Elijah no había pensado mucho en la paternidad hasta ahora. No porque no creyera en ella, sino porque siempre la había sentido como algo remoto, ajeno. Un idioma que hablaban otros. Él no tenía hijos. No planeaba tenerlos. No sabía cómo se suponía que uno debía querer a alguien tan pequeño y frágil con esa devoción instintiva que parecía brotarles a algunos padres como una segunda piel.
Pero después de esa cena, después de ver a Dai con su hija dormida contra el brazo, algo dentro de él se quedó inquieto. No era una revelación, ni tampoco una punzada de arrepentimiento. Era más bien una sensación leve, persistente, como una corriente de agua que se filtra por una grieta que ni siquiera sabías que existía.
Elijah no era de imaginar futuros, pero esa noche, al volver al hotel, lo hizo. Se imaginó entrando a una casa con las luces encendidas, una mochila infantil en el suelo, una voz que gritaba “ya llegué” sin pensar si alguien escuchaba. Lo imaginó por un segundo, solo para sentir cómo se le encogía el pecho.
¿Cómo lo hace?, pensó al recordar a Dai. Se lo preguntaba con una mezcla de asombro y desconcierto. ¿Tenía ayuda? ¿Estaba completamente sola? ¿Y cómo había sido ese camino para ella, tan joven, tan resuelta, criando a una niña con esa mezcla de paciencia, cansancio y ternura?
La mañana siguiente lo encontró en el hospital otra vez. Su padre seguía igual: inmóvil, grisáceo, emitiendo sonidos apenas perceptibles. La enfermera le dijo que los exámenes ya estaban listos, que podía retirarlos abajo, en el laboratorio central. Elijah bajó por las escaleras en vez de tomar el ascensor. El cuerpo le pesaba, pero la cabeza iba más deprisa que nunca.
En la sala de espera del laboratorio, los números rojos de la pantalla cambiaban cada dos o tres minutos con una parsimonia irritante. Elijah se sentó en uno de los asientos de plástico azul, incómodo y con los párpados secos. Se llevó una mano a la nuca y cerró los ojos un segundo. El olor a desinfectante y café viejo se le metía en los huesos.
Un hombre de mediana edad, barba pelirroja y gafas se dejó caer a su lado con un suspiro que parecía salido del fondo del alma.
—Odio madrugar —dijo sin más, y empezó a rebuscar en el bolsillo interior de su chaqueta. Sacó un paquete de caramelos duros, y le ofreció uno con un movimiento de muñeca casual.
Elijah lo miró de reojo, dudando.
—No, gracias.
—Te lo pierdes. Saben a fresa sintética. Deliciosos.
Elijah soltó una breve risa por la nariz, incapaz de evitarla.
—¿Qué te trae por aquí? —preguntó el hombre, con la naturalidad de un viejo conocido.
—Vine a recoger unos análisis.
—Clásico —asintió el pelirrojo—. Yo también. Bueno, más o menos. Vengo a diario. Mi hija tiene sesiones de diálisis. Seis años. Todo un récord. Parece mentira que siga teniendo ganas de reírse. Pero ahí está, todos los días, con su mochila y sus pinturas. Yo apenas y logro ponerme los zapatos a tiempo.
Elijah lo escuchaba sin saber bien qué decir. No estaba acostumbrado a los desconocidos que hablaban con esa soltura, sin pedir permiso. Había algo en ese hombre que le resultaba desconcertante y cómodo a la vez. Con la seguridad de que la conversación no dependía de una respuesta.
—Debe ser difícil —dijo al fin, porque no se le ocurrió otra cosa más sincera.
El hombre se encogió de hombros.
—Lo es. Pero uno se adapta. Es como tener que aprender a caminar con un zapato dos tallas más chico. Al principio todo te aprieta, luego ya ni lo piensas.
Se sacó los lentes un momento, los limpió con el borde de su camisa y volvió a ponérselos.
—¿Primera vez que te veo por aquí?
—Puede ser. No suelo hablar con mucha gente.
—Eso lo noté —dijo el hombre, sin intención de ofender—. Pero a veces los más callados terminan siendo los que más observan.
Elijah volvió la mirada al frente. Una mujer con un niño en brazos ocupó el asiento opuesto. El pequeño jugaba con una llave mientras la madre hojeaba un folleto de donación de sangre. Elijah sintió un nudo extraño en la garganta. El hospital tenía esa habilidad de mostrarle a uno la vida de otros en fragmentos desordenados, como un documental mal editado: escenas sueltas, sin contexto, pero llenas de carga.
—Es raro —continuó el hombre, sin perder la calma—. Uno piensa que los hospitales son lugares fríos. Que todo lo que ocurre aquí es mecánico. Pero terminas reconociendo los mismos rostros, los mismos ruidos. Hasta te sabes el orden de los turnos sin mirar la pantalla.
Elijah asintió. Era verdad. Había empezado a notar a la señora que vendía los sándwiches en el pasillo de atrás, al guardia que rascaba su oreja con la lapicera, a la enfermera bajita que tarareaba sin darse cuenta cuando pensaba que nadie la escuchaba.
—Y aun así —agregó el pelirrojo mientras desarrollaba con paciencia otro caramelo—, puedes estar rodeado de toda esa gente… y sentirte como si fueras el único que está esperando algo que no llega nunca.
Elijah lo miró de reojo. No dijo nada. No hizo falta.
La pantalla cambió. Apareció el número del hombre.
—Ese soy yo —dijo mientras se ponía de pie. Guardó el paquete de caramelos y le dio una palmada suave en el hombro, sin presionar, sin invadir.