Un juego de engaños

Capítulo 7

La luna, un ojo plateado en la penumbra, se colaba por las cortinas entreabiertas, bañando el rostro de Leonela en un resplandor que parecía robado de los dioses. Dormía, serena, su pecho subiendo y bajando con la cadencia de un sueño profundo. Enrique, tendido a su lado, era un prisionero de la noche, incapaz de cerrar los ojos. El silencio era un abismo donde sus pensamientos se estrellaban como olas furiosas. Te está consumiendo, rugía una voz en su interior, cargada de urgencia. Dile la verdad, ahora, antes de que sea demasiado tarde. Pero otra voz, fría como el filo de una navaja, lo contenía. Recordó el fuego en los ojos de Leonela, su voz cortante en el pasillo del hotel: “Ni mentirosos ni ricos. Nunca más”.

Si supiera quién soy, pensó, el peso de su secreto como una cadena en el pecho. Si descubriera que “Enrique Rubio” es un espejismo, que no soy el mesero que abraza sus sueños… me arrancaría el corazón. La idea lo atravesó, ardiente y cruel. No podía arriesgarse, no ahora, cuando el deseo entre ellos crecía como un incendio, amenazando con consumir todo a su paso.

Leonela, ajena a la tormenta que rugía en él, se giró en la cama, su rostro una pintura de vulnerabilidad y fuerza. Es un ángel forjado en fuego, pensó Enrique, su mirada atrapada en la curva de sus labios, en el leve rubor de sus mejillas. Sin pensarlo, extendió un brazo, una ofrenda silenciosa. Ella, como si un imán la atrajera en sueños, se acurrucó contra su pecho, sus cuerpos encajando con una perfección que desafiaba el tiempo. Era un instante robado al destino, dos almas danzando en un cielo de estrellas y sombras, envueltas en la furia callada de la noche. El corazón de Enrique latía desbocado, y por primera vez en horas, el sueño lo reclamó, arrastrándolo a un remanso de paz ardiente.

Al alba, un rayo de sol atravesó las cortinas como una lanza, arrancando a Leonela de su sueño. Abrió los ojos y se encontró atrapada en los brazos de Enrique, su calor envolviéndola como una promesa peligrosa. Su pulso se disparó, un torbellino de emociones chocando en su alma: sorpresa, vergüenza y un deseo traicionero que la hacía temblar. ¿Dormí toda la noche en sus brazos?, pensó, su mente un caos. Es un extraño… y sin embargo… No, él no había cruzado ninguna línea. Solo la había sostenido, como si ella fuera el único tesoro en un mundo de engaños.

Un golpe seco en la puerta rompió el hechizo.

—Señorita, el desayuno —anunció Isadora, su voz cortante como un mandato.

Sin esperar respuesta, irrumpió en la habitación, bandeja en mano, sus ojos abriéndose como platos al ver a Leonela, con el cabello revuelto, y a Enrique, que se incorporaba con una calma que desafiaba la tormenta. En un arrebato, Enrique captó la oportunidad. Se inclinó hacia Leonela y la besó, un beso feroz, apasionado, que parecía querer devorarla. Sus labios eran fuego, un desafío que encendía cada rincón de su ser. Leonela, atrapada en la vorágine, se resistió un instante antes de rendirse, sus bocas danzando en una batalla de deseo y desafío. El aire crepitó, cargado de una electricidad que amenazaba con incendiar la habitación.

Isadora, con la bandeja temblando, carraspeó, su voz un eco débil en el torbellino.

—¿Interrumpo? —preguntó, sus ojos saltando entre la sorpresa y una curiosidad insaciable.

Enrique, con una sonrisa que cortaba como un cuchillo, se giró hacia ella.

—Es solo un instante de pasión —dijo, su voz un murmullo seductor, cargado de desafío.

Isadora alzó una ceja, pero una chispa de admiración cruzó su rostro. No son como Cassandra y Paul, pensó. Había visto la frialdad calculadora de la otra pareja, un amor que olía a contrato. Pero estos dos… ardían. Con un gesto rápido, dejó la bandeja en una mesa y se dirigió a la puerta, no sin lanzar una mirada que era mitad complicidad, mitad advertencia.

—Entiendo, señor —dijo, cerrando la puerta con un chasquido que resonó como un disparo.

Leonela, con el corazón galopando, se giró hacia Enrique, fingiendo furia.

—¿Qué demonios fue eso? ¡Avísame antes de besarme así! —espetó, aunque una risita traicionó su indignación.

Enrique, con una sonrisa que era puro desafío, se encogió de hombros.

—Era la forma más rápida de sacarla —respondió, guiñándole un ojo—. Y no me digas que no lo disfrutaste.

Leonela puso los ojos en blanco, pero una verdad ardía en su pecho: lo había disfrutado. Demasiado. Antes de que pudiera replicar, una sospecha la golpeó como un relámpago.

—¡Maldita sea, nos escuchó! —susurró, señalando la puerta con un gesto frenético—. Isadora es la espía de Cassandra. ¡Está merodeando ahí afuera, seguro!

Enrique, con un brillo astuto en los ojos, se inclinó hacia ella, su voz un susurro cargado de peligro.

—¿Y si le damos algo que no pueda ignorar? —sugirió, sus palabras un desafío envuelto en terciopelo—. Que crea que estamos… perdidos en el fuego.

Leonela lo miró, su pulso acelerándose.

—¿Fingir que estamos…? —Se sonrojó, pero una risa feroz escapó de sus labios—. ¿Haciendo ruidos?

—¿Tienes un plan mejor? —respondió él, su mirada un incendio que la desafiaba a seguirle el juego.

Leonela dudó solo un instante antes de que el desafío la consumiera.

—Bien —dijo, saltando sobre la cama con una energía salvaje—. ¡Que escuche el espectáculo!

El colchón crujió bajo sus brincos, los resortes gritando en protesta.

—¡Oh, Enrique, sí! ¡Dámelo todo! —gritó, su voz un torbellino de exageración y diversión, cada palabra cargada de un desafío juguetón.

Enrique, conteniendo una carcajada, se unió al frenesí, golpeando el cabecero con fuerza.

—¡Yeah, nena, justo así! ¡Oh, sí! —rugió, sus ruidos tan absurdos que rozaban lo teatral, pero tan vivos que encendían el aire.

Fuera, Isadora, pegada a la puerta como una conspiradora, abrió los ojos hasta que parecieron salirse. ¡Dios santo, son bestias!, pensó, su mano temblando mientras marcaba a Cassandra, el celular casi resbalándosele.




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