Un juego de engaños

Capitulo 10

En el torbellino de lujo del vestíbulo del hotel, de pronto se impregna de sombras emocionales. Leonela navega en un romance naciente, pero es asediado por fantasmas del pasado de Enrique, cuestionando si su amor es genuino o solo un espejismo en un mundo de apariencias. La tormenta interna de dudas germina, prometiendo conflictos que podrían fortalecer o destruir su vínculo.

Una voz aguda y teatral cortó el aire.

—¡Enrique! —gritó una mujer, su tono cargado de una familiaridad que hizo que el corazón de Leonela se detuviera.

Una figura emergió del gentío del vestíbulo, su presencia era tan imponente como un huracán. Samara, alta, con el cabello negro azabache cayendo en lacio perfecto y un vestido que parecía diseñado para deslumbrar, se acercó con pasos seguros, sus tacones resonando como disparos. Sus ojos, de un gris frío, se posaron en Enrique con una mezcla de reproche y diversión.

—¿Vuelves de Italia y no me llamas? —dijo, su voz goteando sarcasmo, mientras se detenía frente a él, ignorando por completo a Leonela.

La tensión estalla cuando Samara, irrumpe con una figura de elegancia gélida y belleza arquitectónica: alta, rígida, con un vestido verde aceituna que acentúa su postura impecable y ojos grises afilados como cuchillas. Sin fanfarria, se integra al espacio que ahora le pertenece a Leonela. Samara, ajena a la tormenta que desataba, movió los dedos hacia Leonela en un saludo desdeñoso, como si estuviera espantando un insecto.

Enrique palideció, su rostro tenso, sus manos apretándose en puños dentro de sus bolsillos. Demonios, su mente un torbellino. No ahora, Samara. No aquí. Leonela, a su lado, observaba la escena con una mezcla de incredulidad y una risa amarga que comenzaba a formarse en sus labios.

—¿Y no vas a presentarme a tu… amiguita? —preguntó, su tono cargado de desdén, sus ojos evaluando a Leonela como si fuera una curiosidad pasajera.

Con la aparición de Samara, el aire se carga de una tensión que parecía a punto de estallar. Leonela, con el rostro encendido, dio un paso adelante, su voz cortando como un látigo. Su presencia estalla en un reclamo silencioso.

—¿A qué se debe la agresión? —preguntó, sus ojos brillando con desafío mientras encaraba a Samara.

Samara ladeó la cabeza, su sonrisa torciéndose en algo cruel. Sus ojos, fríos como el acero, recorrieron a Leonela de arriba abajo con un desprecio calculado.

—Enrique es puro trabajo —dijo, su tono goteando veneno—. No es el tipo de hombre que sienta cabeza. Y mucho menos con alguien como .

Samara hizo una pausa, dejando que el insulto se asentara.

Leonela sintió el golpe, pero su furia se alzó como una marea, ahogando la humillación. Sus manos temblaban, los nudillos blanqueándose mientras apretaba los puños.

—¿Y eso qué significa? —espetó, su voz vibrando de indignación.

Samara alzó una ceja, su sonrisa afilándose como una navaja.

—Claramente, uno que se tiene que rebajar al cruzar palabra con la plebe —respondió, cada palabra un dardo envenenado.

Enrique, con el rostro tenso, dio un paso adelante, su voz baja pero cargada de súplica.

—Samara, basta, por favor —dijo, sus ojos destellando con una advertencia que ella ignoró por completo.

Samara se inclinó hacia él, su voz un susurro teatral que resonó en el vestíbulo.

—Tal vez ya sea imposible encontrar a alguien que no sea una zorra y te ponga a gastar —dijo, su mirada deslizándose hacia Leonela con una mezcla de burla y desafío.

Leonela, con el corazón galopando, sintió la furia estallar en su pecho. El insulto era un eco de algo más antiguo, algo que no entendía del todo pero que dolía como una herida abierta.

—¿De qué carajos estás hablando? —espetó, su voz un rugido contenido—. ¿Por qué utilizaría a Enrique por su dinero?

Enrique palideció, su respiración volviéndose superficial. Se le escapará que soy el dueño del hotel, pensó, su mente un torbellino de miedo. Había construido esta mentira con cuidado, tejiendo una fachada de humildad para protegerse, para cumplir la última voluntad de su abuela: encontrar a alguien que amara a su persona, no por su fortuna. Pero ahora, con Samara frente a él, esa fachada temblaba como un castillo de naipes.

—Sabes, Samara, tú y yo deberíamos hablar —dijo Enrique, su tono firme, no admitiendo discusión—. A solas.

Samara alzó una ceja, su sonrisa torciéndose en una mezcla de diversión y desafío.

—¿Enrique? —dijo, su voz goteando incredulidad—. ¿Vas a dejar que una simple empleada me hable así? Te recuerdo que soy una huésped distinguida de este hotel. Y el huésped siempre tiene la razón.

Leonela, con la furia ardiendo en sus venas, dio un paso hacia ella. Su risa amarga se transformó en un desafío puro.

—Serás muy distinguida —dijo, su voz baja pero cargada de veneno—. Pero yo no trabajo en este hotel. Así que puedo hacer esto.

Sin previo aviso, su mano voló, y una cachetada resonó en el vestíbulo, el sonido cortando el aire como un trueno. Samara retrocedió, su mejilla enrojecida, sus ojos abiertos de par en par por la sorpresa. Por un instante, el silencio fue absoluto, como si el mundo contuviera el aliento.

—¡Tú… larva insignificante! —gritó Samara, su voz temblando de furia, su compostura resquebrajándose.

Leonela, con los ojos brillando de rabia, se acercó aún más, su dedo rozando el brazo de Samara con un gesto deliberado, como si tocara algo repugnante. Samara se estremeció, retrocediendo con una mueca de asco.

—Estoy harta de que gente como tú trate a los demás como basura —espetó Leonela, su voz un filo que cortaba el aire.

Samara, recuperando el control, soltó una risa burlona, sus ojos destellando con una crueldad que recordaba a otra mujer, una sombra del pasado de Enrique.

—Exijo que esta mujer sea expulsada del hotel ahora mismo —dijo, su voz resonando con autoridad—. ¡De inmediato!




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.