Los pasos de Leonela resonaban en los pasillos pulidos del Hotel Esmeralda. Perdida en sus pensamientos, no vio al hombre que venía de frente hasta que chocó contra su hombro, el impacto sacudiéndola como un relámpago.
—¡Hey, idiota! —espetó una voz cortante, cargada de arrogancia.
Leonela alzó la vista, su corazón deteniéndose al reconocer a Paul, su antiguo prometido. Su presencia era un puñal reabriendo una herida mal cerrada. Con su traje impecable y esa sonrisa engreída que ella había odiado y amado a partes iguales, Paul la miró, sus ojos destellando con sorpresa, como si el destino hubiera decidido saldar cuentas.
—Leonela —dijo, suavizando el tono, pero con un dejo burlón que la hizo apretar los puños—. Sabes que no se compara conmigo, ¿verdad?
Ella dio un paso atrás, su voz fría como el hielo.
—No me hagas hablar —espetó, su mirada cortante, dispuesta a dejarlo atrás.
Paul, con una risa baja, bloqueó su camino, su postura relajada pero calculadora, como un depredador midiendo a su presa.
—¿Dónde está el muerto de hambre? —preguntó, su tono goteando desprecio—. ¿Te plantó? ¿O ya terminaron?
Leonela sintió la furia subirle por la garganta, pero se obligó a mantener la compostura, sus ojos oscuros brillando con desafío.
—Tú sí me dejaste, Paul —dijo, su voz temblando de rabia contenida.
El recuerdo de aquel día —Paul arrancándole el anillo de su abuela, entregándoselo a Cassandra mientras sus risas la destrozaban— le quemaba el pecho como ácido.
Paul soltó una carcajada cruel, un sonido que resonó en el pasillo como un eco de su traición. Se acercó, su mano alcanzando su brazo en un jalón que la hizo retroceder.
—¿Y qué si me arrepiento? —dijo, su voz baja, cargada de una falsa sinceridad que la repugnó—. Sabes que el mío es más grande que el suyo, Leonela. —Su sonrisa se torció, sus ojos recorriéndola con una posesividad que la hizo estremecerse de asco—. Deberíamos intentarlo de nuevo, tú y yo.
Leonela se liberó de su agarre con un movimiento brusco, su voz un rugido contenido.
—Me das asco —espetó, sus ojos destellando con una furia que amenazaba con desbordarse—. Vas a casarte con Cassandra, ¿lo olvidas?
Paul rió, el sonido resonando como un látigo.
—Y tú sabes que eso no me detiene —dijo, su tono cargado de cinismo—. Cassandra es como tú: un escalón más para el negocio. Aunque… —Hizo una pausa, su sonrisa afilándose como una cuchilla—. Ella es algo más manejable. Vamos, Leonela. Sé que aún mueres por mí.
Las palabras cortaron como vidrio roto, reabriendo heridas que Leonela creía cicatrizadas. Paul extendió una mano hacia su rostro, sus dedos rozando el aire con una arrogancia que la hizo hervir. En un destello de furia, Leonela lo empujó con fuerza, su mano golpeando su rostro con un chasquido que resonó en el pasillo.
Paul retrocedió, llevándose una mano a la mejilla, sus ojos encendidos de rabia.
—¡Maldita perra! —gruñó, levantando el puño con la intención de golpearla.
Leonela se tensó, preparándose para el impacto, su corazón latiendo como un tambor. Pero antes de que el golpe cayera, una mano fuerte interceptó el brazo de Paul. Enrique apareció como una sombra, sus ojos llameando con una furia contenida. Sin soltar el brazo de Paul, lo empujó contra la pared, su voz baja pero afilada como una navaja.
—Ni se te ocurra tocar a Leonela, imbécil —dijo, cada palabra cargada de amenaza.
Paul, recuperándose, soltó una risa desdeñosa, aunque el dolor en su rostro traicionaba su bravuconería.
—Toda tuya —escupió, ajustándose el traje—. Espero disfrutes mis sobras.
El insulto fue un detonante. Enrique, con un movimiento rápido y preciso, estrelló su puño contra la cara de Paul, el impacto resonando como un trueno. Paul se tambaleó, llevándose una mano a la mejilla, donde una marca roja comenzaba a formarse.
—¡Me dejaste una herida! —gritó, su voz quebrándose de indignación—. ¡No puedo ir con heridas a mi boda!
Enrique, con una calma gélida, lo miró de arriba abajo.
—Por suerte no tienes nada —dijo, su tono cortante—. Déjala en paz, Paul. Es la última vez que te lo advierto.
Paul, recuperando su arrogancia, dio un paso hacia él, su sonrisa torcida.
—¿O qué? —se burló—. ¿Llamarás a tus amigos meseros para que me lancen comida? ¿Qué vas a hacer tú, don nadie?
Enrique no pestañeó. Con una autoridad que hizo que el aire en el pasillo se volviera denso, alzó una mano, y como si hubiera dado una orden silenciosa, dos guardias de seguridad del hotel aparecieron al fondo del corredor.
—Sáquenlo del hotel —dijo Enrique, su voz firme, como si el lugar le perteneciera—. Ahora.
Paul palideció, su bravuconería desmoronándose.
—¿De qué hablas? —balbuceó—. ¡Es mi boda, pendejo!
Enrique lo miró, una chispa de misterio brillando en sus ojos.
—Realmente es mi boda —dijo, su tono cargado de una certeza que dejó a Leonela sin aliento.
Los guardias se acercaron, flanqueando a Paul.
—¡No! ¡Oye! —protestó él, forcejeando mientras lo arrastraban hacia la salida, su voz perdiéndose en el eco del pasillo.
Leonela, con el corazón acelerado, se volvió hacia Enrique, pero antes de que pudiera hablar, él se acercó, su rostro suavizándose, aunque sus ojos seguían cargados de una tormenta contenida.
—Sobre anoche… —empezó Enrique, su voz vacilante, como si temiera romper algo frágil.
Leonela alzó una mano, deteniéndolo.
—Tranquilo —dijo, su tono firme pero teñido de cansancio—. Nos dejamos llevar. Sigamos con el plan: nos casamos, tú recibes tu pago, yo consigo la empresa, y nos divorciamos en tres meses. Es un buen plan.
Enrique la miró, sus ojos buscando los suyos con una intensidad que la desarmó.
—No quiero que sea solo un plan —dijo, su voz baja, casi un ruego—. Leonela, te amo.
Ella parpadeó, el mundo deteniéndose por un instante.
—¿Tú… qué? —susurró, su voz temblando, atrapada entre la incredulidad y un anhelo que no quería admitir.
Editado: 30.06.2025