Elijah se acomodó en el asiento del copiloto con cierta incomodidad. No recordaba la última vez que había subido a un auto con Dai al volante. Tal vez nunca. Durante su adolescencia, ella solía ir a pie o en bicicleta, negándose a depender de una máquina como forma de resistirse al mundo adulto. Verla ahora, tan segura frente al volante de un auto rojo ligeramente polvoriento, le resultaba extrañamente disonante, como ver una versión alterna de alguien que creía conocer bien.
—Abróchense los cinturones —dijo Dai, lanzando una mirada rápida por el retrovisor, más por hábito que por autoridad.
Hana, desde el asiento trasero, se inclinó para ajustarse el cinturón con la energía de quien todavía no conoce el cansancio real. Elijah obedeció con torpeza, el clic del cinturón pareció marcar el inicio de algo que no sabían nombrar.
El motor arrancó con un sonido ronco y familiar. A medida que se incorporaban al tráfico, Elijah notó que Hana lo miraba por el espejo, con esos ojos grandes que no ocultaban nada.
—¿Por qué no te gusta manejar? —preguntó de repente.
Elijah parpadeó. No esperaba que lo interrogara tan pronto. La mirada directa de Hana, tan parecida a la de Dai cuando era niña, lo desarmó un poco.
—No es que no me guste… —empezó, y se frotó la nuca, un gesto automático—. Simplemente nunca aprendí. No confiaba lo suficiente en mí para estar al mando de un auto.
Hana frunció el ceño, evidentemente poco convencida.
—Pero todos los adultos manejan. ¿Cómo vas a llevar a tu hija a la escuela?
Elijah tragó saliva, y Dai contuvo un gesto en el rostro. Hubo un segundo de tensión flotando en el aire, pero Elijah la dejó pasar con una sonrisa.
—Bueno… no tengo una, pero supongo que tendría que aprender solo por eso.
Dai soltó una pequeña risa, sin apartar la vista del camino.
—O encontrar a alguien que quiera conducir por él toda la vida —murmuró, lo suficientemente bajo para que pareciera un chiste, pero no tanto como para que él no lo oyera.
Elijah sonrió, girando la cabeza hacia la ventana para que no se notara.
Durante un rato, avanzaron por calles de adoquines y esquinas con faroles viejos, envueltos en ese silencio tranquilo que a veces se da entre personas que comparten mucho pasado, aunque no se digan nada.
—¿A dónde necesitas ir exactamente? —preguntó Dai, rompiendo la pausa.
—Al centro, cerca de la iglesia. Es una tienda de materiales de arte. Me quedé sin papel, y los óleos que uso solo los encuentro allí.
Ella asintió sin preguntar más. Él lo agradeció. Había aprendido, con los años, que algunas preguntas no hacen falta.
—¿Sigues pintando? —dijo ella al cabo de un minuto, casi en tono casual.
—Sí.
Elijah no añadió nada. Dai tampoco insistió. Pero él sintió cómo el silencio ahora se volvía más denso.
—Okaachan —interrumpió Hana desde atrás, rescatándolos sin saberlo—, ¿podemos poner música?
—Escoge una estación —dijo Dai, y presionó el botón del estéreo.
Un tema suave llenó el interior del auto. Elijah reconoció el ritmo, aunque no la letra. Algo nuevo, probablemente. Cerró los ojos por un instante, dejándose llevar por la cadencia. No tenía que hablar. No tenía que explicar nada. Por unos minutos, eso bastaba.
La tienda estaba casi vacía cuando llegaron. Elijah bajó rápido, con la promesa de no tardar más de diez minutos. Dai y Hana se quedaron en el auto, ella hojeando un cuaderno escolar, Hana jugando con su helado ya derretido.
Quince minutos después, Elijah volvió con una bolsa de papel kraft entre las manos.
—Listo —anunció, acercándose al auto.
Dai bajó la ventanilla antes de que él pudiera abrir la puerta.
—¿Eso es todo?
—Sí. Pero... —vaciló— pensaba… si no tienen prisa, podríamos comer algo. Conozco un sitio cerca, no es nada extravagante.
Dai ya había abierto el bolso para buscar las llaves, y negó con la cabeza, con ese reflejo que uno adopta cuando está demasiado cansado para improvisar.
—Es tarde. Hana tiene que dormir y yo...
—¡Pero tengo hambre! —interrumpió Hana, tirando de la manga de su madre—. Okaachan, por favor, por favor, solo un poquito. Podemos comer algo chiquitito.
Dai suspiró, mirando a su hija, luego a Elijah. Él no dijo nada, solo esperó, sin urgencia.
—Está bien —cedió finalmente—. Pero algo rápido.
El restaurante era pequeño, cálido, con mesas de madera y servilletas de tela ligeramente manchadas de vino. Hana eligió una junto a la ventana y se sentó feliz, todavía con energía. Elijah pidió algo simple, Dai también.
Comieron entre frases sueltas y pausas largas. Hana, como siempre, hablaba más que los dos juntos.
—En el colegio dibujé un castillo con alas. Pero la profesora dijo que no existían los castillos voladores.
—¿Y tú qué le dijiste? —preguntó Elijah, sonriendo.