La tarde había comenzado a enfriar de manera imperceptible, ese tipo de frío que no llega con viento ni lluvia, sino con la lentitud de una sombra que va cubriendo el suelo. Dai se ajustó el abrigo con una mano mientras con la otra sostenía el pequeño vaso de helado de su hija. Hana caminaba a su lado, dando pequeños saltitos entre los adoquines de la vereda, con el entusiasmo de quien había tenido un buen día.
Y en realidad, lo había sido. La consulta médica había salido mejor de lo esperado. Nada extraordinario, ninguna promesa de milagro, pero sí un pequeño alivio: estabilidad. Un respiro momentáneo, una palabra que pesaba menos que “progresión” o “revisión urgente”.
—Okaachan, este sabor sabe como a verano —dijo Hana de pronto, lamiendo su helado con lentitud ceremonial—. Pero no como el verano de aquí. Como el de antes.
Dai frunció el ceño, divertida.
—¿Y cómo es el verano de antes?
—No sé… como cuando no tenía que ir al hospital. Como cuando íbamos a ver ovejitas y tú usabas esos pantalones que odias.
Dai soltó una risa suave.
—Creo que todavía tengo esos pantalones.
—¡Deberías quemarlos! —exclamó Hana con toda la sinceridad infantil que cabía en su voz.
Y justo cuando Dai iba a responderle con una broma, Hana se detuvo en seco y señaló con la cucharita del helado.
—Okaachan… ¡mira!
Dai siguió con la mirada el gesto de su hija. A unos metros, de pie en la parada del autobús, un hombre alto esperaba con las manos en los bolsillos del abrigo. Su postura era tranquila, casi perezosa. Por un momento, no lo reconoció. Pero entonces él levantó una mano para acomodarse las gafas con un movimiento que ella conocía demasiado bien. Y algo en el pecho se le apretó.
Elijah.
Su instinto fue el de siempre: apartar la vista, seguir caminando, evitar la escena. La posibilidad de un cruce casual, de una conversación forzada, le resultaba insoportable.
Pero antes de que pudiera pensar siquiera en una excusa, Hana soltó su mano.
—¡Hana! —gritó Dai, viendo a su hija cruzar la calle sin mirar, con el helado en una mano y la cucharilla en alto como si fuera una bandera. Un auto frenó con un chirrido leve. Nada grave. Pero su corazón dio un vuelco.
Corrió tras ella, el miedo haciéndole doler el estómago.
—¡No vuelvas a hacer eso! —le dijo, con la voz aún temblorosa por el susto.
—Pero Okaachan… es el señor del hospital —dijo Hana, con la convicción de que eso lo justificaba todo.
Elijah ya se había girado hacia ellas. La expresión de su rostro pasó de sorpresa a confusión y luego a algo más tenue, más reservado. Sus ojos se cruzaron por un instante. Dai quiso decir algo, pero las palabras no acudieron.
—¡Yo te he visto antes! —dijo Hana con la naturalidad desarmante de los niños—. Estabas peleando con una máquina. No querías papas, querías chocolate.
Elijah parpadeó. Sonrió apenas. Una sonrisa seca, pero sincera.
—Puede ser. A veces tengo mala suerte con las máquinas.
Entonces Hana señaló con la punta del zapato algo en el suelo.
—Esto es tuyo, ¿verdad?
Era un paquete arrugado de cigarrillos. Elijah lo miró como si acabara de aparecer de la nada.
—No… —dijo al fin, metiendo las manos en los bolsillos, incómodo—. No es mío.
Dai arqueó una ceja. No dijo nada.
Hana lo observó como evaluando la respuesta, pero al segundo se encogió de hombros.
—Mi mami dice que la gente fuma cuando está triste.
Elijah se inclinó un poco, poniéndose a su altura.
—¿Y tú qué piensas?
—Que huele mal —respondió Hana con una mueca.
Él rió suavemente. Dai bajó la vista al suelo. El sonido de esa risa la golpeó como un eco lejano.
—¿Quieres un poco? —preguntó Hana, extendiéndole su helado con una seriedad solemne.
—¿De qué es?
—Durazno.
Elijah vaciló, pero terminó aceptando una pequeña probada de la cuchara plástica. Luego, asintió con falsa solemnidad.
—Es un buen sabor.
Hana asintió, satisfecha con la respuesta, y volvió a concentrarse en su helado. Dai, por otro lado, sintió que algo en su pecho se encogía ligeramente. Elijah no lo sabía, pero ese sabor no era una coincidencia.
Él había sido la razón por la que Hana amaba los duraznos.
Prefirió no meditar demasiado en ello.
El autobús apareció a lo lejos. Elijah se giró un poco para comprobar la hora en su reloj.
—¿Vas lejos? —preguntó Dai, con voz neutra.
—Al centro. Solo tengo que hacer unas compras.
—¡Nosotras podemos llevarte! ¿Verdad, Okaachan? —dijo con entusiasmo, mirando a su madre con una sonrisa brillante—. Será como montarnos en una cereza gigante, aunque a veces mi mami dice que es más como un carrito chocón porque las calles están llenas de agujeros.