La mañana empezó antes de que el sol se decidiera a salir.
Elijah ya estaba despierto cuando escuchó el sonido seco y familiar de una botella rodando por el suelo, seguido del estallido contra la base del mueble de la televisión. No se sobresaltó. Solo se quedó inmóvil, bajo la manta áspera, con la mirada fija en una telaraña del techo que había crecido en silencio durante la semana. Escuchó el murmullo distorsionado del televisor encendido: un comercial de cuchillos o tal vez una telenovela en idioma extranjero. Su padre decía que no podía dormir sin ruido. Que el silencio le hacía pensar cosas que no debía.
Elijah bajó de la cama sin encender la lámpara. Sabía dónde pisar. Conocía la coreografía de ese pequeño campo minado: las tablas que crujían, la caja rota de herramientas, el hueco en la alfombra. Atravesó el pasillo como una sombra entrenada para no existir.
—¿Qué haces ahí parado como idiota? —gruñó su padre desde el sofá, sin despegar la cara de la almohada grasienta.
Elijah no respondió. Bajó la mirada y se puso de cuclillas frente a los vidrios. El trapo viejo seguía donde lo había dejado la última vez, con manchas que ya no saldrían jamás. Recogió los restos con movimientos lentos, casi cuidadosos. Algunos cortes antiguos en sus dedos ya ni dolían. Solo eran parte del proceso. Como respirar.
No hubo desayuno. La estufa estaba apagada, y al paquete de pan de la semana pasada le quedaban apenas dos rodajas. Su padre volvió a dormirse con la boca entreabierta y el control remoto sobre el pecho, como un escudo de guerra torcido.
Cuando Elijah salió de casa, el cielo aún estaba medio azul, medio negro. La calle olía a humedad y a cigarro viejo. El asfalto mojado por el rocío se adhería a las suelas, intentando retenerlo. Caminó sin mochila, sin peinarse. Había olvidado los lápices. O quizás no los había querido empacar.
En la entrada de la escuela, sentada en el bordillo con las piernas abiertas como una rana, Dai mordía un bollo de arroz con las manos llenas de tierra. Tenía una hoja pegada en la mejilla y una media más caída que la otra.
—¿Te peleaste con tu mochila? —preguntó al verlo.
Elijah encogió los hombros. No fue un gesto triste. Solo un “da igual” sin sonido. Dai no insistió. Hizo espacio a su lado con la cadera, pero él prefirió quedarse de pie.
En clase de música, el profesor les repartió unos xilófonos de plástico con colores chillones. Los dejó sobre cada pupitre como quien entrega juguetes en una fiesta sin ganas. Elijah no tocó el suyo. Ni siquiera lo miró demasiado. Apoyó la barbilla en las manos y fijó los ojos en la ventana empañada del aula.
—¿No quieres intentar? —susurró Dai desde el puesto contiguo.
Elijah negó con la cabeza. Ella tampoco insistió. Solo lo observó de reojo por un rato, luego empujó su propio xilófono hacia su mesa.
—Tócalo tú. Yo ya me lo sé.
Elijah dudó. Sus dedos rozaron las baquetas, sin estar seguros de cómo sujetarlas. Entonces, al cabo de unos segundos, levantó una y golpeó una nota. El sonido fue hueco, casi torpe. Luego otra. Y otra más. Al principio solo eran golpes sin orden, pero después —sin que él lo notara— empezaron a seguir un ritmo.
Dai tarareaba por lo bajo. No era ninguna canción reconocible. Era más bien un murmullo sin forma, como una melodía inventada al momento. Elijah, sin saber por qué, empezó a seguir el ritmo con más precisión. Durante unos minutos, pareció que todo lo demás se disolvía: los otros niños, el profesor, las sillas de metal.
Por primera vez en días, el aire dentro del aula no le raspó los pulmones al respirar.
Cuando sonó el timbre del recreo, Dai se puso de pie con energía.
—Hoy no tengo ganas de ir a la colina —anunció, recogiendo su abrigo con brusquedad—. Una de mis hermanas me robó mis galletas y le puso queso a mi arroz. Estoy en huelga de todo lo bonito.
Elijah la miró alejarse, sin moverse. Pensó que ese sería el final. Que, como siempre, ella desaparecería corriendo detrás de una mariposa invisible o de una oveja fugada. Pero, después de un par de pasos, giró sobre sus talones y lo esperó, de brazos cruzados.
—¿Vienes o qué?
Él dudó. Luego dijo:
—Tengo pan. Con mermelada. De la buena.
Dai se iluminó. Abrió los ojos con la misma intensidad con que uno descubre un tesoro.
—¿De fresa o de mora?
—Fresa.
—Eso cambia todo.
Y sin más, le tomó la mano.
Caminaron en silencio, cuesta arriba, hasta la colina. El árbol de durazno crujía con el viento frío, protestando silenciosamente por tener que estar allí. Las hojas ya estaban secas. El suelo estaba cubierto de migajas del otoño. Elijah abrió su abrigo y sacó un trozo de pan envuelto en una servilleta arrugada. La vecina lo había “premiado” de nuevo. Dai lo miró con ojos que parecían agradecer un banquete.
Se sentaron uno junto al otro, sin hablar. Comieron despacio, prolongando el momento con cada bocado. Las migas cayeron entre sus rodillas. Elijah limpió las manos sobre el pantalón. Dai se recostó en el pasto.
—¿Estás dormida? —preguntó él, después de unos minutos.