Un juego de engaños

Capítulo 8

El colchón comenzó a crujir bajo sus brincos, los resortes gritando en protesta.

—¡Oh, Enrique, sí! ¡Dámelo todo! —gritó, su voz un torbellino de exageración y diversión, cada palabra cargada de un desafío juguetón.

Enrique, conteniendo una carcajada, se unió al frenesí, golpeando la cabecera con fuerza.

—¡Yeah, nena, justo así! ¡Oh, sí! —rugió, sus ruidos tan absurdos que rozaban lo teatral, pero tan vivos que encendían el aire.

Afuera, Isadora, pegada a la puerta como una conspiradora, abrió los ojos hasta que parecieron salirse. ¡Dios santo, son bestias!, pensó, su mano temblando mientras marcaba a Cassandra, el celular casi resbalándosele.

—¿Tienes pruebas de que mienten? —espetó Cassandra.

—Todo lo contrario —susurró Isadora, acercando el teléfono a la puerta—. Escuche esto.

Los gritos resonaban, un crescendo de pasión fingida.

—¡Enrique, más! ¡Dámelo todo! —gritaba Leonela, su risa apenas contenida.

—¡Sí, nena, oh, yeah! —respondía Enrique, golpeando la cama con un ritmo frenético.

Cassandra, al otro lado de la línea, se quedó helada.

—¿Están… teniendo sexo? —balbuceó, su voz un torbellino de furia y envidia—. ¡No puede ser! ¡Son unos salvajes!

Isadora, con el celular pegado a la puerta, no sabía si reír o correr. Esto es una locura, pensó, mientras los gritos alcanzaban un clímax absurdo.

Dentro de la habitación, Leonela y Enrique se desplomaron en la cama, jadeando entre risas incontrolables. Ella se cubrió la boca, sus ojos brillando de pura diversión.

—Nos pasamos de lanza —dijo, su voz temblando de risa.

Enrique, con una sonrisa que era puro triunfo, se recostó a su lado, su respiración aún agitada.

—O fue una obra maestra —respondió, sus ojos clavados en los de ella, cargados de una complicidad que ardía como brasas—. Que Cassandra crea lo que quiera. Esto nos da el control.

Leonela lo miró, su risa desvaneciéndose en una intensidad nueva. Había algo en él, en esa mezcla de audacia y misterio, que la atraía como un imán. Pero también había una sombra, un secreto que danzaba en el borde de sus ojos.

Leonela sonreía, pero la duda seguía allí, un eco en su pecho. Un mes, pensó. Un mes para descubrir si eres mi salvación… o mi ruina.

Leonela, con el corazón aún latiendo al ritmo del beso robado y los gritos teatrales, se apartó de la cama, su cabello revuelto cayendo como una cascada oscura sobre sus hombros. El eco de su actuación —“¡Oh, Enrique, sí! ¡Dámelo todo!”— resonaba en su mente, y una risa traviesa curvó sus labios. Nos pasamos, pensó, pero la chispa de complicidad con Enrique ardía más fuerte que cualquier vergüenza, un incendio que amenazaba con consumirla.

Se ajustó la blusa, alisando las arrugas como si pudiera ordenar también el torbellino en su pecho, y salió al pasillo. El aire era fresco, impregnado del aroma a cera de piso y jazmín artificial, un perfume que disfrazaba la tensión que acechaba en cada esquina. Isadora estaba allí, inmóvil junto a un carrito de limpieza, su rostro una máscara de sorpresa y curiosidad insaciable. Sus ojos, agudos como los de un halcón, se clavaron en Leonela, buscando un resquicio para alimentar los chismes que Cassandra devoraría como un banquete envenenado.

Leonela, con una calma que escondía un desafío, se acercó hasta quedar a un paso de ella. Su voz, firme pero teñida de una dulzura cortante, rompió el silencio.

—Oye, Isadora —dijo, cruzando los brazos, su mirada un filo que no admitía réplica—. Desde ahora, quiero que te mantengas alejada de nuestro cuarto, ¿está claro?

Isadora parpadeó, su boca entreabierta como si las palabras se le hubieran atascado en la garganta. No respondió, pero su silencio fue una rendición, sus hombros hundiéndose ligeramente bajo el peso de la orden. Con un movimiento rápido, empujó el carrito y se alejó por el pasillo, el chirrido de las ruedas resonando como un eco de su retirada. Sin embargo, Leonela captó un destello en sus ojos, una mezcla de respeto y cálculo, como si Isadora estuviera reevaluando a quién serviría en esta guerra de secretos.

Satisfecha, Leonela regresó a la habitación, cerrando la puerta con un chasquido suave que selló el mundo exterior. Enrique estaba sentado en el borde de la cama, con una sonrisa pícara iluminando el cuarto como un faro en la tormenta. Sus ojos, brillantes bajo la luz del amanecer, la observaron con una mezcla de admiración y algo más profundo, algo que hizo que el pulso de Leonela se acelerara. Ella alzó una ceja, adoptando una pose teatral, sus manos en las caderas.

—¿Y bien? —preguntó, su voz vibrando con diversión—. ¿Qué tal mi actuación?

Enrique soltó una risa ligera, un sonido cálido que llenó el espacio como un abrazo. Se puso de pie y aplaudió lentamente, cada palmada resonando como un elogio silencioso, sus ojos nunca abandonando los de ella.

—Magistral —dijo, su tono cargado de satisfacción—. Una estrella digna de Broadway, Leonela. Isadora se lo creyó.

Leonela hizo una reverencia exagerada, su risa estallando como un fuego artificial.

—Gracias, gracias —respondió, inclinándose con un ademán burlón antes de enderezarse, su mirada suavizándose al encontrar la de él—. Admito que fue… divertido. Aunque creo que nos pasamos un poco con los gritos.

Enrique se acercó, su sonrisa torciéndose en un gesto travieso.

—¿Un poco? —bromeó, su voz baja, cargada de complicidad—. Creo que media colonia piensa que somos animales en celo.

Leonela puso los ojos en blanco, pero no pudo reprimir una risa. Por un instante, el peso de los secretos y las traiciones de Cassandra se desvaneció, dejando solo la chispa que crepitaba entre ellos, un fuego que era tan peligroso como adictivo.

La bandeja del desayuno, olvidada tras la interrupción de Isadora, seguía en la mesa, el aroma del café y los panecillos flotando como una promesa de normalidad. Leonela se dirigió a la cocina, un espacio íntimo con una ventana que dejaba entrar la luz dorada del amanecer. Se sirvió una taza de café, el vapor cálido acariciando su rostro, y tomó un bocado de un croissant, la mantequilla deshaciéndose en su lengua como un recuerdo de días más simples. Por un momento, se permitió soñar: un desayuno tranquilo, risas compartidas, el calor de Enrique a su lado. ¿Así sería estar casada con él?, pensó, su corazón dando un vuelco ante la idea. Pero la sombra de la duda, esa voz que susurraba sobre mentirosos y ricos, la mantuvo anclada a la realidad, al dolor de una traición que aún ardía como una herida abierta.




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