Fuera, bajo el sol abrasador, Leonela esperaba junto a la fuente del hotel, su rostro una máscara de furia contenida. Samara, otra mujer que la miraba con desprecio, que hablaba de Enrique como si lo conociera de toda la vida. Apretaba los puños con tanta fuerza que sus uñas se clavaban en su palma, un recordatorio punzante de la traición que aún le quemaba el alma. El eco de la cachetada que le había propinado a Samara resonaba en su mente, al igual que las palabras crueles de aquella mujer: “Otra igualita que Cassandra.” La humillación, tan familiar gracias a su hermana, ardía en su pecho, pero lo que más la desgarraba era la duda que crecía como una sombra. Su mirada, perdida en el agua, buscaba respuestas que se negaban a surgir.
Enrique salió del hotel, su figura recortada contra las puertas de cristal, sus ojos brillando con una mezcla de súplica y determinación. Sus pasos eran vacilantes, como si temiera que el suelo bajo sus pies pudiera desmoronarse. La fuente, parecía ahora el escenario perfecto para renegociar los términos del contrato.
—Leonela —dijo, su voz baja, casi un murmullo, cargada de una urgencia que la hizo girar hacia él—. Lo siento. Samara… ella es una mujer agresiva. No quería que esto pasara.
Leonela alzó una ceja, su furia suavizándose, pero no del todo. Sus ojos oscuros buscaron los de él, tratando de descifrar la verdad bajo su fachada de mesero humilde.
—¿En serio? No parecía ser simplemente una mujer agresiva, Enrique. Parecía… alguien que te conoce mejor que yo.
Enrique tragó saliva, su rostro tenso. Mierda, pensó, su mente un torbellino. Samara no era una simple mujer, sino su prima, cuya herencia dependía de que él no existiera. De ser así, Samara adquiriría un porcentaje mayor del negocio familiar, y su ambición, tan afilada como su lengua, la convertía en una amenaza formidable. Samara sabía más de lo que decía, y su risa burlona sugería que ya estaba tejiendo alianzas y destruir la frágil relación que había construido con Leonela.
—No es así —insistió Enrique, su voz firme, aunque su corazón latía desbocado—. Samara no es alguien importante en mí vida. Además… —Hizo una pausa, sus ojos suavizándose, cargados de una verdad que no podía pronunciar—. Lo nuestro es parte de un trato, ¿no? Samara no debería importarte.
Leonela lo miró, su corazón dividido entre aceptar los términos de su acuerdo fingido y el amor que crecía en su pecho, un sentimiento que se negaba a nombrar.
—Está bien —dijo Leonela finalmente, su voz suave pero cargada de cautela—. Pero no más sorpresas, Enrique. No puedo con más… mentirosos.
Enrique asintió, el peso de su mentira apretándole el pecho como una cadena. Quiso confesarle todo, pero las palabras se le atoraron en la garganta. En cambio, extendió la mano, sus dedos rozando los de ella con una suavidad que era tanto súplica como promesa.
—Ven conmigo —dijo, su voz baja, cargada de una intensidad que hizo que el pulso de Leonela se acelerara—. Vamos a tu casa. Quiero arreglar esto.
Ella dudó, pero la chispa en sus ojos, esa mezcla de misterio y devoción, la atrajo como un imán. Asintió, y juntos se dirigieron a la casa de Leonela, un pequeño refugio lejos del lujo opresivo del hotel.
La casa de Leonela era su santuario. La luz del atardecer se colaba por las cortinas, bañando la cocina en un resplandor dorado que parecía encender el aire con promesas imposibles. Enrique, de pie junto a la encimera de mármol, miraba a Leonela con una intensidad que era tanto hambre como reverencia, sus ojos devorándola como si fuera la única verdad en un mundo tejido de mentiras.
—Eres un encanto —murmuró, su voz un ronco susurro, cargada de una pasión que hizo temblar el aire.
Leonela alzó la vista, sus labios entreabiertos, una copa de vino olvidada en su mano. Antes de que pudiera responder, Enrique dio un paso hacia ella, sus manos encontrando las suyas, sus dedos entrelazándose con una urgencia que hizo que el espacio entre ellos crepitara. La acercó al mármol de la encimera, sus movimientos lentos pero deliberados, como si estuviera tejiendo un hechizo. Sus dedos, cálidos y firmes, comenzaron a desabotonar la blusa de Leonela, cada botón un susurro que resonaba en el silencio, la tela abriéndose para revelar un brasier de encaje beige que abrazaba su piel como una segunda sombra. El aliento de Enrique se detuvo, sus ojos oscureciéndose con un deseo que amenazaba con consumirlos.
—Eres fuego, Leonela —susurró, su voz temblando de pasión mientras acercaba sus labios a los de ella.
Leonela, atrapada, entrelazó sus dedos en el cabello de él, atrayéndolo hacia ella en un beso profundo, evocador, que sabía a vino tinto y desesperación. Sus bocas danzaban en una batalla de deseo, cada roce encendiendo chispas que amenazaban con incendiar la habitación. El mármol frío bajo sus caderas contrastaba con el calor de sus cuerpos, y por un instante, el mundo —Cassandra, Samara, los secretos— se desvaneció, dejando solo el latido furioso de sus corazones.
Enrique, con un gruñido bajo, la levantó en sus brazos, sus manos firmes sosteniéndola como si fuera un tesoro frágil. La llevó a la habitación, sus pasos resonando en el suelo de madera, donde los zapatos de Leonela y la corbata de Enrique cayeron como ofrendas al caos. La falda corta de Leonela se deslizó por sus muslos mientras él la depositaba en la cama, sus labios encontrando los de ella con una desesperación que era casi dolorosa. Leonela, con las manos temblando de ansias, desabotonó la camisa de Enrique, sus dedos trazando los contornos de su pecho con una devoción que rayaba en la locura. Cada caricia era un desafío, un grito silencioso contra las heridas del pasado.
Enrique, con la respiración agitada, se detuvo un instante, sus ojos buscando los de ella en la penumbra.
—¿Segura? —preguntó, su voz un susurro ronco, cargado de una vulnerabilidad que la desarmó.
Leonela no respondió, pero su mirada, ardiente y cruda, era una confesión. No quería fingir, no esta vez. Lo deseaba con una intensidad que la consumía, un fuego que quemaba las dudas y los miedos. Pero en la mente de Enrique, una voz lo frenó, fría como el hielo. Quiero que la primera vez sea de verdad, pensó. Después de la boda, se lo diré. Todo. La imagen de Samara, con su sonrisa astuta, y de Cassandra, acechando como un depredador, lo atravesó como un relámpago. No podía arriesgarse, no aún.
Editado: 30.06.2025