Un Lugar En El Medio

19:04, hoy

El autobús se sacudía con un ritmo sordo sobre el asfalto agrietado, mientras el sol de la tarde se filtraba débilmente por los vidrios empañados. Elijah iba junto a la ventanilla, con la cabeza apoyada contra el vidrio frío. Cada curva le hacía temblar ligeramente los dientes. No había dormido bien. No había dormido en absoluto.

Se acostumbraba de nuevo a ese trayecto con la misma mezcla de resignación y familiaridad con la que uno acepta una canción que no le gusta pero conoce de memoria. Una hora desde la ciudad hasta ese pueblo detenido en el tiempo. Nunca aprendió a conducir, no por falta de oportunidad, sino por una convicción íntima: prefería estar a merced del camino antes que asumir el control. La idea de acelerar le inquietaba. Frenar también.

Miró su reflejo en el cristal empañado, desdibujado por las vibraciones del motor. La barba de dos días, los ojos hundidos, los hombros tensos. Reconocerse ya no era un acto inmediato. Ahora era un proceso. Una búsqueda entre capas.

Monmouth apareció a lo lejos, entre campos de hierba amarillenta y árboles desnudos por el invierno tardío. Todo estaba igual. Las mismas calles adoquinadas, las mismas casas de ladrillo con fachadas agrietadas, la tienda de comestibles con el letrero descolgado que aún prometía leche fresca aunque ya nadie creyera en eso. Elijah descendió del autobús y se quedó parado un momento, con la mochila colgando flojamente de un hombro. Respiró hondo. El aire olía a leña y humedad. Casi como entonces. Casi.

Caminó en dirección al edificio donde había crecido. El concreto envejecido crujía bajo sus pasos. Subió por la escalera estrecha, empujó la puerta del departamento del tercer piso y entró en lo que ahora llamaba su estudio.

Antes, ese era un lugar que olía a alcohol y rabia. Un espacio donde el silencio era una amenaza y cada noche tenía la tensión de una cuerda a punto de romperse. Ahora, al menos, era suyo. Las sombras también, pero las entendía mejor.

Encendió las luces. La habitación se llenó con el olor familiar de trementina, óleos, madera húmeda. El único lenguaje que no le pedía explicaciones. La luz cayó sobre el caos ordenado de su mesa: pinceles secos metidos en vasos de vidrio, tubos de pintura apretados en el medio, estrujados como por unas manos impacientes, y lienzos apilados contra la pared, algunos cubiertos con telas manchadas.

En la cocina, se sirvió un vaso de agua. El cristal de la ventana devolvía un reflejo sin forma. En la calle no se oía nada más que un perro ladrando a lo lejos; el resto del pueblo parecía detenido en una siesta interminable.

Se obligó a mirar el lienzo que había dejado a medio empezar hacía dos semanas. Lo había garabateado en una madrugada de insomnio con una rabia tranquila, como quien escribe una carta que no enviará. Lo miró durante largos segundos. No sentía nada por él. Y eso era lo más preocupante.

El zumbido de su teléfono lo interrumpió. Vibraba en la mesa como una advertencia. Un número desconocido.

—Laurence —contestó con la voz seca.

—Elijah, soy Marlowe —dijo una voz al otro lado. Reconocible al instante por su tono grave y afectado.

Marlowe Kenwright. De baja estatura, con una calva que intentaba disimular con sombreros caros y un gusto casi caricaturesco por el arte dramático. Había sido una figura recurrente en sus años formativos como pintor. Dueño de una galería influyente en la ciudad, y uno de los pocos que se había interesado en su obra cuando aún no sabía cómo firmarla.

—Espero no interrumpir —continuó Marlowe, sin esperar respuesta—. Escucha, tengo un comprador interesado. Un coleccionista privado, muy discreto. Quiere algo tuyo, pero no cualquier cosa. Pidió algo inédito. Algo íntimo.

Elijah cerró los ojos un instante, presionándose las sienes con dos dedos.

—¿Algo íntimo?

—Sí. Personal. Dice que quiere ver lo que no le muestras a nadie.

Elijah exhaló lentamente, apoyando el codo sobre la mesa. Esa palabra —personal— tenía filo.

—No tengo nada de ese tipo —dijo, con voz apagada.

—No me digas eso. Tienes hasta el final de la semana. Dale una vuelta. Me llamó dos veces. Y eso no es habitual en él. Puede pagar muy bien.

Cuando colgó, Elijah se quedó en silencio frente al teléfono, esperando, tal vez, que dijera algo más. Lo dejó a un lado y caminó hacia el ventanal. Afuera, el cielo se oscurecía lentamente. Las primeras luces del atardecer convertían las fachadas en sombras largas. Era el tipo de luz que debería haberle inspirado. Pero no lo hacía.

Últimamente, ponerse a trabajar le tomaba más energía que el propio trabajo. Podía pasar horas enteras frente a un lienzo en blanco sin hacer más que mover pinceles de un lado a otro, esperando que el orden de los objetos despertara la inspiración por sí solo. Se burlaba internamente de su propio ritual: limpiar la mesa, preparar el café, afilar los lápices, abrir una ventana. Todo menos pintar. Era como prepararse para una guerra que nunca empezaba.

Se encendió un cigarro sin pensarlo. Aspiró hondo y sintió la quemadura leve en la garganta. Había prometido dejarlo. Pero esa promesa también se había evaporado entre otros fracasos más importantes.

El sonido del fuego encendiéndose en la estufa lo distrajo. Puso agua para té sin mucha convicción. Sabía que no dormiría bien esa noche. Tampoco tenía a quién escribir, ni un lugar donde ir.




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