Un juego de engaños

Capitulo 10

Bajo el sol abrasador, Leonela esperaba junto a la fuente del hotel, su rostro una máscara de furia contenida. Samara, con su mirada cargada de desprecio, había hablado de Enrique como si lo conociera de toda la vida. Las uñas de Leonela se clavaban en sus palmas, un recordatorio punzante de la humillación que aún le quemaba el alma, avivada por el eco de la cachetada que le había propinado a Samara y las palabras crueles de aquella mujer. La duda, como una sombra insidiosa, crecía en su pecho, mientras su mirada se perdía en el reflejo del agua de la fuente, buscando respuestas que se negaban a surgir.

Enrique emergió del hotel, su figura recortada contra las puertas de cristal, sus ojos brillando con una mezcla de súplica y determinación. Sus pasos eran vacilantes, como si el suelo pudiera desmoronarse bajo él. La fuente, con su murmullo constante, parecía ahora el escenario perfecto para renegociar los términos de su frágil acuerdo.

—Leonela —dijo, su voz baja, casi un murmullo, cargada de urgencia—. Lo siento. Samara… es una mujer agresiva. No quería que esto pasara.

Leonela alzó una ceja, su furia suavizándose, pero no del todo. Sus ojos oscuros escudriñaron los de él, buscando la verdad tras su fachada de mesero humilde.

—¿En serio? —replicó, su tono afilado—. No parecía solo una mujer agresiva, Enrique. Parecía alguien que te conoce demasiado bien.

Enrique tragó saliva, su rostro tenso. Demonio, pensó, su mente un torbellino. Samara no era una simple conocida; su ambición, tan afilada como su lengua, la convertía en una amenaza. Sabía más de lo que decía, y su risa burlona sugería que ya estaba tejiendo alianzas para destruir la delicada relación que él había construido con Leonela.

—No es así —insistió Enrique, su voz firme, aunque su corazón latía desbocado—. Samara no es importante en mi vida. Además… —Hizo una pausa, sus ojos suavizándose con una verdad que no podía pronunciar—. Lo nuestro es un trato, ¿no? Samara no debería importarte.

Leonela lo miró, su corazón dividido entre los términos de su acuerdo fingido y el amor que, contra su voluntad, crecía en su pecho.

—Está bien —dijo finalmente, su voz suave pero cargada de cautela—. Pero no más sorpresas, Enrique. No soporto más… mentiras.

Enrique asintió, el peso de sus secretos apretándole el pecho como una cadena. Quiso confesar, pero las palabras se le atoraron. En cambio, extendió la mano, sus dedos rozando los de ella con una suavidad que era súplica y promesa a la vez.

—Vamos a casa —dijo, su voz baja, cargada de una intensidad que aceleró el pulso de Leonela—. Vi una botella de vino en la cocina.

Leonela dudó, pero la chispa en los ojos de Enrique, esa mezcla de misterio y devoción, la atrajo como un imán. Asintió, y juntos se dirigieron a la casa de Leonela, un refugio modesto lejos del lujo opresivo del hotel.

La casa de Leonela era su santuario, un espacio donde las paredes parecían absorber sus secretos. Enrique, de pie junto a la encimera, la observaba con una intensidad que era tanto hambre como reverencia, sus ojos devorándola como si fuera la única verdad en un mundo de mentiras.

—Eres un encanto —murmuró, su voz un ronco susurro, cargada de una pasión que hizo temblar el aire.

Leonela alzó la vista, sus labios entreabiertos. Antes de que pudiera responder, Enrique dio un paso hacia ella, sus manos encontrando las suyas, sus dedos entrelazándose con una urgencia que hizo crepitar el espacio entre ellos. Se acercó con movimientos deliberados, como tejiendo un hechizo. Sus dedos, cálidos y firmes, comenzaron a desabotonar la blusa de Leonela, cada botón un susurro en el silencio, la tela abriéndose para revelar un brasier de encaje beige que abrazaba su piel como una sombra. El aliento de Enrique se detuvo, sus ojos oscureciéndose con deseo.

—Eres hermosa, Leonela —susurró, su voz temblando mientras acercaba sus labios a los de ella.

Leonela, atrapada en una bruma de deseo, entrelazó sus dedos en el cabello de él, atrayéndolo en un beso profundo, evocador, que sabía a vino tinto y desesperación. Sus bocas danzaban en una batalla de pasión, cada roce encendiendo chispas que amenazaban con incendiar la habitación. El mármol frío bajo sus caderas contrastaba con el calor de sus cuerpos, y por un instante, el mundo —Samara, Cassandra, los secretos— se desvaneció, dejando solo el latido furioso de sus corazones.

Enrique, con un gruñido bajo, la levantó en sus brazos, sus manos firmes sosteniéndola como un tesoro frágil. La llevó a la habitación, sus pasos resonando en el suelo de madera, donde los zapatos de Leonela y la corbata de Enrique cayeron como ofrendas al caos. El vestido de Leonela se deslizó por sus muslos mientras él la depositaba en la cama, sus labios encontrando los de ella con una desesperación casi dolorosa. Leonela, con manos temblorosas y cada vez más pesadas, desabotonó la camisa de Enrique, sus dedos trazando su pecho con una devoción que rayaba en la locura.

Enrique, con la respiración agitada, se detuvo, sus ojos buscando los de ella en la penumbra. Notó la languidez en su mirada, el leve tambaleo de sus movimientos, y una alarma se encendió en su mente.

Enrique la miró, atrapado entre el deseo y la culpa. Desearía que fuera real, pensó. Ojalá realmente me casara con ella. Tengo que decirle que la amo. Pero antes de que las palabras pudieran escapar, Leonela dio un paso atrás, su expresión endureciéndose. Sacó una carpeta de su bolso, su gesto calculado, como si hubiera ensayado el momento.

—Firmaste un acuerdo con mi padre —dijo, entregándole la carpeta con una calma que escondía una tormenta—, pero este es un nuevo entre nosotros. Si vamos a fingir este matrimonio, ambos necesitamos pactar el divorcio.

Enrique frunció el ceño, desconcertado por el cambio repentino en su tono. Tomó la carpeta, sus dedos rozando los de ella por un instante que quemó como una chispa.




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