Un juego de engaños

Capitulo 12

La carpeta, se convirtió en un símbolo de acuerdos fríos y promesas rotas, pesaba entre ellos como una barrera que ninguno estaba seguro de querer derribar.

Enrique, con el corazón acelerado, retrocedió. La imagen de su exnovia y sus intrigas cruzó su mente, pero esto era diferente, más cercano, más personal.

—No puedo hacer esto —dijo, su voz quebrándose mientras se levantaba, recogiendo su corbata y zapatos con movimientos rápidos—. Lo siento, Leonela.

Ella lo miró, sus ojos nublados por el sedante de uva fermentada, una mezcla de confusión y deseo frustrado cruzando su rostro.

—¿Enrique? —susurró, pero él ya estaba en la puerta, su figura recortada contra el marco.

—Descansa —dijo, su voz apenas audible, cargada de dolor y determinación—. Mañana volvemos a la rutina de fingir.

El chasquido de la puerta resonó como un disparo en el silencio. El anillo de la abuela de Enrique, sobre la mesita de noche, brillaba bajo la luz de la luna, un recordatorio de las promesas rotas y los secretos que aún la aguardaban. En su último pensamiento consciente, un susurro escapó de sus labios:

—Yo no estaba fingiendo —susurró, su voz un grito ahogado que se perdió en la penumbra, una confesión que nadie escuchó.

Un sol radiante se coló en la habitación, arrancando a Leonela de un sueño denso, como si el océano la hubiera sumergido en sus profundidades más oscuras. Parpadeó, desorientada, un dolor de cabeza martilleándole las sienes como un eco. El reloj en la mesita marcaba las 10:45 de la mañana, y el pánico la atravesó como un relámpago.

—¡Maldición! —gritó, saltando de la cama, a sus pies el vestido azul medianoche arrugado testigo de un lienzo roto de la noche anterior.

La presentación con la inversora, el momento que definiría el destino del Consorcio Eras, comenzaba en quince minutos. Su cabello era un torbellino, y su mente, nublada, luchaba por aferrarse a la claridad. Era un desastre, pero el fuego en su pecho —avivado por los trucos de Cassandra, la crueldad de Paul, y la chispa indomable de Enrique— no la dejaría rendirse.

En la sala de conferencias, el aire era un campo de minas, cargado de ambiciones y vileza. Ricardo y Elena, sentados en primera fila, sus manos crispadas como si pudieran contener el peso de su legado; ella, con una mueca de impaciencia y esperanza en su retoño. En el escenario, Cassandra, dominaba la sala con una autoridad venenosa. Su voz cortaba el aire como un bisturí, cada palabra un dardo dirigido al corazón del futuro del Consorcio. Paul, su prometido, aplaudía desde las sombras con la devoción de un cortesano.

—Reducir sueldos y aumentar precios es la clave —declaró Cassandra, su tono afilado como navaja—. El Consorcio Eras será un titán si priorizamos el dinero. ¿No es eso lo que importa?

El público, intercambió miradas de desconcierto. Elena asintió con fervor, pero Ricardo, con las manos apretadas, murmuró:

—Esto es un desastre. ¿Dónde está Leonela?

Cassandra, oliendo la victoria, alzó la barbilla, su sonrisa una daga envuelta en seda.

—Leonela no está porque tiene resaca —siseó Elena, su tono destilando desprecio.

En la última fila, Enrique miraba su reloj, la ansiedad royéndole las entrañas como un lobo hambriento. La escena del clericot relució en su mente: la sonrisa venenosa de Isadora, el brillo malicioso en sus ojos al pedir con vehemencia prepararlo. La bebida, pensó, y sin dudarlo, salió corriendo hacia la casa, su corazón latiendo como un tambor de guerra.

En la habitación de Leonela, el caos era un huracán. Ella, desesperada, revolvía un armario en busca de los tacones que completaban su armadura, tropezando en su prisa, el pánico apretándole el pecho como una garra. Justo cuando estaba a punto de caer, Enrique irrumpió, atrapándola en sus brazos con un movimiento que parecía coreografiado por el destino. Sus ojos se encontraron, y por un instante, el mundo se detuvo, el caos silenciado por la intensidad de su mirada.

—Isadora te drogó —dijo, su voz urgente, sus manos firmes sosteniéndola como un ancla en la tormenta—. El vehículo está afuera aguardando por ti. Vamos.

Desde el pasillo, Isadora soltó una risita que era puro veneno, su silueta recortada contra la luz del corredor como una sombra maligna.

—Con este tráfico, no llegarán —dijo, cruzada de brazos, su voz goteando desprecio.

Al confesar su traición, Leonela la fulminó con una mirada que podía incendiar el mármol.

—Lo haremos —replicó, su tono cortante como el filo de una espada—. Isadora, estás despedida.

Sin esperar respuesta, Enrique tomó la mano de Leonela y la arrastró hacia la salida. Afuera, una camioneta negra relucía bajo el sol, su diseño elegante y su motor rugiendo con una promesa de velocidad. Leonela, aún aturdida, frunció el ceño.

—¿De dónde sacaste esto? —preguntó, su mirada fija en el vehículo, un destello de familiaridad encendiéndose en su mente.

Enrique, esquivando sus ojos, improvisó:

—Soy amigo del chofer del hotel. Sube.

Leonela, con la duda royéndole pero sin tiempo para protestar, subió al vehículo. La camioneta arrancó, descubriendo la habilidad de Enrique para acortar el tráfico.

La sala de conferencias del Consorcio Eras era un coliseo de ambiciones cruzadas. Cassandra, en el centro del escenario, estaba a punto de clavar su estandarte cuando las puertas se abrieron con un estruendo. Leonela irrumpió, el vestido azul medianoche abrazando su figura como una armadura forjada en la noche, portando un collar sencillo pero lo suficientemente brillante como un faro bajo las luces. Su cabello, ligeramente desordenado, no restaba fuerza a su presencia; al contrario, le daba un aire de urgencia, de una guerrera que había desafiado al destino para estar allí. Enrique, a su lado, era su sombra y su escudo, su mirada fija en ella como si pudiera sostenerla con la fuerza de su voluntad.

Cassandra, por un instante, perdió su máscara de hielo, sus labios apretándose en una línea fina.




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