En un rincón olvidado de la casa de Leonela, el mundo se había detenido. Ella había tirado de la corbata de Enrique con una dulzura que desmentía la tormenta en su interior, atrayéndolo hacia un beso tan apasionado que parecía contener todas las promesas que nunca se habían atrevido a pronunciar. Sus labios se encontraron con una urgencia que desafiaba la lógica, y cuando el beso terminó, Enrique la miró, sus ojos encendidos de una pasión que amenazaba con consumirlo. Es el momento perfecto para decirle la verdad, pensó, su corazón latiendo con la fuerza de un tambor.
—Leonela, yo… —comenzó, su voz temblando bajo el peso de la confesión—. Luzco como un millonario porque…
Ella, aún perdida en el calor del momento, le acomodaba la corbata con dedos suaves, ajena a la tormenta que él estaba a punto de desatar. Pero antes de que las palabras pudieran escapar, como un chirrido brusco. Cassandra, irrumpió con una furia que cortó el aire como un relámpago.
—¿Qué chingados estás haciendo, Leonela? —espetó, sus ojos brillando con una mezcla de desprecio y envidia—. ¡Ya es tarde para la prueba de vestido!
Leonela se giró, el hechizo roto.
—Nadie me dijo que tenía una prueba de vestido —replicó con desdén, cruzándose de brazos.
Cassandra soltó una risa seca, sus labios curvándose en una mueca cruel.
—Bueno, si no quieres, usa una bolsa de papel. Vamos.
Y en su mente, añadió con veneno: Eso si consigues un vestido en absoluto.
El probador de la boutique de Olivia era un santuario de espejos y terciopelo, impregnado del aroma dulce de lavanda y el susurro de telas que prometían transformar vidas. Leonela, de pie frente a un espejo de cuerpo entero, giraba con suavidad, el vestido de novia cayendo en cascadas de seda blanca que abrazaban su figura como un susurro. Sus manos alisaban la tela con reverencia, como si tocarla pudiera borrar las heridas que aún sangraban en su corazón. Tal vez podría seguir con este matrimonio, pensó, y en su mente destelló el recuerdo de un beso, cálido y profundo, compartido con Enrique en un instante robado.
El recuerdo de aquel beso se desvanecía bajo el peso de la realidad. Su vestido resplandeciendo bajo la luz suave de los candelabros. Este es el vestido que quiero, le dijo a Cassandra, quien se acercaba con dos copas de vino tinto, sus pasos cargados de una tensión que Leonela no quiso descifrar. La mirada de Cassandra era un aguijón, cargada de rencor, y su sonrisa tensa traicionaba la envidia que hervía bajo su piel.
Olivia, la diseñadora, una mujer de edad avanzada con ojos cálidos y manos expertas, observaba en silencio, su presencia un ancla de calma en medio de la tormenta. Pero el equilibrio se rompió cuando Cassandra, con un movimiento que parecía torpe pero destilaba intención, dejó caer una copa de vino sobre el vestido de Leonela. El líquido carmesí se derramó como sangre sobre la seda, manchando el sueño que Leonela acababa de abrazar.
—¡Oh, demonios, perdóname! — exclamó Cassandra, su voz empalagosa y falsa—. No lo quise hacer.
Leonela, con el corazón en la garganta, dio un paso atrás.
—¿Qué te pasa? ¿Qué haces? —gritó, su voz temblando de furia.
Cassandra, sin perder la compostura, alzó la segunda copa con una deliberación que no dejaba lugar a dudas.
—No te preocupes, te ayudaré a arreglarlo —dijo, y con un movimiento rápido, derramó el contenido sobre el vestido—. Ahora sí, ese vestido va contigo.
Leonela sintió que el aire se le escapaba.
—¡Eres una perra! —espetó, arrancándole la copa vacía de la mano y arrojándole el poco vino que quedaba en un acto de desafío.
Cassandra, con el rostro encendido, dejó caer las copas al suelo, el cristal estallando en mil fragmentos. Agarró a Leonela del cabello, dispuesta a arrastrarla al suelo, pero Leonela, rápida y feroz, se zafó de su agarre.
—¡Siempre me arruinas todo! —gritó Cassandra, su voz quebrándose de rabia.
—¿Yo te arruino? —replicó Leonela, sus ojos brillando con lágrimas de furia—. ¡Tú me robaste a Paul, mi prometido!
Cassandra soltó una risa amarga.
—Si lo perdiste, entonces haz lo mismo, perra.
La pelea estalló en un torbellino de jalones y gritos, el probador convertido en un campo de batalla. Olivia, con una agilidad sorprendente para su edad, se interpuso entre ellas, levantando las manos como un árbitro.
—¡Señoras, por favor! — exclamó, su voz firme pero cargada de cansancio—. Han destruido dos vestidos de diez mil dólares. Vestidos que ahora no podré vender. Alguien tiene que pagar por mi trabajo.
Cassandra, con el rostro enrojecido, señaló a Leonela.
—¡Yo no pienso pagar por un vestido que ella me ensució! ¡Que lo pague ella, por perra!
Olivia frunció el ceño.
—Alguien tendrá que hacerse responsable, o las escoltaré a la cárcel.
En ese momento, la puerta de la boutique se abrió, y Enrique entró con una calma que contrastaba con el caos. Sobre su hombro colgaba un estuche de trajes, y su presencia llenó el espacio como una brisa que disipa una tormenta.
—El Hotel Esmeralda estará encantado de pagar únicamente por los daños del vestido de Leonela —dijo, dirigiéndose a Olivia con una autoridad serena.
La diseñadora asintió, satisfecha.
—Gracias, señor. Me aseguraré de que esto no vuelva a ocurrir.
Cassandra, desconcertada, giró hacia Leonela con una furia renovada.
—¡Tú arruinaste mi vestido de bodas, maldita imbécil! —gritó, levantando la mano para golpearla.
Enrique, con un movimiento rápido, atrapó el brazo de Cassandra.
—No te atrevas a tocar a mi prometida —advirtió, su voz baja pero cargada de amenaza—, o me veré en la penosa necesidad de correr a mi futura cuñada.
Cassandra soltó una carcajada burlona.
—¿Tú? ¿Un ayudante de mesero? Inténtalo.
Enrique no titubeó.
—Seguridad —dijo, su tono cortante como el filo de una navaja.
Editado: 30.07.2025