Un juego de engaños

Capítulo 24

El salón del hotel, bañado en la luz dorada del ocaso, era un santuario de mármol donde las promesas rotas y las verdades a medio desenterrar colgaban en el aire como polvo suspendido. Leonela, junto a Enrique, sentía el anillo como una armadura oxidada, un recordatorio de la fragilidad y la fuerza del amor. Frente a ellos, Ricardo y Elena los observaban expectantes. En un rincón, Cassandra y Paul destilaban veneno con cada gesto, sus rostros tensos como cuerdas al borde del quiebre.

—Expliquenme —ordenó Ricardo, su voz un trueno contenido que reverberó en las paredes, un eco de autoridad y duda.

La confesión de Enrique resonaba en su mente, pero sus ojos, cálidos y suplicantes, la instaban a mirar más allá del engaño. Enrique avanzó un paso, su traje gris proyectando una autoridad que ya no podía ocultar. Su mano rozó la de Leonela, un gesto fugaz pero cargado de promesas.

—Señor Fimbres —dijo, su voz firme, atravesada por un leve temblor humano—, amo a su hija. Estoy aquí para casarme con ella, no para reclamar su dinero.

Cassandra soltó una risa afilada, un cristal fracturado que cortó el aire.

—¿Amarla? —espetó, avanzando—. ¡Eres un cazafortunas! ¡Un farsante!

Paul, a su lado, asintió, su mueca de desprecio traicionada por un destello de inseguridad.

—Eres simplemente un personaje con delirios de grandeza —añadió, su voz cargada de sorna.

Leonela, con el rostro encendido, dio un paso hacia su hermana, pero Enrique la detuvo con una calma gélida, más peligrosa que cualquier grito. Sacó su teléfono y marcó una extensión. La voz de Arnulfo, resonó con una claridad que cortó el aire.

—Señor Esmeralda, ¿en qué le puedo servir? —preguntó, su tono impregnado de una lealtad inquebrantable.

—Escolten a la salida a Cassandra y Paul —ordenó Enrique, sus ojos brillando con una furia contenida.

Cassandra palideció, aferrándose al brazo de Paul, sus manos temblando.

—¡No puedes hacer esto! —gritó, su voz quebrándose en un chillido—. ¡Soy una Fimbres!

Un guardia de seguridad, corpulento y familiar, apareció, su figura inamovible como una muralla. Cassandra, con lágrimas de rabia brillando en sus ojos, aferró su bolso como si fuera lo último que le quedaba.

Ricardo, inmóvil hasta entonces, alzó una mano, su presencia imponiendo un silencio grave.

—No es necesario usar la fuerza con mi hija —dijo, su voz profunda pero serena—. Sé que comprende su error y saldrá de aquí sin alboroto.

Paul, silenciado por la mirada de Enrique, salió del hotel, sus pasos resonando como un eco de derrota.

Ricardo dio un paso adelante, su mirada pasando de Enrique a Leonela con una mezcla de incredulidad y cansancio.

—¿Esmeralda? ¿El heredero del hotel? —preguntó, su voz baja, cargada de un desafío que no admitía evasivas—. ¿Por qué el engaño?

Enrique, con su secreto al fin desnudo, respondió con una suavidad que no ocultaba su firmeza.

—Quería ser visto por quien soy, no por lo que poseo. Pero Leonela cambió todo. No quiero su empresa, señor Fimbres. Solo la quiero a ella.

Cassandra, en un último intento por recuperar el control, dio un paso adelante, su tono meloso pero afilado como un veneno envuelto en miel.

—Un matrimonio por amor no asegura un legado —dijo con fiereza—. Ni el tuyo, ni el del Consorcio.

Leonela, con una chispa de furia encendida en el pecho, enfrentó a su hermana.

—El Consorcio no necesita tus intrigas —replicó, sus ojos relampagueando con una determinación que iluminaba el vestíbulo—. Ayudé a construir la empresa con mi esfuerzo, no con artimañas. Si papá quiere dártelo, que lo haga. Pero no dejaré que me pisotees más.

Ricardo, desarmado por primera vez, miró a su hija con una suavidad que rara vez afloraba.

—Leonela… —comenzó, pero ella lo interrumpió, su voz temblando de emoción pero cargada de fuerza.

—No, papá. He luchado por tu aprobación, pero no lo necesito si implica convertirme en alguien como Cassandra.

Un silencio denso envolvió el vestíbulo, roto solo por el murmullo de las lámparas de cristal. Ricardo asintió lentamente, el peso de sus decisiones curvándole los hombros.

—Que así sea —dijo, su voz grave pero resignada—. La boda será mañana, en este hotel. Estaré allí, Leonela. Por ustedes.

Cassandra, con una sonrisa tensa, se giró hacia la salida, su elegancia intacta pero su poder menguado. Sus tacones resonaron como un adiós furioso, desvaneciéndose en la luz dorada.

El mediodía del 18 de diciembre bañó el Hotel Esmeralda con un resplandor propio, como si el sol se inclinara para ser testigo. El salón, engalanado con rosas blancas y velas que titilaban como promesas, era un santuario donde el pasado y el futuro se entrelazaban. Leonela, envuelta en el vestido de seda de su madre, un susurro de amor y sacrificio, avanzaba por el pasillo central con una gracia que desafiaba las cicatrices de su corazón. Enrique, en el altar, su traje negro absorbiendo la luz, la miraba con un océano de emociones: amor, culpa, esperanza.

Arnulfo, a su lado, sostenía los anillos, su sonrisa discreta un testimonio de lealtad forjada en las sombras. Ricardo, en la primera fila, aplaudía con una lentitud deliberada, su rostro suavizado por una aceptación conquistada a pulso. Elena, junto a él, guardaba un silencio que hablaba más que sus palabras. Cassandra, a regañadientes, ocupaba su lugar como dama de honor, su presencia tenía un eco de derrota contenida. Paul, era un recuerdo disuelto en el pasado.

Leonela tomó la mano de Enrique, sus dedos temblando apenas. La ceremonia comenzó, pero para ellos, el mundo se redujo al calor de sus manos, al murmullo de sus respiraciones sincronizadas. El sacerdote pronunció palabras de unión, pero Leonela solo escuchaba el latido constante del corazón de Enrique. Cuando deslizaron los anillos, ella sonrió, un gesto que era tanto desafío como entrega.

—Te amo —susurró Enrique, mientras los declaraban marido y mujer.




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