique, con una sonrisa que cortaba como un cuchillo, se giró hacia ella.
Editado: 23.10.2025