Mientras todos esos pensamientos florecían en Leonela. El aire en la sala de juntas del Hotel Esmeralda era denso, impregnado de un silencio reverente y el aroma tenue del cuero de los sillones antiguos. Alfonso, sentado en una silla de respaldo alto, parecía haber desafiado la fragilidad de su cuerpo; sus ojos, aún brillantes bajo las arrugas, destilaban una vitalidad que contradecía la palidez de su rostro tras el infarto. Frente a él, un grupo de abogados, con sus plumas suspendidas sobre blocs de notas, escuchaba con atención mientras él dictaba las instrucciones finales. La luz de la tarde se filtraba a través de los ventanales, bañando la mesa de caoba en un resplandor dorado que parecía sellar la solemnidad del momento.
—El Hotel Esmeralda, sus propiedades, sus acciones… todo pasa a manos de mi nieto, Enrique —declaró Alfonso, su voz firme, aunque teñida de un leve temblor que delataba su esfuerzo físico—. El legado de la familia Esmeralda es suyo.
Los abogados intercambiaron miradas, sus rostros iluminados por una mezcla de alivio y satisfacción. Uno de ellos, garabateó una nota rápida, mientras otro asintió con una sonrisa contenida. La noticia era un bálsamo: el imperio seguiría en pie, y su estabilidad aseguraba sus propios futuros.
Enrique, de pie junto a la ventana, con las manos en los bolsillos y la mirada perdida en los jardines del hotel, mientras un murmullo de aprobación recorrió la sala. Los abogados, visiblemente complacidos, intercambiaron asentimientos, y uno de ellos, una mujer de rostro afilado, anotó algo con premura, como si quisiera capturar el momento en tinta. Pero en el rostro de Enrique, apenas se dibujó un dejo de satisfacción. Sus dedos, dentro del bolsillo, rozaron el contorno del anillo que Leonela había arrojado en el penthouse, y su mente, lejos de la sala y de los documentos, estaba con ella. Leonela, la mujer que había encendido su alma y ahora lo creía un mentiroso.
Se volvió hacia los presentes, su pecho apretado por un peso que no podía nombrar.
—Agradezco que mi abuelo confíe en mí, que haya depositado su honor y su legado en mis manos —dijo, su voz vacilante, como si cada palabra le costara un fragmento de sí mismo—. Pero no creo merecerlo. Mi futuro, mis ojos… no están puestos en esta empresa, por grande que sea. No puedo aceptar este honor.
Un silencio denso envolvió la sala. Los abogados se miraron, desconcertados, sus plumas inmóviles. Alfonso, sin embargo, no apartó la vista de su nieto. Sus ojos, agudos como los de un halcón, escrutaron el rostro de Enrique, y en ellos brilló un destello de comprensión, de orgullo. Recordó las palabras de su difunta esposa, Gerania, la abuela de Enrique, susurradas en las noches de confidencias: Criemos a un hombre que sepa amar, Alfonso. Que elija el corazón sobre el poder. En ese momento, Alfonso supo que lo habían logrado. Enrique no era solo el heredero del Hotel Esmeralda; era un hombre íntegro, capaz de renunciar a un imperio por amor, un hombre que llevaba los valores que Gerania había soñado inculcarle.
Orgulloso, pero con el rostro imperturbable, Alfonso alzó una mano temblorosa, silenciando cualquier murmullo.
—Hijo —dijo, su voz cálida, pero firme como la madera de la mesa que los separaba—. Tómate el tiempo que necesites. Ve, persigue tus sueños. Yo estaré aquí, aguardando tu respuesta.
Enrique lo miró, atrapado entre la gratitud y la culpa. El anillo en su bolsillo parecía arder, un recordatorio de Leonela, de sus ojos heridos, de su voz quebrada por la verdad de su apellido. Sabía que debía encontrarla, que debía explicarle todo, aunque el miedo a su rechazo lo paralizaba. Pero en ese momento, bajo la mirada de su abuelo, supo que no podía cargar con el peso del legado sin primero recuperar lo que realmente importaba.
Asintió en silencio, incapaz de articular palabras, y salió de la sala, dejando tras de sí un eco de determinación y vulnerabilidad.
El crepúsculo había teñido los jardines del Hotel Esmeralda de un resplandor carmesí, como si el cielo mismo presagiara el caos que estaba por desatarse. Enrique corría por el sendero de grava, su corazón latiendo al compás de sus pasos, cada uno impulsado por la urgencia de encontrar a Leonela. El anillo, aún guardado en su bolsillo, parecía quemarle la piel, un recordatorio de las promesas rotas y las verdades a medio decir. Frente al gran salón, donde la boda de Cassandra y Paul se desplegaba en un derroche de luces y risas, un guardia de seguridad, Carlos, le bloqueó el paso, su figura imponente como una muralla.
—Señor, no puedo dejarlo entrar sin invitación —dijo Carlos, su voz firme pero no exenta de cortesía, mientras cruzaba los brazos sobre el uniforme impecable.
Enrique, con el aliento entrecortado, lo miró con una mezcla de súplica y determinación.
—Entiendo que hace su trabajo, pero es una causa de fuerza mayor —replicó, enderezándose—. Soy el nieto de Alfonso Esmeralda, dueño de este hotel. ¿Eso no es motivo suficiente?
Carlos parpadeó, desconcertado. El peso del apellido Esmeralda, un nombre que resonaba como un decreto en los pasillos del hotel, lo obligó a retroceder. Con un gesto rígido, se hizo a un lado.
—Pase, señor —murmuró.
Enrique asintió brevemente, un “gracias” apenas audible escapando de sus labios mientras se precipitaba al interior. El salón era un torbellino de elegancia y tensión contenida: candelabros de cristal proyectaban reflejos danzantes sobre las mesas cubiertas de lino, y el aroma de las gardenias se mezclaba con el murmullo de los invitados. Al frente, bajo un arco de rosas blancas, Paul, vestido de esmoquin, sostenía las manos de Cassandra, cuya silueta en un vestido de novia parecía tallada en luz. Sus votos resonaban, solemnes pero vacíos.
—Yo, Paul Vicenzo, prometo amarte, respetarte y quererte por el resto de mis días —declaró Paul, su voz un eco hueco que ni él mismo parecía creer.
Editado: 30.07.2025