Ahora, en el vestíbulo, Samara lo miraba con esa misma intensidad depredadora, como si el tiempo no hubiera pasado.
—Espera —dijo, su tono suavizándose, pero con un filo que no escapó de Enrique—. ¿Dices que no quieres que sepa que eres multimillonario? ¿El dueño de este hotel?
Enrique asintió, su rostro una máscara de determinación.
—Exactamente. Samara, no se lo digas.
Ella lo miró por un momento, con sus ojos grises evaluándolo como si fuera un rompecabezas. Finalmente, asintió, una sonrisa astuta curvando sus labios.
—No se lo diré —dijo, su voz baja, casi conspiradora—. ¿Cómo dijiste que se llamaba?
—No te lo dije, pero se llama Leonela Fimbres —respondió Enrique, su tono cargado de un peso que ella no entendió del todo.
Samara alzó una ceja, su sonrisa ensanchándose.
—¿De la familia Fimbres? ¿Del Consorcio Eras? —dijo, una chispa de reconocimiento cruzando su rostro—. ¡Qué coincidencia! Vine a ver la presentación de la futura sucesora. Quédate tranquilo, tu secreto está a salvo conmigo.
Enrique asintió, pero su alivio era frágil, como cristal a punto de romperse. Samara se retira con una risa cruel, satisfecha de haber sembrado dudas en Leonela, aunque el veneno persiste como una semilla de inseguridad.
Por ahora, pensó, sus palabras no pronunciadas colgando en el aire como una amenaza.
Bajo el sol abrasador, Leonela esperaba junto a la fuente del hotel, su rostro una máscara de furia contenida. Samara, con su mirada cargada de desprecio, había hablado de Enrique como si lo conociera de toda la vida. Las uñas de Leonela se clavaban en sus palmas, un recordatorio punzante de la humillación que aún le quemaba el alma, avivada por el eco de la cachetada que le había propinado a Samara y las palabras crueles de aquella mujer. La duda, como una sombra insidiosa, crecía en su pecho, mientras su mirada se perdía en el reflejo del agua de la fuente, buscando respuestas que se negaban a surgir.
Enrique emerge del hotel, su figura recortada contra las puertas de cristal, sus ojos brillando con una mezcla de súplica y determinación. Sus pasos eran vacilantes, como si el suelo pudiera desmoronarse bajo él. La fuente, con su murmullo constante, parecía ahora el escenario perfecto para renegociar los términos de su frágil acuerdo.
—Leonela —dijo, su voz baja, casi un murmullo, cargada de urgencia—. Lo siento. Samara… es una mujer agresiva. No quería que esto pasara.
Leonela alzó una ceja, su furia suavizándose, pero no del todo. Sus ojos escudriñaron los de él, buscando la verdad tras su fachada de mesero humilde.
—¿En serio? —replicó, su tono afilado—. No parecía solo una mujer agresiva, Enrique. Parecía alguien que te conoce demasiado bien.
Enrique tragó saliva, su rostro tenso. Demonio, pensó, su mente un torbellino. Samara no era una simple conocida; su ambición, tan afilada como su lengua, la convertía en una amenaza. Sabía más de lo que decía, y su risa burlona sugería que podría tejer alianzas para destruir la delicada relación que él había construido con Leonela.
—No es así —insistió Enrique, su voz firme, aunque su corazón latía desbocado—. Samara no es importante en mi vida. Además… —Hizo una pausa, sus ojos suavizándose con una verdad que no podía pronunciar—. Lo nuestro es un trato, ¿no? Samara no debería importarte.
Leonela lo miró, su corazón dividido entre los términos de su acuerdo fingido y el amor que, contra su voluntad, crecía en su pecho.
—Está bien —dijo finalmente, su voz suave pero cargada de cautela—. Pero no más sorpresas, Enrique. No toleraré más… mentiras, ¿queda claro?
Enrique asintió, el peso de sus secretos apretándole el pecho como una cadena. Quiso confesar, pero las palabras se le atoraron. En cambio, extendió la mano, sus dedos rozando los de ella con una suavidad que era súplica y promesa a la vez.
—Vamos a casa —dijo, su voz baja, cargada de una intensidad que aceleró el pulso de Leonela—. Vi una botella de vino en la cocina.
Leonela dudó, pero la chispa en los ojos de Enrique, esa mezcla de misterio y devoción, la atrajo como un imán. Asintió, y juntos se dirigieron a la casa de Leonela, un refugio lejos del lujo opresivo del hotel.
La casa de Leonela era su santuario, un remanso de paz donde el sol filtrado por cortinas de lino tejía dorados suaves sobre el suelo de madera crujiente, y el tic-tac distante de un reloj antiguo marcaba un ritmo sereno, como un latido colectivo con el jardín exterior. El aroma a lavanda seca flotaba en el aire quieto, absorbiendo secretos en sus paredes blanqueadas, mientras una brisa ligera mecía las hojas del limonero en la ventana, invitando al olvido de tormentas pasadas. Enrique, de pie junto a la encimera, la observaba con una intensidad que era tanto hambre como reverencia, sus ojos devorándola como si fuera la única verdad en un mundo de mentiras, pero aquí, en esta calma envolvente, el tiempo parecía detenerse, permitiendo que las dudas se disiparan como niebla matutina.
—Eres un encanto —murmuró, su voz un ronco susurro, cargada de una pasión que hizo temblar el aire.
Leonela alzó la vista, sus labios entreabiertos. Antes de que pudiera responder, Enrique dio un paso hacia ella, sus manos encontrando las suyas, sus dedos entrelazándose con una urgencia que hizo crepitar el espacio entre ellos. Se acercó con movimientos deliberados, como tejiendo un hechizo. Sus dedos, cálidos y firmes, comenzaron a desabotonar la blusa de Leonela, cada botón un susurro en el silencio, la tela abriéndose para revelar un brasier de encaje beige que abrazaba su piel como una sombra. El aliento de Enrique se detuvo, sus ojos oscureciéndose con deseo.
—Eres hermosa, Leonela —susurró, su voz temblando mientras acercaba sus labios a los de ella.
Leonela, atrapada en una bruma de deseo, entrelazó sus dedos en el cabello de él, atrayéndolo en un beso profundo, evocador, que sabía a uva, deseo y desesperación. Sus bocas danzaban en una batalla de pasión, cada roce encendiendo chispas que amenazaban con incendiar la habitación. El mármol frío bajo sus caderas contrastaba con el calor de sus cuerpos, y por un instante, el mundo —Samara, Cassandra, los secretos— se desvaneció, dejando solo el latido furioso de sus corazones.
Editado: 23.10.2025