La niña del vestido amarillo corría otra vez por el campo, pero esta vez sin gritar. Había muchos otros vestidos en su armario —lo sabía porque su madre los doblaba con manos exigentes y ojos que no dejaban pasar arrugas—, pero por alguna razón, ese era el único que Dai usaba. Estaba manchado de hierba, deshilachado en el dobladillo y tenía una costura floja en el hombro que nunca terminaban de arreglarle. Aun así, era su favorito. Le recordaba al verano. O a la miel. O a los duraznos.
Llevaba una cuerda roja bajo el brazo y en el pelo una diadema de antenas de abeja, ladeada, como dudando hacia dónde apuntar. Su cara estaba tensa, los labios apretados, las cejas fruncidas. Caminaba sobre barro reciente, el cielo encapotado sobre ella como una amenaza inminente.
Estaba buscando algo.
—Ajá —murmuró, agachándose junto a unas huellas pequeñas y desordenadas marcadas en la tierra húmeda—. ¡Te tengo!
La oveja, su favorita y más insubordinada, se había vuelto a escapar. Aunque escapar era una palabra generosa: Gretel no huía, se deslizaba. Parecía querer desaparecer por ratos del rebaño, hacer su propia travesía personal hacia lo que sea que buscaran las ovejas testarudas. Dai la entendía. Ella también se sentía así, muchas veces.
—No te va a gustar ese arbusto —dijo al aire, mientras trepaba la colina baja, que se extendía como un suspiro al borde del pueblo—. Tiene espinas. Vas a terminar toda pinchada. Aunque quizás eso te gusta. Eres rara. Más rara que yo.
Del otro lado del roble, justo al borde del camino de tierra, Elijah regresaba con una bolsa de papel en una mano. Había ido a la tienda a comprar pan para la señora Clay, la vecina del tercer piso. Ella siempre le daba galletas rancias como agradecimiento, junto con un "eres un buen chico" que a él no le sabía a nada.
Caminaba con la cabeza gacha, los cordones desatados, las manos frías. Las suelas húmedas hacían un sonido blando sobre el lodo.
La oveja apareció primero.
Una masa gris que cruzó frente a él a toda velocidad, tambaleándose como una nube viva. Elijah se detuvo. Su cara no cambió, pero su cuerpo se tensó por costumbre. Luego apareció Dai. El vestido amarillo ahora tenía una nueva mancha en el costado, la cara roja por la carrera. Al verlo, frenó de golpe.
—¡Tú! —exclamó, con una mezcla de sorpresa y triunfo.
Elijah parpadeó. No estaba seguro de si se suponía que debía saludarla. Ni siquiera recordaba si habían hablado de verdad o si solo lo había soñado.
—¿Viste por dónde fue?
Él levantó la mano y señaló con dos dedos hacia el arroyo. Un movimiento breve, casi tímido.
—¡Gracias!
Dai corrió unos pasos, pero se detuvo. Volvió sobre sus pasos, con la certeza interna de que esa no podía ser toda la conversación.
—¿Quieres venir?
Elijah bajó la vista a la bolsa de pan. Luego miró el campo, aún húmedo de la llovizna de la mañana. Asintió, casi imperceptible.
Caminaron en silencio por un rato. Dai iba adelante, hablando sola a ratos: “Debería haberle puesto un cascabel”, “Papá va a regañarme otra vez”, “Gretel se cree poeta, seguro”. Elijah no decía nada. Pero escuchaba. Era bueno en eso. En quedarse cerca sin interrumpir.
Finalmente, encontraron a Gretel junto a un arbusto con ramas retorcidas, mordisqueando con obstinación las hojas secas. Dai se agachó, aliviada.
—Siempre te vas por lo más feo. Debe ser porque eres tan bonita, ¿verdad? Entonces haces lo contrario para compensar.
Elijah se quedó unos pasos atrás, mirando en silencio.
—¿Tú tienes ovejas? —preguntó Dai sin girarse.
—No —respondió él.
—¿Tienes hermanos?
—No.
—Ah.
Siguió un silencio breve. Dai ató la cuerda al cuello lanoso de Gretel con una habilidad que no parecía propia de alguien de su edad. Se incorporó con un resoplido.
—¿Tú vives cerca?
Él asintió.
—¿Tienes nombre?
Otra vez, él asintió. Dai lo miró de reojo, con una ceja levantada, sin saber bien si reír o enfadarse.
—Eres raro —dijo, sin malicia.
—Eso dicen.
Ella sonrió.
—Bueno. Los raros son los mejores para encontrar ovejas.
Elijah la miró. Por primera vez, sus labios se curvaron apenas. Una sombra de sonrisa.
—Está bien —dijo.
Dai sonrió con los dientes incompletos, satisfecha. Luego, le tendió la cuerda de Gretel. Elijah la tomó con torpeza.
—Si se escapa, no es mi culpa.
—Nunca lo es —dijo ella, con la seriedad de quien habla de algo más grande que una oveja.
Caminaron en dirección al pueblo. Elijah no hablaba, pero estaba más cerca de lo que había estado de alguien en mucho tiempo. Dai silbaba una melodía improvisada.
Cuando llegaron a la cerca de madera que marcaba el final del terreno de los Mori, Dai se detuvo. Gretel tiró de la cuerda, harta del paseo.