Un juego de engaños

Capítulo 9

Samara, ajena a la tormenta que desataba, movió los dedos hacia Leonela en un saludo desdeñoso, como si estuviera espantando un insecto.

—¿Y no vas a presentarme a tu… amiguita? —preguntó, su tono cargado de desdén, sus ojos evaluando a Leonela como si fuera una curiosidad pasajera.

El vestíbulo del hotel relucía bajo la luz de las lámparas de araña, pero el aire estaba cargado de una tensión que parecía a punto de estallar. Leonela, con el rostro encendido, dio un paso adelante, su voz cortando como un látigo.

—¿Por qué la agresión? —preguntó, sus ojos brillando con desafío mientras encaraba a Samara.

Samara ladeó la cabeza, su sonrisa torciéndose en algo cruel. Sus ojos, grises y fríos como el acero, recorrieron a Leonela de arriba abajo con un desprecio calculado.

—Enrique solo trabaja —dijo, su tono goteando veneno—. No es el tipo de hombre que sienta cabeza. Y mucho menos con alguien como .

Samara hizo una pausa, dejando que el insulto se asentara.

Leonela sintió el golpe, pero su furia se alzó como una marea, ahogando la humillación. Sus manos temblaban, los nudillos blanqueándose mientras apretaba los puños.

—¿Y eso qué significa? —espetó, su voz vibrando de indignación.

Samara alzó una ceja, su sonrisa afilándose como una navaja.

—Claramente, uno que se tiene que rebajar —respondió, cada palabra un dardo envenenado.

Enrique, con el rostro tenso, dio un paso adelante, su voz baja pero cargada de súplica.

—Samara, basta, por favor —dijo, sus ojos destellando con una advertencia que ella ignoró por completo.

Samara se inclinó hacia él, su voz un susurro teatral que resonó en el vestíbulo.

—Tal vez ya sea imposible encontrar a alguien que no sea una zorra y te ponga a gastar —dijo, su mirada deslizándose hacia Leonela con una mezcla de burla y desafío.

Leonela, con el corazón galopando, sintió la furia estallar en su pecho. El insulto era un eco de algo más antiguo, algo que no entendía del todo pero que dolía como una herida abierta.

—¿De qué carajos estás hablando? —espetó, su voz un rugido contenido—. ¿Por qué utilizaría a Enrique por su dinero?

Enrique palideció, su respiración volviéndose superficial. Se le escapará que soy el dueño del hotel, pensó, su mente un torbellino de miedo. Había construido esta mentira con cuidado, tejiendo una fachada de humildad para protegerse, para cumplir la última voluntad de su abuela: encontrar a alguien que lo amara por quien era, no por su fortuna. Pero ahora, con Samara frente a él, esa fachada temblaba como un castillo de naipes.

—Sabes, Samara, tú y yo deberíamos hablar —dijo Enrique, su tono firme, no admitiendo discusión—. A solas.

Samara alzó una ceja, su sonrisa torciéndose en una mezcla de diversión y desafío.

—¿Enrique? —dijo, su voz goteando incredulidad—. ¿Vas a dejar que me hable así? Te recuerdo que soy una huésped distinguida de este hotel. Y el huésped siempre tiene la razón.

Leonela, con la furia ardiendo en sus venas, dio un paso hacia ella. Su risa amarga se transformó en un desafío puro.

—Serás muy distinguida —dijo, su voz baja pero cargada de veneno—. Pero yo no trabajo en este hotel. Así que puedo hacer esto.

Sin previo aviso, su mano voló, y una cachetada resonó en el vestíbulo, el sonido cortando el aire como un trueno. Samara retrocedió, su mejilla enrojecida, sus ojos abiertos de par en par por la sorpresa. Por un instante, el silencio fue absoluto, como si el mundo contuviera el aliento.

—¡Tú… larva insignificante! —gritó Samara, su voz temblando de furia, su compostura resquebrajándose.

Leonela, con los ojos brillando de rabia, se acercó aún más, su dedo rozando el brazo de Samara con un gesto deliberado, como si tocara algo repugnante. Samara se estremeció, retrocediendo con una mueca de asco.

—Estoy harta de que gente como tú trate a los demás como basura —espetó Leonela, su voz un filo que cortaba el aire.

Samara, recuperando el control, soltó una risa burlona, sus ojos destellando con una crueldad que recordaba a otra mujer, una sombra del pasado de Enrique.

—Exijo que esta mujer sea expulsada del hotel ahora mismo —dijo, su voz resonando con autoridad—. ¡De inmediato!

Leonela, con una calma gélida, esbozó una sonrisa afilada.

—No te preocupes —dijo, su tono cargado de desafío—. No hace falta. Yo solita me retiro.

Enrique, mudo, pálido, seguía en shock, su mente un torbellino de miedo y desesperación. Leonela lo miró, su furia suavizándose por un instante, pero sus ojos seguían ardiendo con una mezcla de dolor y traición. Sin decir más, giró sobre sus talones y se dirigió hacia la salida, su figura recortada contra la luz del sol que se derramaba por las puertas de cristal.

Samara, aún frotándose la mejilla, miró a Enrique con una mezcla de incredulidad y diversión.

—¿Enrique, qué diablos le pasa a tu noviecita de fin de semana? —preguntó, su voz teñida de burla.

Enrique, con el rostro tenso, bajó la voz, sus palabras un susurro urgente.

—Ella no sabe la verdad —admitió, sus ojos claros buscando los de Samara con una súplica silenciosa—. Cree que soy un empleado del hotel.

Samara parpadeó, y luego soltó una carcajada, un sonido que era tanto incredulidad como deleite.

—¿Un empleado? —repitió, sus ojos brillando con diversión—. ¿Estás bien?

—Es una larga historia —dijo Enrique, su voz baja, casi rota—. Te ruego que, si la vuelves a ver, no le digas la verdad. Necesito concluir un negocio. Fue… la última voluntad de mi abuela.

Samara ladeó la cabeza, su expresión oscilándose entre confusión y curiosidad. Pero detrás de sus ojos grises, algo más oscuro se agitaba, un eco de los viejos tiempos, cuando sus familias los habían unido con promesas de alianzas y futuros compartidos.

Enrique y Samara habían sido una pareja alguna vez, aunque nunca por elección propia. Sus padres, potentados de mundos paralelos —los de Enrique en la hotelería, los de Samara en bienes raíces—, habían orquestado su relación como si fuera una fusión corporativa. Durante su adolescencia, los veranos en la costa, las cenas de gala y las vacaciones en yates los habían empujado juntos, tejiendo una ilusión de amor que nunca llegó a cuajar. Enrique, joven y obediente, había intentado quererla, pero siempre había sentido que Samara lo veía como un trofeo, no como un hombre.




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