En el jardín del Hotel Esmeralda, bajo la luz plateada de la luna, las sombras de los cipreses se alargaban como dedos conspiradores. Cassandra, con su vestido negro ceñido y una sonrisa que destilaba veneno, se acercó a Samara, que aguardaba junto a una fuente, el agua susurrando secretos que ninguna de las dos compartiría. Los tacones de Cassandra resonaban con precisión sobre el empedrado, cada paso un eco de su determinación.
—Es hora de iniciar —dijo Cassandra, su voz baja, cargada de una certeza afilada—. Antes de que caiga la noche, tendremos lo que queremos.
Samara alzó una ceja, sus labios curvándose en una sonrisa cómplice. Cassandra, con un movimiento rápido, deslizó una mano bajo su escote y extrajo un sobre transparente que contenía una pastilla verde, brillante como un mal augurio. Lo extendió hacia Samara, cuyos ojos se iluminaron con una mezcla de codicia y emoción.
—Es un placer hacer negocios contigo —respondió Samara, su voz melosa pero cargada de una malicia que hacía eco en la noche.
Tomó el sobre, sus dedos rozando el plástico con reverencia, como si sostuviera la llave de un reino.
En el interior del hotel, los pasillos brillaban bajo la luz cálida de los candelabros, y el murmullo del restaurante se desvanecía en la distancia. Enrique, con su traje impecable y una tensión apenas disimulada en los hombros, se acercó a Ignacio, un empleado del hotel cuya discreción era tan confiable como el tictac de un reloj suizo.
—Lleva velas y champán a la habitación del penthouse de Leonela —ordenó Enrique, su voz firme pero baja, como si temiera que las paredes escucharan—. Lo más rápido posible.
Ignacio asintió, sus ojos esquivando los de Enrique con una mezcla de respeto y cautela.
—Sí, señor —murmuró, y se alejó con pasos rápidos, perdiéndose en el laberinto de pasillos.
Enrique exhaló, pasándose una mano por el cabello, pero su alivio duró poco. Una figura emergió de las sombras, su perfume dulzón precediéndola como una advertencia. Samara, con un vestido rojo que parecía arder contra su piel, sostenía dos copas de vino espumoso, las burbujas danzando como promesas rotas.
—¿Enrique? —dijo, su voz un ronroneo que escondía una daga—. Hablemos un poco.
Él agachó la cabeza, un escalofrío recorriéndole la espalda. Samara era un torbellino de arrogancia y manipulación, y su presencia le revolvía el estómago.
—Ahora no, Samara —respondió, su tono cortante, intentando mantener la distancia.
—Solo un trago. Nada más —insistió ella, acercándose con una sonrisa que no llegaba a sus ojos.
—En serio, no puedo —replicó Enrique, su paciencia al borde del colapso.
Samara se irguió, su máscara de encanto cayendo para revelar la altanería que la definía.
—Un trago —espetó, su voz endureciéndose—, o le digo a tu querida novia y a todos los presentes quién eres en realidad.
Enrique apretó los puños, sus ojos relampagueando con una mezcla de furia y resignación. Sabía que Samara no bromeaba; su veneno era tan preciso como un bisturí.
—Un trago y te vas —cedió, arrancándole la copa de la mano con un movimiento brusco.
Samara sonrió, satisfecha, sus labios rojos curvándose como los de un gato que ha atrapado a su presa.
—Eso es todo lo que pido —dijo, su tono burlón mientras alzaba su copa en un brindis forzado.
Enrique la miró con desdén, pero antes de beber, una chispa de cautela lo detuvo.
—Espera —dijo, su voz tensa—. Vamos a otro sitio. No quiero hacer esto aquí.
Samara arqueó una ceja, divertida, pero asintió, siguiendo a Enrique con pasos felinos. No quería levantar sospechas, no cuando estaba tan cerca de su objetivo. Si Enrique se ponía difícil, el penthouse, con su aislamiento y su lujo, sería el escenario perfecto para su jugada.
El penthouse de Leonela era un sueño de opulencia. Velas parpadeantes arrojaban sombras danzantes sobre las paredes, el champán descansaba en un cubo de hielo que brillaba como diamantes, y pétalos de rosa esparcidos sobre la cama susurraban promesas de una noche inolvidable. La ciudad, visible a través de los ventanales, titilaba como un océano de estrellas.
Enrique, de pie en el centro de la habitación, cruzó los brazos, su paciencia agotada.
—Muy bien, ¿y ahora qué? —espetó—. Tengo prisa, Samara. Dime qué buscas.
Samara dio un paso hacia él, su sonrisa traviesa mientras jugaba con el borde de su copa.
—Oh, vamos, Enrique. Sabes que eres… tú —dijo, su voz cargada de insinuación.
Con un movimiento provocador, tiró de su corbata, acercándose como si buscara encender una chispa que nunca había existido.
Enrique se apartó con brusquedad, sus ojos llameando.
—Ni lo pienses —gruñó, su voz un muro de acero.
Samara retrocedió, su rostro endureciéndose, pero no se dio por vencida.
—Escucha, no necesitas contarle la verdad a Leonela —dijo, su tono ahora más frío, calculador—. Ella lo sabrá en cuestión de minutos.
Samara frunció el ceño, confundida.
—¿De qué hablas?
Samara, entendió todo pero alzó su copa, chocándola contra la de él en un brindis forzado.
—Felicidades, Enrique —dijo, su voz goteando sarcasmo—. Que sean felices.
Harto de sus juegos, Enrique se llevó la copa a los labios y bebió de un trago, ansioso por terminar con aquello. Samara lo observó, sus ojos brillando con un triunfo silencioso. En su mente, recordó el momento en el jardín, cuando disolvió la pastilla verde de Cassandra en el vino, batiéndolo hasta que no quedó rastro. Bebió su propia copa, saboreando la victoria.
—Te dije que solo un trago —espetó Enrique, señalando la puerta—. Vete.
Samara soltó una risa sardónica, apoyándose contra el marco de la puerta con una calma que helaba la sangre.
—Veo que eres impaciente, Enrique. Lo mejor apenas comienza.
—¿De qué hablas? —preguntó él, pero las palabras apenas salieron de su boca cuando una oleada de calor lo envolvió.
Editado: 30.07.2025