Un juego de engaños

Capítulo 8

Satisfecha, Leonela regresó a la habitación, cerrando la puerta con un chasquido suave que selló el mundo exterior. Enrique estaba sentado en el borde de la cama, su sonrisa pícara iluminando el cuarto como un faro en la tormenta. Sus ojos claros, brillantes bajo la luz del amanecer, la observaron con una mezcla de admiración y algo más profundo, algo que hizo que el pulso de Leonela se acelerara. Ella alzó una ceja, adoptando una pose teatral, sus manos en las caderas.

—¿Y bien? —preguntó, su voz vibrando con diversión—. ¿Qué tal mi actuación?

Enrique soltó una risa ligera, un sonido cálido que llenó el espacio como un abrazo. Se puso de pie y aplaudió lentamente, cada palmada resonando como un elogio silencioso, sus ojos nunca abandonando los de ella.

—Magistral —dijo, su tono cargado de satisfacción—. Una estrella digna de Broadway, Leonela. Isadora se lo creyó.

Leonela hizo una reverencia exagerada, su risa estallando como un fuego artificial.

—Gracias, gracias —respondió, inclinándose con un ademán burlón antes de enderezarse, su mirada suavizándose al encontrar la de él—. Admito que fue… divertido. Aunque creo que nos pasamos un poco con los gritos.

Enrique se acercó, su sonrisa torciéndose en un gesto travieso.

—¿Un poco? —bromeó, su voz baja, cargada de complicidad—. Creo que medio colonia piensa que somos animales en celo.

Leonela puso los ojos en blanco, pero no pudo reprimir una risa. Por un instante, el peso de los secretos y las traiciones de Cassandra se desvaneció, dejando solo la chispa que crepitaba entre ellos, un fuego que era tan peligroso como adictivo.

La bandeja del desayuno, olvidada tras la interrupción de Isadora, seguía en la mesa, el aroma del café y los panecillos recién horneados flotando como una promesa de normalidad. Leonela se dirigió a la cocina, un espacio íntimo con encimeras de granito y una ventana que dejaba entrar la luz dorada del amanecer. Se sirvió una taza de café, el vapor cálido acariciando su rostro, y tomó un bocado de un croissant, la mantequilla deshaciéndose en su lengua como un recuerdo de días más simples. Por un momento, se permitió soñar: un desayuno tranquilo, risas compartidas, el calor de Enrique a su lado. ¿Así sería estar casada con él?, pensó, su corazón dando un vuelco ante la idea. Pero la sombra de la duda, esa voz que susurraba sobre mentirosos y ricos, la mantuvo anclada a la realidad, al dolor de una traición que aún ardía como una herida abierta.

Enrique entró en la cocina, su presencia llenando el espacio como una corriente eléctrica. Llevaba una camisa sencilla, pero su porte tenía una elegancia natural que desmentía su fachada de mesero. Se detuvo junto a la encimera, sus manos en los bolsillos, y la miró con una intensidad que la hizo contener el aliento.

—Me voy a trabajar —dijo, su voz baja, casi íntima, como si estuviera compartiendo un secreto.

Leonela lo observó, sus ojos trazando la línea de su mandíbula, el destello de sus ojos bajo la luz del sol. Quiso decir algo, detenerlo, pedirle que se quedara un momento más, pero las palabras se le atoraron en la garganta. En cambio, asintió, sus dedos apretando la taza con más fuerza de la necesaria, el calor del café quemándole las palmas.

Enrique, como si percibiera su lucha interna, dio un paso hacia ella y tomó su mano con una suavidad que contrastaba con la urgencia de su mirada. Sus dedos, cálidos y firmes, se entrelazaron con los de ella, y su voz se tiñó de curiosidad.

—¿Y tu anillo? —preguntó, señalando su mano desnuda.

Leonela se quedó helada, su mirada cayendo sobre su dedo vacío. Un rubor traicionero trepó por sus mejillas, y bajó la vista, como si el suelo pudiera ofrecerle una excusa. El recuerdo de aquel día fatídico regresó como una puñalada: el día de su boda, cuando Paul, su prometido, la había traicionado con Cassandra. Leonela, con el corazón lleno de esperanza, le había dado el anillo de su abuela a Paul, un gesto íntimo, un símbolo de su amor y del legado de su familia. “No compres otro”, le había dicho, su voz temblando de emoción. “Este anillo es mi abuela, es mi madre, es todo lo que soy”. Pero Paul, sin un ápice de vergüenza, se lo había arrancado de las manos cuando Leonela los descubrió juntos, sus cuerpos entrelazados en un rincón. Y Cassandra, con una crueldad que aún quemaba, había tomado el anillo de Leonela y lo había arrojado a la piscina, su risa resonando mientras el metal se hundía en el agua.

—Me siento… rara usándolo —admitió Leonela, su voz un murmullo, como si temiera que la verdad la traicionara—. No es que no me guste. Es precioso. Y valioso. Pero… —Hizo una pausa, sus ojos nublándose con el peso del recuerdo—. El anillo que tiró Cassandra, era todo lo que me quedaba de mi madre. Lo destiné a Paul porque creí que él… —Su voz se quebró, y apretó los labios, luchando contra las lágrimas—. Creí que él lo valoraría. Pero me traicionó con Cassandra, y ella lo tiró ese día al agua como si no significara basura.

Enrique frunció el ceño, su expresión oscilándose entre preocupación y una furia contenida que Leonela no pudo descifrar. En su mente, las palabras de ella resonaron, cada una un eco de su propio secreto.

—¿Sabes? —dijo, su voz cuidadosamente casual, aunque un leve temblor lo traicionó—. Ese fue el anillo de mi abuela. Gerania Enríquez, quien me crió.

Leonela parpadeó, sorprendida por la revelación. Sus ojos se posaron en el anillo, las letras brillando bajo la luz del sol que se colaba por la ventana, como si guardaran una historia que él no estaba listo para contar.

—¿Gerania Enríquez? —repitió, probando el nombre en su lengua, su curiosidad encendida—. Suena… importante. Como alguien que dejó una marca.

Enrique no respondió, su mirada esquivando la de ella por un instante. El silencio entre ellos se volvió denso, cargado de preguntas no pronunciadas. Leonela, sintiendo el cambio en el aire, dio un paso hacia él, su mano deteniéndolo antes de que alcanzara la puerta.




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