El cuarto del hotel olía a detergente barato y a aire reciclado. Él despertó antes del amanecer, con el cuerpo tenso y el corazón latiendo demasiado rápido para haber estado dormido. Tardó varios minutos en mover un músculo. Se quedó ahí, acostado, mirando la cortina mal cerrada que dejaba entrar un hilo de luz gris. Le dolía la espalda. El colchón, firme y nuevo, no se parecía en nada a la cama vencida de su departamento, ni a la colchoneta que usaba de adolescente, pero tampoco le ofrecía consuelo.
Se sentó al borde de la cama. Apoyó los codos en las rodillas y se frotó la cara con las manos. El aire acondicionado zumbaba con obstinación. Era la segunda mañana que despertaba en ese cuarto, en esa ciudad, con esa mezcla agria de obligación y vacío.
El hospital lo había llamado dos días atrás. Su padre estaba en cuidados intensivos. Complicaciones múltiples, dijeron. Palabras mecánicas, impersonales. No fue difícil tomar la decisión de venir. Lo difícil era explicarse a sí mismo por qué aún se sentía responsable de alguien que no lo había cuidado más que a medias.
Se duchó sin prisa, bajo un chorro de agua tibia que no lo despertó del todo. Se vistió con ropa limpia que no terminaba de parecerle suya. Rebuscó en el bolso por un analgésico, lo tragó sin agua. El reflejo en el espejo lo observaba como un recuerdo desdibujado. Tenía ojeras, la barba empezando a asomar, y ese gesto de alguien que lleva demasiadas cosas dentro sin saber cómo sacarlas.
En la cafetería del hospital, el café era tibio y aguado, pero igual pidió uno. No porque lo necesitara, sino porque no sabía qué otra cosa hacer con las manos. Se sentó junto a una ventana que daba a un jardín sin flores, rodeado de sillas de metal. Había más silencio del habitual. Una mujer leía en voz baja. Dos enfermeros cuchicheaban junto a la máquina expendedora. El resto del mundo parecía seguir respirando sin él.
Revolvió el azúcar con la cucharita, pero no bebió. Lo último que necesitaba era cafeína. Apoyó los codos sobre la mesa y se quedó mirando un punto fijo, tratando de decidir si debía regresar a la habitación de su padre o postergarlo un poco más.
Y entonces, la vio.
Al principio creyó que era otra persona. El cabello oscuro más corto, el cuerpo más delgado. Pero había algo en la forma de sostener la taza con ambas manos, en el modo en que su mirada evitaba el mundo mientras escuchaba a alguien más con atención. No tuvo que verla del todo para reconocerla.
No la había visto en más de diez años. La última vez fue... ni siquiera estaba seguro de cuándo. De cómo. Solo recordaba un adiós incompleto, una distancia que se fue llenando de años y cosas no dichas. Y sin embargo, ahí estaba. Frente a él. En la misma cafetería de hospital. El tiempo, hecho un nudo hasta entonces, comenzaba a desatarse sin previo aviso.
Estaba sentada con una niña pequeña. Tendría unos seis, tal vez siete años. Dibujaba con un bolígrafo sobre una servilleta, concentrada, con las piernas colgando del asiento. Ella le sonreía entre sorbos de té, con ese gesto que recordaba de lejos, uno que nunca supo si era tristeza o ternura.
Se quedó inmóvil. No sabía qué hacer. No había imaginado encontrársela, y mucho menos así: en mitad de su duelo no asumido, en un lugar que olía a alcohol en gel y a desesperanza. No podía dejar de mirarla. Parte de él quería acercarse, decir algo, cualquier cosa. Otra parte se sentía como un intruso en su propia vida.
La niña alzó la vista. Notó su mirada.
—Kaachan —dijo, con la voz clara de quien no conoce filtros—. Ese señor nos está mirando.
Ella giró apenas el rostro. Sus ojos se encontraron. Fue un segundo. Medio segundo. Y bastó. No hubo palabras. Solo una exhalación muda, una pausa. Ella desvió la mirada con una suavidad que no era rechazo, sino algo más delicado. Más fatigado.
—Termina tu dibujo, Momo —le dijo a la niña, acariciándole el cabello.
Él bajó la vista a su taza aún llena. No supo cuánto tiempo pasó antes de levantarse. No fue a ver a su padre. No de inmediato. Salió del hospital con las manos en los bolsillos, la cabeza llena de ruido blanco. Caminó sin rumbo, con los pies decidiendo por él.
Cruzó el parque central. Evitó las calles más concurridas y terminó en un bar viejo, de esos que abren temprano y no hacen preguntas. Se sentó en la barra, pidió un whisky, lo bebió de un trago. Le quemó la garganta como debía. Odiaba el alcohol con todas sus fuerzas.
Encendió un cigarro; necesitaba la distracción. Miró el humo disolverse en el techo agrietado, buscando en él alguna señal. Pensó en ella. Y en la niña. ¿Era su hija? ¿De qué edad? ¿De quién? ¿Estaba casada?
No sabía nada de su vida. No sabía en qué trabajaba, si aún vivía en la misma casa, si tocaba el piano. No sabía si lo había odiado durante todo ese tiempo. Pero tampoco sabía si estaba preparado para volver a saber.
El teléfono vibró en su bolsillo. Era un mensaje del hospital. “Estado estable. Puede pasar a ver al paciente a partir de las 18:00”. Ni una palabra más. Ni una menos.
Pagó. Salió a la calle. El cielo estaba nublado y un poco más oscuro. No llovía aún, pero el olor del aire prometía tormenta. Se subió la capucha. Siguió caminando. Le dolían los pies, aunque no había andado tanto.
Mientras volvía al hotel, pensó en lo que no se dijo. En la posibilidad —aún vaga, aún incierta— de volver a cruzarse con ella. No sabía si quería que ocurriera o si le aterraba que no sucediera nunca más.