Un Lugar En El Medio

17:48, hoy

Se paró frente a la máquina expendedora como si el simple acto de elegir algo pudiera organizarle las ideas.

Elijah sacó unas monedas del bolsillo del pantalón, las pasó de una mano a otra y observó la selección. Nada llamativo. Galletas empaquetadas, bolsitas de frutos secos, barras de chocolate que probablemente sabían a cartón. Pero algo, cualquier cosa, era mejor que seguir sentado en esa sala de espera con los pensamientos dándole vueltas en la cabeza como una lavadora sin fin.

Insertó las monedas sin mirar demasiado y presionó el código de una barra de chocolate. El motor interno zumbó… y luego nada. La espiral metálica se movió apenas un centímetro antes de quedarse inmóvil, atrapando el envoltorio brillante justo al borde.

Elijah parpadeó. Esperó. Nada.

Golpeó suavemente el lateral de la máquina con los nudillos, todavía con la esperanza infantil de que el mundo respondiera a la insistencia. Presionó el botón de devolución. Otro pitido. Otra nada.

—¿En serio? —murmuró, agachándose un poco para mirar el mecanismo por dentro, como esperando que la mirada fuera suficiente para ponerlo en marcha.

Volvió a marcar el código. Nada. Su mandíbula se tensó, y esta vez le dio un pequeño golpe al vidrio con la palma abierta. La barra se tambaleó, pero no cayó. Seguía atrapada, burlona.

—Vamos…

—No funciona así —dijo una voz a su espalda.

Se giró. Una enfermera mayor, con una taza de café entre las manos, lo observaba con una mezcla de fastidio y ternura resignada.

—¿Ah, no? ¿Y cómo funciona entonces?

—Te rindes. O compras algo que sí quiera salir.

Elijah resopló. Volvió a meter la mano en el bolsillo, sacó otra moneda, y eligió una bolsa de papas al azar. Esta vez, el pitido fue seguido de un giro completo. La bolsa cayó sin esfuerzo al fondo del compartimiento.

Suspiró.

Pero antes de agacharse, miró de nuevo la barra atascada. Y, del mismo modo que si su dignidad estuviera en juego, le dio una patada seca a la base de la máquina. Un pequeño temblor. Y luego, el premio.

El chocolate cayó con un golpe suave, resignado.

Elijah se inclinó, recogió ambos productos, y murmuró:

—Ni siquiera quiero esto.

Cuando se incorporó para responderle algo sarcástico a la enfermera, ella ya no estaba.

Pero el sonido de unos tacones suaves le hizo alzar la mirada.

Atravesaba la sala de espera con un andar más lento del que recordaba, con un abrigo demasiado grande para su silueta y el cabello recogido a medias. Llevaba una carpeta bajo el brazo, con papeles que sobresalían por los bordes, mostrando señales de haber sido repasados una y otra vez. Su bolso colgaba pesado del hombro izquierdo.

Había algo distinto en su forma de caminar. Ya no parecía intentar apurarse. El tiempo le había quitado la urgencia, pero no el cansancio.

La vio atravesar el pasillo sin mirarlo. Estaba sola esta vez. Se detuvo unos segundos para buscar algo en el bolso —unas llaves, quizás— antes de empujar la puerta que conducía al vestíbulo.

Y entonces, sin pensarlo, Elijah dio un paso. Luego otro.

Cuando salió, la encontró justo guardando las llaves en un bolsillo interior. No parecía haberlo notado todavía. Dudó. El viento le revolvió el abrigo, le empujó el cabello hacia los labios. Era una escena cotidiana, banal. Pero algo en ella le pareció inmensamente íntimo.

—Oye.

La palabra le salió sin adornos, sin preparación. Casi torpe. Pero honesta.

Ella giró el rostro. La sorpresa en sus ojos fue genuina. No era molesta, pero sí desconfiada. Parecía no estar segura de qué tipo de conversación podía surgir de un “oye” después de tantos años.

—¿Qué? —preguntó. No había hostilidad en su voz. Solo una especie de defensa anticipada.

Hubo un silencio breve. El tipo de silencio que deja espacio para que uno se arrepienta de haber hablado. O de haber nacido.

Elijah tragó saliva. Le temblaban un poco los dedos. O quizá solo lo sentía así por el frío.

—¿Quieres un café?

La pregunta quedó suspendida en el aire entre ambos. No era una invitación romántica. No tenía intención de parecer valiente o encantador. Era simplemente eso: una pregunta. Una forma de no dejarla ir sin decir nada. Porque verla desaparecer otra vez, sin una sola palabra, le resultaba de pronto insoportable.

Dai lo miró con atención. No era una mirada dura, pero sí cautelosa. De la misma manera que si estuviera buscando algo en él que confirmara que era buena idea. O terriblemente mala.

Finalmente, exhaló. Y asintió.

—Está bien.

No intercambiaron sonrisas. Ni excusas. Ni siquiera fingieron alivio. Pero caminaron juntos hasta una pequeña cafetería cercana, justo fuera del hospital. Un sitio anodino, con sillas de plástico y tazas de porcelana barata. Sonaba una canción instrumental por los parlantes, una melodía sin letras que parecía diseñada para no molestar a nadie.




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