Dai siempre caminaba con los brazos abiertos, apartando ramas de un bosque invisible. Lo hacía sin pensar, como quien ha decidido desde temprano que el aire también necesita ser empujado. Esa tarde, en el recreo, se alejó del grupo sin decir nada. Era habitual que lo hiciera. No le gustaban los juegos con reglas ni las voces que gritaban turnos o puntos. Reglas era lo que tenía de sobra en casa: para comer, para tocar el piano, para doblar las medias y para cómo sentarse en la mesa. Afuera era diferente. Afuera podía tener los calcetines disparejos y la cabeza llena de cosas sin nombre.
Se fue directo a la parte trasera del colegio, donde el pasto crecía más libre y los bancos se volvían raros. Ahí no llegaban los profesores ni las risas en grupo. Solo había árboles bajos, piedras viejas cubiertas de musgo y un olor a tierra mojada que a ella le encantaba. Algunas veces encontraba bichos. Otras, simplemente se echaba boca arriba a contar formas en las nubes o a cantar canciones inventadas con el ritmo de su andar.
Esa vez no tuvo tanta suerte.
Tropezó.
Una piedra mal encajada o tal vez una raíz escondida. El vestido se le enredó en las rodillas, el aire se le fue del pecho y las manos no alcanzaron a salvarla del golpe. Cayó de lleno sobre la tierra húmeda. El ruido fue seco, y el dolor en la pierna le arrancó un quejido ahogado que se perdió en el viento.
Se quedó allí, en cuclillas, con la frente arrugada y los puños cerrados. La rodilla le ardía, y aunque no lloraba aún, el mundo le parecía de pronto más injusto de lo habitual. El barro había manchado su vestido favorito y había hojas secas pegadas a su trenza.
—¿Estás bien? —preguntó una voz bajita, con la inseguridad de quien no sabe si debería estar ahí.
Dai alzó la vista. Lo reconoció al instante: el niño callado del columpio, el mismo del campo, el que nunca hablaba pero siempre parecía estar allí. Sostenía un libro contra el pecho, usándolo como un escudo.
—Me caí —respondió ella, haciendo un esfuerzo por sonar valiente—. Pero ya no duele tanto.
Él se acercó con pasos cortos y precavidos. Miró la herida sin tocarla. Dai notó que sus manos temblaban un poco, con la tensión de quien está a punto de soltarlo todo.
—Va a sangrar un poco —murmuró, sin apartar los ojos de la raspadura.
—No me importa. Me gustan las cicatrices. Hacen que parezca valiente —dijo Dai, aunque el ardor la hacía apretar los dientes.
Él se quedó pensativo un segundo. Luego asintió, con la sensación de haber comprendido algo vital.
Hubo una pausa larga, el tipo de silencio que no incomoda, solo se acomoda entre las palabras no dichas.
Entonces Dai señaló la piedra que había causado el tropiezo.
—La voy a castigar.
Se puso de pie, cojeando un poco, y se sentó encima de la piedra con gesto solemne, como una reina que toma posesión de su trono.
—Ahora es mi trono. Está condenada por su crimen.
Él la miró, sin saber si debía reír o quedarse callado.
—Puedes sentarte también —agregó Dai, palmeando el espacio a su lado.
Él dudó. Luego se sentó con extremo cuidado en el borde. El libro cayó entre ambos, abierto por la mitad, sus páginas manchadas de dedos viejos.
—¿Lees porque te gusta o porque tienes que hacerlo? —preguntó Dai, señalando el libro con el mentón.
—Porque me gusta.
—Qué raro eres.
—Ya me dijiste eso.
—Bueno, lo confirmo.
Esta vez, hubo una sonrisa pequeña en el rostro de Elijah. No fue más que una línea suave, pero Dai la notó.
—¿Sabes cómo me llamo? —preguntó ella.
Él negó con la cabeza.
—Me llamo Dai. No como “dai” de “dar”, sino Dai porque sí. Mis papás dicen que lo sacaron de un poema japonés, pero nadie recuerda cuál. Igual me gusta. Suena como si empezara algo.
Elijah asintió. Guardó el nombre en su mente, sintiéndolo como una palabra extranjera y desconocida.
—¿Tú tienes nombre? —preguntó ella de pronto, mirándolo de reojo.
—Sí. Elijah.
—¿Eli... qué?
—E-li-jah —repitió él, despacio.
—No puedo decirlo bien. Se me cayó un diente de aquí —señaló el hueco en su sonrisa—. Eli. Es más fácil.
Él no la corrigió. Solo bajó la mirada y asintió otra vez. Por alguna razón, no le molestaba cómo lo había dicho ella.
Dai estiró las piernas, respiró profundo.
—A veces me gusta estar sola. Pero solo a veces. Cuando me caigo, prefiero no estarlo.
Elijah giró la cabeza apenas. No estaba acostumbrado a que alguien hablara así, con la naturalidad de quien dice lo que siente sin rodeos.
—A mí también —susurró, casi sin querer, y se acomodó un poco más cerca.
El viento sopló más fuerte. Algunas hojas secas revolotearon a su alrededor. La piedra se calentaba bajo el sol tímido de otoño. Desde allí, podían ver el cielo abierto, sin edificios ni cercas. Solo campo y una bandada de pájaros volando en dirección contraria al pueblo.