El comedor de la casa de Leonela era un refugio, iluminado apenas por la luz mortecina de una lámpara que colgaba sobre la mesa de madera. El aroma del café frío, olvidado en una taza, impregnaba el aire. Leonela, sentada con los codos apoyados en la mesa, apretaba las sienes con las manos, como si quisiera contener el torbellino de pensamientos que la asfixiaba. Enrique me mintió, igual que Paul. No le gusto a nadie, se dijo, su voz interior cargada de un veneno que se había destilado durante años de decepciones. Sus ojos, enrojecidos por el insomnio y las lágrimas reprimidas, se perdían en la veta de la mesa, buscando respuestas que no llegaban.
Fuera, en la entrada de la casa, Enrique dudaba frente al timbre. El anillo que Leonela había arrojado con furia en el penthouse del Hotel Esmeralda pesaba en el bolsillo de su pantalón como una condena. En sus manos temblorosas, un ramo de flores blancas, fragantes y fuera de lugar, parecía más una ofrenda fúnebre que un gesto de reconciliación. El viento frío de la noche le azotaba el rostro, pero no tanto como el remordimiento que lo carcomía. No dormí con Samara. Tiene que saberlo. Tiene que saber quién soy. Con un suspiro entrecortado, guardó el anillo más profundo en su bolsillo, como si temiera que el metal frío pudiera traicionarlo antes de que él mismo lo hiciera. Al fin, tocó el timbre.
Dentro, el sonido agudo atravesó el silencio como un cuchillo. Leonela alzó la vista, extrañada. ¿Quién podía ser a esta hora? Se levantó, sus pasos lentos y pesados, como si cada uno le costara un fragmento de su orgullo. Al abrir la puerta, la figura de Enrique, iluminada por la tenue luz del porche, la golpeó como un relámpago. Sus ojos, encendidos de pasión y dulzura, contrastaban con la tormenta que aún rugía en el pecho de Leonela. Instintivamente, ella intentó cerrar la puerta, un reflejo de autoprotección.
—¡Oye, oye! —suplicó Enrique, apoyando una mano contra la madera para detenerla—. Antes de que me cierres la puerta en la cara, escúchame. No dormí con Samara. Tienes que saber quién soy.
Leonela lo miró con desprecio, sus labios temblando de rabia contenida.
—Da igual —espetó, su voz afilada como un cristal roto—. Solo di que te aprovechaste de mí.
Enrique frunció el ceño, desconcertado.
—¿Aprovecharme? —Su voz era un murmullo incrédulo, herido. Nunca habían cruzado esa línea, nunca habían compartido más que promesas y roces cargados de anhelo—. Leonela, yo…
El zumbido de su teléfono lo interrumpió. Una llamada entrante iluminó la pantalla. Leonela soltó una risa amarga, sus ojos brillando con sarcasmo.
—Adelante, contesta —dijo, cruzándose de brazos—. Seguro es tu novia.
Enrique negó con la cabeza, su rostro tenso.
—No me estás escuchando. —El teléfono vibró de nuevo, insistente, pero él alzó la voz, desesperado—. Leonela, yo…
Ella lo cortó, señalando el aparato con un gesto burlón.
—No, contesta. Vamos, no te detengas por mí.
Enrique suspiró, derrotado, y respondió la llamada.
—Abuelo, ahora no puedo —dijo, su tono cortante.
Pero la voz al otro lado no era la de Alfonso. Era una mujer, profesional y grave.
—Hemos intentado contactarlo, señor. Su abuelo está hospitalizado. Sufrió un infarto.
El mundo pareció detenerse. Enrique bajó el teléfono lentamente, su rostro descomponiéndose en una máscara de tristeza y culpa. Leonela, que había estado lista para lanzar otra pulla, se detuvo al ver el cambio en su semblante. Por un instante, la furia dio paso a la curiosidad, a un atisbo de preocupación que no quiso admitir.
El Hospital del Ángel era un edificio frío, impregnado de un olor estéril que se adhería a la piel. En una habitación del tercer piso, Alfonso yacía en una cama, su figura imponente reducida por la bata de hospital y la pulsera de ingreso que colgaba de su muñeca. Su rostro, surcado por arrugas profundas, mantenía una chispa de vitalidad, incluso bajo el peso de la enfermedad. Cuando Enrique entró, con pasos cautelosos, temiendo perturbar un sueño que no existía, Alfonso abrió los ojos.
—¿Abuelo? —murmuró, su voz áspera pero cálida.
Enrique se acercó, aliviado.
—Oh, abuelo, me diste un susto. ¿Estás bien?
Alfonso sonrió, un gesto que desafiaba la gravedad de su situación.
—Solo estaré un rato más en este lugar. No puedo perderme la boda de mañana.
Enrique palideció. A su lado, Leonela, que lo había acompañado en un impulso que no entendía del todo, frunció el ceño. ¿Boda? La palabra resonó en su mente como un eco traicionero. La imagen del anillo arrojado en el penthouse, de Samara sosteniendo el documento prenupcial con una firma, regresó con fuerza.
Alfonso, ajeno a la tensión, continuó, su mirada fija en Enrique.
—La boda que tendrá lugar en nuestro hotel.
Leonela sintió que el suelo se tambaleaba bajo sus pies. ¿Nuestro hotel? ¿A qué se refería? La confusión la envolvió como una niebla densa. Enrique, atrapado bajo el peso de la mirada de su abuelo, parecía a punto de desmoronarse.
Alfonso, con un brillo de determinación en los ojos, se volvió hacia Leonela.
—Ganaste, Enrique. Ella está aquí —dijo, señalándola con un gesto débil pero firme—. No me iré hasta verte con la mujer indicada. Y te amé en serio, muchacho.
Leonela parpadeó, desconcertada, mientras las palabras de Alfonso se clavaban en su corazón. Enrique, con el rostro desencajado, se giró hacia ella.
—Leonela, ¿puedo hablar con él a solas? —preguntó, su voz tensa, casi suplicante.
Ella dudó, atrapada entre la desconfianza y la curiosidad.
—Claro —respondió al fin, su tono frío, y salió de la habitación, dejando tras de sí un silencio cargado de preguntas.
Dentro, Alfonso tomó la mano de Enrique, su agarre sorprendentemente firme.
—El hotel, mis negocios… son tuyos —dijo, su voz llena de orgullo—. Pero solo si haces las cosas bien.
Editado: 30.07.2025