Los murmullos del restaurante del Hotel Esmeralda se mezclaban con el tintineo de copas y el roce de cubiertos. Leonela, sentada en una mesa apartada, tamborileaba los dedos sobre la mesa, su mirada fija en el reloj que brillaba en la muñeca de Enrique, al otro lado del salón. Él conversaba animadamente con un grupo de empleados, su risa fácil y sus gestos relajados, como si el mundo entero estuviera a sus pies. Su traje, impecablemente cortado, parecía gritar una verdad que Leonela no quería escuchar.
Samara, la saludó y se sentó frente a ella, inclinó la cabeza con una sonrisa afilada, como si pudiera leerle el pensamiento. Sus ojos, astutos y fríos, destellaban con un brillo que prometía problemas.
—¿Sabes quién es en realidad, Leonela? —dijo Samara, su voz baja, casi un susurro, cargada de veneno disfrazado de preocupación.
Leonela frunció el ceño, su atención dividida entre las palabras de Samara y la imagen de Enrique, que ahora bromeaba con un mesero, su soltura casi insultante. Recordó, como un relámpago, la noche en que Samara, a escondidas, le había susurrado a Enrique: “No te preocupes, tu secreto está a salvo conmigo.” Aquellas palabras habían sido un aguijón entonces, y ahora, con el Rolex, la ropa de diseñador y la manera en que los empleados del hotel parecían orbitar a su alrededor, se clavaban aún más profundo.
Samara continuó, su tono meloso pero cargado de malicia.
—Su dinero, ese traje caro, su estancia en este hotel… ¿las atenciones que recibe? Vamos, Leonela, no eres tan ingenua. ¿Crees que un mesero puede permitirse todo eso?
Leonela sintió un nudo en el estómago. Demonios, pensó, ¿Enrique es un hombre… prostituto? Las piezas encajaban de una manera que la horrorizaba: las miradas furtivas, las conversaciones a media voz, la manera en que él esquivaba ciertas preguntas con una sonrisa encantadora. Recordó una noche, semanas atrás, cuando lo vio salir de una suite a medianoche, ajustándose la camisa con una expresión que no pudo descifrar.
—Perdón, ¿me disculpas un segundo? —dijo Leonela, su voz tensa, tratando de mantener la compostura.
Samara asintió, su sonrisa apenas contenida, complacida al ver el efecto de sus palabras. El veneno ya estaba haciendo su trabajo.
Leonela se levantó, sus pasos rápidos llevándola hacia el pasillo, pero antes de que pudiera alejarse, una figura familiar emergió de las sombras. Cassandra, con su elegancia calculada y una mirada que destilaba desprecio, se acercó a Samara. Leonela se detuvo, oculta tras una columna, y escuchó.
—Vi toda la escena —dijo Cassandra, su voz baja pero cargada de satisfacción—. Ella no tiene idea de quién es él, ¿verdad? Si lo supiera, se le caerían las vendas de los ojos. Podría meterse en problemas serios… con la justicia, incluso.
Samara alzó una ceja, divertida, pero su tono era cortante.
—Lo sé. Pero dime, señorita Fimbres, ¿qué ofreces a cambio de aliarte conmigo? ¿Qué ganas destruyendo a tu hermanastra? ¿Haciendo que Leonela descubra que su hombre perfecto es un fraude?
Cassandra soltó una risa seca, sus ojos brillando con una furia que parecía alimentada por años de rencor.
—Verlos destruidos. Eso gano. Todo. Además, me encantaría que Leonela terminara de monja después de tantas decepciones.
Samara dejó escapar una risa burlona, llevándose una mano a los labios como si intentara contenerla.
—Demasiado sincera y despiadada a la vez, Cassandra —dijo, su tono aprobatorio—. Pero, ¿yo qué gano?
Cassandra se inclinó hacia ella, su voz un susurro conspirador.
—Cuando me quede con el Consorcio Eras, seré yo quien haga los negocios. Y tú, Samara Poett, tendrás una buena tajada de la compañía. Además, Enrique pagará por sus ofensas, y lo veremos salir de este hotel con las manos vacías. ¿Trato hecho?
Samara extendió su mano, su sonrisa sellando el pacto con una frialdad que helaba el aire.
—Es un trato.
El gesto fue un cuchillo invisible, clavándose en el frágil amor que Leonela y Enrique habían construido.
En el restaurante, Ricardo, el padre de Leonela y Cassandra, se acercó a la pareja con una expresión que mezclaba alivio y arrepentimiento. Enrique, de pie junto a Leonela, lo recibió con una sonrisa respetuosa.
—Leonela, ya me di cuenta de que Enrique ha sido un gran apoyo para ti —dijo Ricardo, su voz cálida pero teñida de culpa—. Me disculpo contigo, Enrique. Creo que me equivoqué al juzgarte.
Extendió su mano, un gesto que no había ofrecido cuando lo conoció. Enrique, con una humildad que parecía genuina, la estrechó con firmeza.
—Gracias, señor. Es lo menos que puedo hacer por su hija. Aunque, en verdad, ella podría haberlo hecho todo sola.
Intentó acercarse a Leonela para darle un beso suave en la mejilla, pero ella se apartó, su rostro ensombrecido por una furia contenida que él no entendió. Ricardo, ajeno a la tensión, sonrió.
—Los dejo para que hablen a solas. Tengo que reunirme con unos inversores interesados en el Consorcio. —Con un gesto amable, se retiró.
Leonela cruzó los brazos, su mirada fija en Enrique, como si intentara perforar su fachada.
—La otra noche te vi salir de una suite —espetó, su voz temblando de rabia y duda—. ¿Es la misma historia de siempre? ¿Hay algo que no me estás contando?
Enrique la miró, sus ojos ensombreciéndose. No puedo decirle quién soy aquí, pensó, su mente corriendo a mil por hora. No ahora.
—¿Podemos hablar en privado? —preguntó, su tono cuidadoso, pero su expresión era un torbellino de emociones contenidas.
Antes de que Leonela pudiera responder, el teléfono de Enrique vibró. Él frunció el ceño, disculpándose con una rapidez que solo alimentó las sospechas de Leonela.
—Lo siento, es del trabajo. Tengo que tomar esta llamada. Vuelvo enseguida.
Se alejó unos pasos, y Leonela, con el corazón latiendo con fuerza, aguzó el oído. La voz al otro lado del teléfono era clara, aunque distante.
Editado: 30.06.2025