El aire en el penthouse del Hotel Esmeralda era denso, cargado de traición y pétalos de rosa que ahora parecían burlarse de Leonela. Sus ojos, encendidos por una mezcla de furia y dolor, se clavaron en la escena que tenía frente a ella: Enrique, desplomado en el sofá, su camisa desabrochada y un brazo descansando sobre Samara, cuya silueta apenas cubierta por una sábana fingía confusión. La luz de las velas titilaba, arrojando sombras que danzaban como testigos silenciosos de un engaño.
Leonela sintió que el suelo se desvanecía bajo sus pies. Su voz, rota pero afilada, cortó el silencio.
—¿Enrique? —gritó, su nombre resonando como un lamento.
Samara se incorporó con un movimiento teatral, tirando de la sábana para cubrirse, sus ojos destellando con una indignación fingida.
—¡Demonios! —espetó, su voz cargada de un reproche que sonaba ensayado—. ¿Leonela? ¿Qué está pasando? ¿Cómo te atreves a irrumpir así?
Leonela dio un paso atrás, su mente un torbellino de confusión. El aroma del champán y las rosas se mezclaba con la bilis que subía por su garganta.
—No entiendo nada —murmuró, su voz temblando—. Enrique me dijo que viniera aquí.
Samara soltó una risa seca, sus labios curvándose en una mueca cruel.
—¡Para terminarte! ¿Eres idiota, Leonela? —Se inclinó hacia ella, su tono goteando desprecio—. Intenté advertirte de lo nuestro. Enrique está lleno de secretos.
Leonela sintió un puñal clavándose en su pecho.
—Me dijo que me amaba —susurró, las palabras apenas escapando de sus labios, como si al pronunciarlas pudiera conjurar la verdad.
Samara alzó una ceja, su sonrisa afilándose como una cuchilla.
—Él ama el dinero, Leonela. Estaba jugando contigo. —Con un movimiento deliberado, se acercó al cajón de una mesita junto al sofá y extrajo un documento arrugado, sosteniéndolo como un trofeo—. Acaba de mostrarme este ridículo acuerdo prenupcial.
Leonela frunció el ceño, su corazón latiendo con fuerza mientras tomaba el papel de las manos de Samara. Sus ojos recorrieron las líneas, deteniéndose en la firma de Enrique: un garabato incompleto, sin su nombre completo. El documento, que había firmado frente a Ricardo y su familia, era inválido. La verdad la golpeó como un relámpago.
—¿Qué? —susurró, su voz quebrándose. Arrancó el papel de las manos de Samara, releyéndolo con desesperación, como si pudiera cambiar lo que veía. —No puede ser…
Samara, en su mente, saboreaba el triunfo. Enrique usó un nombre falso porque es un millonario, estúpida, pensó, pero su rostro mantuvo una máscara de falsa compasión.
—Tuvimos sexo increíble —dijo, su voz cargada de veneno—. No le importó ser… expresivo.
Leonela sintió que el mundo se desmoronaba. Las palabras de Samara eran ácido, quemando las últimas briznas de esperanza que aún albergaba.
—Enrique nunca me amó —dijo, su voz hueca, como si estuviera pronunciando una sentencia contra sí misma—. Solo me usó por su codicia.
Samara inclinó la cabeza, sus ojos brillando con una satisfacción que apenas disimulaba.
—Exacto —ronroneó—. Le puedes decir de mi parte que es un imbécil, y que nunca quiero verlo de nuevo.
Con un movimiento brusco, Leonela arrancó el anillo que Enrique le había dado de su dedo y lo arrojó sobre la cama, donde aterrizó entre los pétalos con un tintineo que resonó como un punto final. Sus ojos, nublados por lágrimas que se negaba a derramar, se encontraron con los de Samara una última vez antes de girar sobre sus talones y salir de la habitación, la puerta cerrándose tras ella con un golpe que hizo temblar las paredes.
En el pasillo, el aire frío del hotel la envolvió como un abrazo cruel. Los tacones de Leonela resonaban con furia, cada paso alejándola de la traición que había dejado atrás. Pero el destino, siempre caprichoso, la detuvo en seco. Ignacio, apareció frente a ella, cargado con un arreglo de flores blancas, frutas exóticas y una bandeja de viandas que parecían burlarse de su dolor. En el centro, un sobre blanco destacaba con una sola palabra escrita en tinta negra: Leonela.
—Servicio al cuarto, cortesía de Enrique Esmeralda —dijo Ignacio, su voz profesional pero teñida de una cautela que Leonela no tuvo ánimos de descifrar.
Ella se detuvo, sus ojos encendidos de rabia.
—¿Habitación equivocada? —espetó, su voz temblando—. ¿Por qué nadie puede encontrar a ese tipo?
Ignacio palideció, sus manos temblando ligeramente mientras sostenía el arreglo. El nombre Enrique Esmeralda resonó en su mente como una alarma. Los empleados tenían prohibido mencionar ese nombre, el del dueño del hotel, bajo amenaza de despido.
—¿Disculpe? —balbuceó, su confusión genuina—. Yo… no sé de qué habla.
Leonela lo miró, su furia cediendo por un instante ante la expresión desconcertada de Ignacio. El sobre en el arreglo captó su atención, y antes de que pudiera detenerse, lo arrancó de las flores, sus dedos temblando mientras lo abría. Pero no tuvo tiempo de leerlo. La imagen de Enrique y Samara, el documento falso, las palabras de Samara, todo se arremolinaba en su mente como una tormenta.
—Dile a Enrique que se vaya al diablo —gruñó, apretando el sobre en su mano antes de alejarse, dejando a Ignacio parado en el pasillo, con el arreglo floral como único testigo de su desconcierto.
El penthouse del Hotel Esmeralda, aún impregnado del aroma dulzón de las rosas y la cera derretida, era ahora un campo de batalla silencioso. Las velas parpadeaban, proyectando sombras inquietas sobre las paredes, mientras Samara, con una mezcla de furia y satisfacción, sacudía el hombro de Enrique. Él yacía desplomado en el sofá, su respiración irregular, atrapado en un sueño inducido por la traición.
—¡Enrique! —espetó Samara, sacudiéndolo con más fuerza, sus uñas rojas reluciendo bajo la luz tenue.
Enrique se agitó, su voz apenas un murmullo.
Editado: 30.07.2025