Un Lugar En El Medio

16:23, hoy

El aire en el hospital era más espeso ese día. No por el calor, sino por el tipo de silencio que se cuela entre las paredes después de demasiadas horas sin respuestas. Ese que se instala en la garganta y se queda ahí, denso, haciendo que cualquier intento de palabra suene inadecuado.

Dai caminaba por el pasillo con los brazos cruzados, sin mirar a nadie. Había aprendido a moverse entre enfermeras y familiares como una sombra más, sin detenerse, sin hablar. En sus zapatos quedaban rastros de jornadas enteras esperando resultados, firmando formularios, escuchando términos que aprendía a la fuerza. “Estable” no siempre era una buena noticia. “Observación” no siempre era alivio.

La última consulta había sido buena, al menos en papel. Pero ella sabía que lo “bueno” en el hospital era relativo. Una pausa, no una promesa. Un suspiro, no una solución.

Dobló la esquina del pasillo, camino al laboratorio de análisis, cuando lo vio.

Estaba apoyado contra la pared, con los brazos cruzados sobre el pecho y la mirada clavada en el suelo, esperando algo que nunca llegaba. O quizás solo estaba posponiendo entrar a alguna habitación. Parecía más delgado, más pálido bajo las luces frías del hospital. El abrigo gris oscuro le colgaba ligeramente de los hombros, con la holgura torpe de algo ajeno. De algo demasiado pesado.

Dai se detuvo un segundo. No porque no supiera qué hacer, sino porque su cuerpo no reaccionó a tiempo. Sus pasos se detuvieron antes que su mente. El recuerdo de la cafetería, del cruce de miradas, del silencio incómodo que arrastraban desde hacía días —o desde hacía más de una década— volvió a instalarse en su estómago.

Y entonces, él levantó la vista.

Sus ojos se encontraron.

No fue una mirada larga. No fue una de esas escenas que se quedan congeladas en la memoria. Fue breve, vacilante, y ambos parecían sorprendidos al verse. Algo invisible los empujaba a reconocerse sin estar seguros de querer hacerlo.

Ella asintió. Un gesto pequeño, educado, casi automático.

Él tardó un segundo, pero devolvió el gesto. Los labios apenas se le movieron. No hubo sonrisas. No hubo palabras. Solo un acuerdo silencioso: estamos aquí. Seguimos aquí. Por alguna razón.

Iba a seguir de largo, a desaparecer en el pasillo sin haberlo visto, cuando algo la detuvo. Un tirón suave en su abrigo.

—Kaachan —dijo su hija, con la voz arrastrada de cansancio—. Tengo sueño. ¿Ya nos vamos?

La pequeña estaba con la mochila colgando de un solo hombro, un libro infantil abrazado contra el pecho y los párpados pesados. Dai le acarició la cabeza con una ternura distraída, y cuando miró de reojo, Elijah la observaba con una expresión que no supo descifrar del todo. No era sorpresa. Tampoco era tristeza. Era… algo más profundo. Era como querer leer un libro entero solo con mirar la portada.

Ella no dijo nada.

—Sí, ya nos vamos —respondió con voz baja, solo para su hija.

Hana la tomó de la mano sin soltar el libro. Sus pasos eran pequeños, lentos. Elijah no se movió. No dijo nada. Pero los siguió con la mirada. Del mismo modo que si algo lo empujara a quedarse quieto mientras ellas se alejaban.

Dai no miró atrás. No quería.

Elijah permaneció inmóvil unos segundos más, observando el punto exacto donde ambas habían desaparecido. Luego bajó la vista a sus propias manos. Una de ellas temblaba un poco. No por emoción. No por nervios. Sino por el agotamiento, por las noches mal dormidas, por la tensión que se acumulaba en la nuca y se le iba directo al pecho.

Suspiró. Se frotó los ojos con fuerza.

Volteó hacia la puerta a su derecha. La habitación de su padre.

La había evitado todo el día. Se había paseado por los pasillos, se había quedado junto a las máquinas expendedoras, incluso había salido a fumar medio cigarrillo aunque ya no lo hacía con frecuencia. Todo para no entrar ahí. Todo para no mirarlo de cerca.

Pero ahora no tenía excusas.

Empujó la puerta con suavidad.

Dentro, el cuarto olía a metal, a oxígeno, a ropa de cama que nunca se calienta del todo. Su padre dormía, si a eso podía llamársele dormir. Tenía la piel delgada como papel, los labios resecos, las manos inmóviles. Un cuerpo al que apenas reconocía. Solo los pómulos seguían allí, duros, angulosos, como los suyos.

El monitor cardíaco marcaba un ritmo constante, pero lento. El sonido era monótono, regular. No reconfortaba. Solo recordaba que el tiempo seguía pasando.

Elijah no entró del todo. Se quedó al borde, una mano apoyada en el marco. Lo observó en silencio. Recordó cuando era niño y su padre le decía que los hombres aguantaban. Que no lloraban. Que no mostraban debilidad. Que tragaban las palabras y apretaban los puños y seguían.

Ahora, ese hombre parecía tragado por la cama. Parecía que todo lo que alguna vez sostuvo parecía haberse esfumado.

—Señor Laurence.

La voz lo hizo girar. Un médico joven, de rostro cansado y mirada firme, estaba en el umbral, con una carpeta en las manos.

—¿Podemos hablar un momento?

Elijah asintió y salió con él al pasillo.




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