Un libro garabateado con rosado

El polvo que se esconde entre nuestras memorias

El polvo que se ha asentado en el suelo por la falta de limpieza ha empezado a notarse, sobre todo porque puedo ver mis huellas por los pasillos. Las pocas veces que salgo de mi cama es para ir al baño o a tomar agua porque no tengo ninguna sensación parecida al hambre. La soledad de mi hogar, bueno, es extraño llamar hogar a esta casa ahora que solo estoy yo, ha empezado a repercutir en mis hábitos. Eventualmente contesto las llamadas de Gel, a veces le respondo a Su y he evitado hablar con Trevor, pero es el que más pareciera preocuparse por mí enviándome mensajes cada ciertas horas, casi siempre pregunta si estoy comiendo o si necesito hablar con alguien, no le respondo, pero él insiste en enviar mensajes. La última vez que le contesté una llamada me sentí con cierta tranquilidad, un poco agobiado por su gran preocupación, pero con cierta alegría de ser importante para alguien.

Y Ginebra… hasta ahora no responde el último mensaje que le dejé hace días, tampoco me he esforzado en enviarle otro. Creo que me odia.

Creo que la odio.

Camino por el pasillo una y otra vez sin querer entrar a mi cuarto al mismo tiempo que veo reiteradas veces el pomo de la puerta de ese cuarto que mi madre adoraba, ese lugar donde mi padre tocaba el piano todo el día y ella dibujaba sin cesar, ese lugar donde nace la inspiración de ambos y, hace muchos años, la mía. En un golpe de adrenalina me acerco a la puerta y giro la perilla sin pensarlo dejando que la puerta se abra por sí misma provocando un escalofrío que recorre todo mi cuerpo al ver el interior de dicho lugar. Una sábana gris, de la que estoy seguro de que era blanca, recubre el viejo piano de mi padre, seguro que está desafinado. Doy unos pasos dentro del cuarto y veo el caballete de mi madre con un lienzo a medio pintar, no está terminado, pero se ve espectacular: un cielo sin nubes, con diferentes tonos de azul y un sol perfecto a una esquina, la línea que divide el cielo del mar casi es imperceptible, pero sabes bien que está ahí separando ambas cosas, el mar aún no está terminado ni siquiera está dibujado, pero no cuesta mucho imaginarlo. No es ni de lejos la mejor pintura de mi madre, pero, a pesar de ser simple, sigue teniendo ese no sé qué que hace se te revuelva el estómago por la emoción de apreciarla, como si transmitiera todo lo que quiso con esos trazos. En el viejo atril donde mi padre apoyaba las partituras de su violín se encuentra el boceto que mi madre dibujó para su obra, arriba de la hoja está escrito “La perfección de la nada” y noto que en el boceto tampoco está dibujado el mar, por lo que la pintura estaría completa, pero… ¿por qué no dibujó el mar? Aún más importante, ¿por qué a pesar de no haber dibujado el mar puedo imaginarlo a la perfección? Suspiro y me acerco un poco al atril para intentar ver más de cerca el boceto intentando darle una explicación, no obstante, al lado de la hoja hay un sobre blanco hecho a mano, sé que lo hizo mi madre porque ella siempre procuró poner su toque especial a las manualidades: dejar una esquina cortada. Lo tomo con cuidado y siento el polvo en mis dedos, lo sacudo un poco y le doy vuelta para notar que tiene mi nombre escrito en una esquina. Un sudor frío recorre mi espalda haciendo que me sacuda, trago saliva y salgo de la habitación procurando cerrar la puerta detrás de mí, pero sin perder de vista la carta. Llego a mi habitación y sacudo por completo el polvo del sobre con un polo sucio que estaba tirado en el piso, lo abro y saco una hoja, la desdoblo y veo que es la letra de mi madre, es inconfundible porque a pesar de que ella dibuja tan bien, su letra con suerte es comprensible. Mis manos tiemblan y hacen que la tinta azul se vea borrosa, así que dejo la carta sobre mi cama para leerla, pero ahora parece que son mis ojos los que tiemblan. Respiro hondo y decido caminar un poco para calmarme, tomo agua y vuelvo a mi habitación, esta vez me siento un poco más calmado, pero decidido. Trago saliva y respiro hondo antes de empezar a leer.

Marcus,

Has heredado lo peor de dos mundos: tu padre y yo. Por un lado, la insatisfacción de no encontrar aquello perfecto que llene tu vida y te diga que por fin puedes dejar de intentarlo, que la canción perfecta es tuya, que has alcanzado aquello imposible en la vida… aunque es eso: imposible. Por otro lado, las ganas de escapar a un mundo en donde todo puede ser hermoso, tan bello que cause suspiros de tan solo verlo, que te obligue a verlo mil veces buscando algún fallo y renegar al ver que no hay ninguno, esas ganas de pintar aquel cuadro que cambie por completo la visión de las personas respecto al arte, que te sientas completo de solo verlo.

Pero también has heredado lo mejor de ambos: esa pasión por todo y esas ganas de hacerlo, ese talento innato con la música y esa naturalidad en tus trazos. No sé por qué te dieron ese don, pero tu padre y yo sabíamos que debíamos dar todo de nosotros para que seas el mejor porque ambos estuvimos seguros de que lo serás.

Cuando tu padre murió y dejaste de lado todo lo que te recordaba a él: la música, el dibujo, el pollo frito y la gelatina, no pude hacer más que trabajar día y noche para darte todo lo que necesitabas y encerrarme en lo que me quedaba de refugio para combatir la falta que él me hacía, irónicamente, era el lugar que más me hacía recordarlo.

Odio admitir que me estoy muriendo porque sé que te dejaré solo y sé que eso te derrumbará como lo hizo conmigo, sería egoísta pedirte que no dejes que eso suceda, pero sería una tonta si no te pido que, tardes el tiempo que tardes, superes esto y sigas tus sueños. Tu tío se encargará de todo, él siempre fue muy confiable y yo me aseguré de tener todos los seguros posibles antes de que algo me suceda, así que deberás estar bien algunos años hasta que termines la universidad y consigas lo necesario para subsistir. Es un poco gracioso decir que no quiero que nadie sepa que estoy más allá que acá, pero la única persona que me interesa en este mundo ya lo sabe: tú.




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