Un Lugar En El Medio

11:10, hoy

El zumbido del teléfono sobre la mesa cortó el silencio como una piedra lanzada al agua. Dai levantó la vista apenas. Había estado tan absorta en las columnas de un informe médico que el resto del mundo parecía haberse suspendido, limitándose a números de sangre, márgenes de referencia y palabras difíciles de comprender. Por un momento dudó en contestar. Luego vio el nombre en la pantalla, y un peso familiar le cayó en el pecho como una manta húmeda.

Philip.

Todavía lo tenía guardado como “Philip (oficial)”, un gesto irónico que se había prometido corregir hace meses, pero que seguía ahí, como tantas otras cosas que se acumulaban sin querer: cajas que no abría, palabras que no decía, promesas sin cerrar.

Respondió con la voz baja, sin ocultar el fastidio.

—¿Qué pasa?

—Tenemos que hablar de los costos —dijo él, directo, sin saludo.

—Estoy ocupada.

—Dai… —hizo una pausa breve, molesta— no podemos seguir así. Esto no es sostenible.

Ella apoyó los dedos contra el puente de la nariz y cerró los ojos. Sabía que tenía razón. La cuenta bancaria estaba vacía, las facturas médicas llegaban cada semana como un reloj cruel, y las horas extras que tomaba como correctora freelance apenas cubrían lo básico. Pero aun así, algo dentro de ella se resistía a tener esa conversación, porque, en el fondo, temía que hablarlo pudiera confirmar que estaba perdiendo el control.

Miró la mesa frente a ella. Entre los papeles desordenados, el cuaderno de su hija descansaba abierto: una hoja con garabatos, árboles torcidos, una flor violeta en la esquina y un sol con gafas negras. Le pareció lo más honesto que había visto en días.

—Voy al hospital —murmuró—. Hablamos después.

No esperó respuesta. Colgó. Se quedó quieta un instante. Luego se levantó, recogió su bolso y salió de casa.

El tráfico a esa hora no era terrible, pero suficiente para convertir el trayecto en una secuencia de suspiros. En la radio sonaba una canción vieja, algo de los noventa que ella solía escuchar en cassette. El ritmo suave la acompañó como un eco, pero no prestó atención a la letra.

Miró por la ventana. La ciudad seguía como siempre: personas que corrían para no perder el bus, oficinistas revisando sus teléfonos en la acera, una pareja discutiendo bajo un paraguas roto. Todo le parecía irreal. Aquella rutina parecía pertenecer a otra versión de ella, una que ya no existía. Una que dormía más de tres horas por noche, que hacía listas de supermercado con optimismo, que creía que todo podía organizarse con un poco de esfuerzo.

Estacionó frente al hospital y entró sin pensarlo demasiado. El pasillo la recibió con su luz blanca y olor a desinfectante. Saludó con un gesto vago a la recepcionista y fue directo a la cafetería.

Necesitaba café. No por el sabor ni la energía. Lo necesitaba como excusa. Como ancla. Algo caliente entre las manos que le diera una razón para no quebrarse antes de subir a ver a su hija.

Él estaba ahí otra vez. En la misma mesa de antes. La chaqueta colgada del respaldo, una taza entre las manos, la mirada perdida en alguna parte del mundo que ya no compartían. Tenía el ceño levemente fruncido, tenía la expresión de quien piensa demasiado o busca en su memoria algo importante.

Dai se quedó congelada unos segundos. No porque no lo esperara, sino porque aún no sabía cómo reaccionar ante su presencia. No era como en las películas. No había música de fondo ni flashbacks a cámara lenta. Solo un silencio incómodo y un recuerdo latiendo bajo la piel.

Él giró la cabeza y la vio. Y no se sorprendió. No frunció el ceño. No sonrió. Solo asintió, apenas, con la resignación de quien sabe que aquel encuentro era inevitable.

Ella pidió un café y se sentó en la mesa más cercana sin mirarlo directamente. No se hablaron. Pero, por primera vez desde que se habían reencontrado, tampoco se ignoraron del todo.

El café estaba amargo. Y caliente. Y perfecto.

Dai sacó el cuaderno de notas de su bolso. En él había recibos médicos, anotaciones con tachones, un calendario incompleto del tratamiento, y dibujos de su hija en los márgenes. Cada página era una mezcla de lo práctico y lo emocional. Una prueba de que estaba intentando sostenerlo todo con una sola mano.

Mientras hacía cálculos con el bolígrafo mordido, lo sintió. La mirada de él. No era insistente, pero sí constante. Como si estuviera esperando algo, sin saber qué. Como si todavía existiera un hilo invisible entre ellos, uno que no se había roto del todo, aunque se hubiese oxidado con los años.

Por un segundo pensó en mirarlo. De verdad. En sostenerle la mirada y ver qué pasaba. Pero no lo hizo. No tenía fuerzas para una conversación que no sabía cómo empezar.

Fuera del hospital, el cielo comenzaba a cerrarse. Las nubes estaban densas, como un presagio. Podría quedarse allí toda la tarde. Podría irse y no volver. No tenía claro qué sería más difícil.

El café se enfriaba.

Su teléfono vibró una vez. Era un mensaje corto de Philip.

“¿Hablamos esta noche?”

No respondió.

Volvió a mirar a Elijah. Ya no la observaba. Ahora se masajeaba el puente de la nariz, con un gesto que mostraba que el día le pesaba igual que a ella. No llevaba anillo. No tenía cicatrices visibles. Pero sí la misma expresión de siempre: la de alguien que sentía demasiado y decía muy poco.




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