Un Lugar En El Medio

18:31, hoy

Dos días después, volvieron a encontrarse en la cafetería del hospital. No hubo mensajes ni llamadas. Ninguna promesa ni excusa. Solo una coincidencia repetida que ya empezaba a parecer una decisión compartida.

Él había llegado primero. Estaba sentado en una esquina, con la espalda recta pero el cuerpo visiblemente cansado, giraba la taza entre las manos con un gesto ausente. Ella llegó con paso sereno, con la carpeta habitual bajo el brazo y los hombros encogidos por el peso del día. Al verla entrar, Elijah alzó la mirada un segundo, apenas. No sonrió. Ella tampoco.

Y sin embargo, se sentó frente a él.

No hablaron al principio. El café entre ellos se fue enfriando lentamente, dando la sensación de que el tiempo se deslizaba sin urgencia en esa mesa. El silencio no era incómodo, pero sí espeso. Parecía que cada palabra no dicha colgaba entre ellos, acumulándose.

Elijah rompía el ritmo de la taza entre sus dedos de vez en cuando, observando cómo la espuma marrón se disolvía contra la porcelana blanca. Aquel gesto simple lo mantenía ocupado, distraído. Había algo insoportable en mirarla por demasiado tiempo. Su rostro era distinto: más definido, más sobrio, más agotado. Pero al mismo tiempo, era el mismo. La curva de sus labios se tensaba cuando estaba incómoda, el ligero tamborileo de sus dedos contra la mesa. Pequeños detalles que le golpeaban la memoria como ráfagas.

Ella, por su parte, también lo miraba sin mirarlo del todo. Le llamó la atención que aún frunciera el ceño cuando pensaba demasiado, que sus manos buscaran refugio en el bolsillo de la chaqueta aunque no tuviera frío. Había cambiado, sí. Estaba más delgado, su piel tenía ese tono apagado que deja el insomnio crónico, y su cabello era más largo, descuidado, dando la impresión de que había dejado de importarle. Pero no del todo. Seguía teniendo esa especie de dignidad silenciosa que a veces se confundía con tristeza. Y el color avellanado de sus ojos aún se distinguía entre la espesura de sus pestañas.

Ambos se observaban midiendo los restos de un idioma que solían hablar con fluidez.

Fue él quien desvió la mirada primero. Se fijó en una mancha sobre la mesa, un pequeño halo de humedad que alguien había dejado con una taza anterior. Años atrás, podían compartir horas en silencio, cada uno absorto en sus pensamientos, con la certeza tranquila de que el otro estaba allí. Ahora ese silencio era otro. No incómodo, pero sí nuevo. Como una ropa prestada que aún no sabían si les quedaba bien.

—¿Cómo has estado? —preguntó Elijah al fin, su voz más ronca de lo que recordaba.

Ella parpadeó, y por un instante pareció medir las palabras. O las mentiras.

—Bien —respondió con suavidad. Una respuesta breve, lo suficientemente aceptable para no abrir ninguna herida. Pero ambos sabían que no era del todo cierta.

Él no insistió. Solo asintió, con la certeza silenciosa de que eso bastaba.

—¿Tú? —preguntó ella al cabo de unos segundos.

Elijah dejó escapar una risa breve, casi muda. Más aire que sonido.

—Algunos días son mejores que otros.

Esa frase era un escudo. Pero también una verdad honesta. Dai asintió lentamente. Era lo más que cualquiera de los dos podía admitir sin romper el equilibrio.

La cafetería seguía con su vida ajena. En la mesa contigua, un padre intentaba entretener a su hijo con un avión de papel mal doblado. Una enfermera bostezaba mientras escribía algo en una libreta. La cafetera escupía vapor con un sonido monótono. Todo seguía, excepto ellos. En esa mesa, el tiempo parecía haberse detenido. No como una pausa poética, sino como un fallo del sistema. Una anomalía.

Dai bajó la mirada a sus manos. Las uñas cortas, sin esmalte. El dorso de la mano con una pequeña mancha que no recordaba haber visto antes. Se preguntó si él todavía recordaba cómo solía pintarlas de colores chillones, cómo alguna vez se le ocurrió usar esmalte azul pastel con estrellitas blancas porque era como atrapar el cielo.

—No pensé que volvería a verte —dijo ella, por fin.

No era un reproche. Tampoco una confesión. Era solo una verdad.

Elijah mantuvo la vista en la taza, con el peso de las palabras que no estaba dispuesto a admitir.

—Yo tampoco.

Y luego el silencio volvió, pero esta vez se sintió distinto. No como un muro, sino como un cuarto cerrado donde al menos habían encendido una lámpara.

Él se inclinó hacia adelante y apoyó los codos en la mesa. No la miraba directamente, pero su voz salió más firme.

—La niña… ¿cómo se llama?

Dai se tensó un poco, aunque no lo demostró del todo. Su mirada se perdió un instante en el reflejo de la ventana.

—Hana —dijo al fin—. Se llama Hana.

Elijah asintió, despacio. El nombre parecía flotar entre ellos, frágil. No preguntó nada más, y ella agradeció que no lo hiciera.

Hubo un momento extraño en que el silencio se sintió menos como vacío y más como una tregua. Elijah alzó la vista y la encontró observándolo, no con distancia, sino con una ternura contenida. Parecía enfrentarse a un recuerdo que no estaba segura de querer traer de vuelta.

—No pensé que el reencuentro sería así —dijo él de pronto, casi en un susurro—. Cafetería de hospital. Casi demasiado tétrico.




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