Recordó el primer día, en la terraza del Hotel Esmeralda, bajo el sol abrasador del verano. Un empleado del hotel, había derramado una jarra de agua fría sobre Paul, el novio de su hermana Cassandra. Un accidente, había dicho el mesero, mientras entregaba toallas limpias a Enrique con un “Jefe, aquí tiene”. Leonela no lo había entendido entonces, pero ahora la palabra “jefe” reverberaba en su memoria. Cassandra, riendo, había empujado a Leonela a la piscina del hotel, un juego cruel disfrazado de diversión fraternal. Y Enrique, sin dudarlo, se había lanzado al agua para rescatarla, sus manos fuertes rodeándola. Sus ojos, entonces, también habían brillado con esa misma mezcla de dulzura y determinación.
Recordó otra noche, cuando el mismo empleado, con un carrito de servicio a la habitación, había golpeado la puerta del penthouse. “Servicio para el señor Enrique Esmeralda”, había dicho, y Leonela, enredada en su furia por descubrir a Enrique encamado con Samara, no había prestado atención. ¿Cómo no lo había visto?
Y luego, las palabras de Alfonso, su abuelo, en su visita al hospital: “No me perderé la boda en nuestro hotel, Enrique”. Ella había pensado que hablaba de una boda cualquiera, un evento más en el calendario del hotel. Pero ahora, esas palabras cobraban un nuevo sentido, como piezas de un rompecabezas que se ensamblaban con cruel precisión.
La voz de la doctora la arrancó de sus recuerdos.
—Señor Esmeralda, debe firmar estos formularios —dijo, entregándole un portapapeles.
Leonela se quedó helada. Señor Esmeralda. El apellido resonó como un martillo contra su corazón, conectando cada fragmento de memoria: el mesero, el hotel, la boda, el anillo. Todo encajaba, y sin embargo, nada tenía sentido. Enrique firmó los documentos con mano temblorosa, su rostro una máscara de resignación. Cuando alzó la vista y encontró los ojos de Leonela, supo que el secreto que había guardado con tanto celo acababa de desmoronarse.
—¿Señor Esmeralda? —repitió Leonela, su voz un susurro cargado de indignación—. ¿Quién eres, Enrique? ¿Por qué no me dijiste la verdad?
Enrique entregó a la doctora los documentos rubricados con su firma real. Sus hombros hundidos bajo el peso de su silencio.
—No quería que me vieras como el heredero del hotel, como un apellido —dijo, su voz quebrándose—. Quería que me vieras como soy, Leonela. Como el hombre que te ama, que daría todo por ti, incluso el legado de mi abuelo.
Leonela retrocedió, su mente un torbellino. Recordó el anillo, el documento prenupcial que Samara había blandido como un trofeo, la furia que la había llevado a arrojarlo al suelo. Y ahora, este nuevo golpe: Enrique no era solo Enrique. Era el señor Esmeralda, heredero de un imperio, un hombre que podía tener a cualquier mujer. ¿Por qué ella? ¿Por qué fingir ser alguien más?
—No habrá boda —dijo Leonela, su voz fría, aunque su corazón temblaba—. No con alguien que me mintió desde el principio. Podrías tener a quien quisieras, Enrique. ¿Por qué jugar conmigo?
Enrique dio un paso hacia ella, sus ojos suplicantes.
—No estoy jugando, Leonela. Todo lo que hice fue por ti, pero tú, tú eres real. Siempre lo fuiste.
En el pasillo, el zumbido de las máquinas del hospital llenaba el silencio. Leonela sintió que el suelo se tambaleaba bajo sus pies. En su mano, aún sostenía el sobre del reporte toxicológico que Arnulfo, el recepcionista, le había entregado. Samara lo drogó, pensó, y la verdad de esas palabras chocó con la traición que aún sentía. Miró a Enrique, atrapada entre la indignación y el eco de sus recuerdos: el agua fría, las toallas, el rescate en la piscina, las noches en el penthouse. Todo era real, y sin embargo, todo estaba teñido de mentiras.
—¿Cómo puedo creerte? —preguntó, su voz apenas un susurro, mientras una lágrima traicionera escapaba por su mejilla—. ¿Cómo puedo confiar en ti ahora?
Enrique extendió una mano, pero no la tocó. Sabía que el abismo entre ellos era más profundo que nunca.
—Dame una oportunidad —suplicó—. Déjame demostrarte quién soy, no el apellido, no el hotel. Solo yo.
Leonela no respondió. Dio media vuelta y caminó por el pasillo, dejando tras de sí un silencio que pesaba más que cualquier verdad.
El atardecer derramaba una luz dorada y cruel sobre los jardines del Hotel Esmeralda, donde un cartel resplandecía con letras doradas: Boda de Cassandra y Paul. Leonela se detuvo frente a él, sus dedos rozando el borde del marco como si pudiera borrar las palabras con un gesto. El anuncio era una sentencia, un recordatorio de todo lo que había perdido. No solo a Enrique, el hombre que había prometido amarla y luego desaparecido tras la revelación de su verdadera identidad, sino también el futuro que su padre, Ricardo, había depositado en ella: la presidencia del Consorcio Eras, la empresa familiar que ahora, por las reglas tácitas de su padre, pasaría a manos de Cassandra, la hija que llegaba al altar con un prometido.
A su espalda, el murmullo de dos desconocidos, con sus voces bajas pero punzantes, se colaba en su conciencia como un aguijón. “Pobrecita, abandonada por su prometido”, susurró una mujer, su tono cargado de falsa compasión. “Y ahora, tener que ver a su hermana casarse… dicen que Ricardo le dará el Consorcio a Cassandra por esto. Leonela lo perdió todo”. El hombre a su lado soltó una risita disimulada. “Qué humillación, presentarse aquí sola”.
Leonela apretó los puños, su rostro una máscara de resignación que ocultaba la tormenta en su interior. Cada palabra de los mirones era un eco de sus propios temores, un espejo de la derrota que la perseguía. No solo me mintió, se burló de mí, pensó, y el peso de esa verdad la anclaba al suelo. Con un esfuerzo que le costó cada fibra de su orgullo, se apartó del cartel y buscó refugio en un rincón del jardín, lejos de las miradas escrutadoras, donde los jazmines exhalaban un perfume que no lograba calmar su desasosiego.
Editado: 30.07.2025