La casa de la familia Mori tenía ese tipo de calidez que no se compraba ni se fingía. Era el calor del arroz recién hecho, del suelo tibio por el tatami gastado, de los farolillos colgados como lunares tenues en el jardín, y de las voces entrelazadas en la sala principal, elevándose y cayendo como olas. Cada rincón tenía memoria. Cada mueble, una conversación olvidada. Cada grieta, una risa vieja.
Dai llevaba más de tres horas ahí y, sin embargo, no terminaba de sentirse cómoda. Había algo en volver a ese espacio que le provocaba una mezcla de ternura y vértigo. Todo era familiar, sí, pero lo era desde la distancia. Se sentía fuera de lugar, aunque los demás intentaran convencerla de lo contrario.
Desde la ventana, observó la escena en el jardín trasero. Su padre, Andreas, estaba sentado en su silla de ruedas bajo la pérgola de madera, con Hana a su lado. La niña recogía flores pequeñas del césped —malas hierbas, en realidad— y las iba entregando una a una, con la solemnidad de quien reparte joyas raras. Andreas las recibía con una paciencia reverente, murmurándole algo entre dientes. Hana reía, y después se trepaba a su regazo con un libro abierto, señalando los kanjis con el dedo mientras él corregía suavemente su entonación.
Dai los miró en silencio, sintiendo que esa era la única relación inquebrantable en su vida. Un vínculo sin juicios ni condiciones, solo cuidado. Solo amor.
—Te ves como si estuvieras a punto de llorar —dijo Naomi, que se dejó caer junto a ella en el futón con una taza de té en mano.
—Eso siempre ha sido tu especialidad, no la mía —respondió Dai con una sonrisa cansada.
—Pero tú te tragas las lágrimas. No lo recomiendo. Después se quedan en la vesícula y se convierten en piedras… ya sabes, cálculos —bromeó Naomi, dándole un sorbo exagerado al té.
Dai negó con la cabeza, pero se permitió una risa breve. La sala estaba animada: su madre y su hermana Aiko terminaban de disponer los platos sobre la mesa baja, comentando cosas en voz baja, mientras en el fondo se escuchaba el murmullo constante del brasero y el silbido ocasional de la tetera.
El aroma de la sopa de fideos llenaba el aire, mezclado con el dulzor tostado del zenzai que Aiko había preparado. Todo olía a invierno doméstico, a noche larga y segura. A infancia.
—Hana está preciosa —dijo Rin, su madre, de pronto, sin levantar la vista del plato que sostenía—. Se le nota más viva últimamente.
Dai asintió, aunque algo en su estómago se endureció.
—Sí. Ha estado bien estos días.
No era mentira. Pero tampoco toda la verdad.
—Qué alivio —intervino Aiko—. Se le ve en los ojos. No miente cuando está contenta.
Dai miró hacia la ventana otra vez, buscando en el reflejo de su hija una confirmación silenciosa.
—¿Y tú? —preguntó Naomi, bajando la voz—. ¿Tú estás bien?
Dai tardó un poco en responder. Se encogió de hombros.
—Estoy... sobreviviendo.
—Eso no es lo mismo que vivir —dijo Naomi sin drama, con la ligereza de una charla sobre el clima.
—No todas tenemos el lujo de desaparecer por medio año en América del Sur.
—Touché —replicó Naomi con una sonrisa torcida—. Pero bueno, en mi defensa, me comí un cuy. Fue una especie de acto de purificación.
—¿Eso es lo que estamos haciendo ahora? ¿Canibalismo con fines terapéuticos? —preguntó Aiko desde la cocina, sin girarse.
—¡Cultural! No canibalismo. Era un roedor, no un primo lejano.
La risa llenó el espacio por un momento. Dai agradeció el desvío.
Pero la tregua duró poco.
—Y... ¿sabes algo de Philip? —preguntó su madre, limpiándose las manos en un paño con aire casual.
Ahí estaba. Inevitable. Como cada vez.
Dai respiró hondo antes de responder.
—No mucho. Hablamos solo por temas médicos. Lo justo.
—Era un buen hombre —murmuró su madre, sin siquiera levantar la vista.
Dai apretó los labios. Ya conocía esa línea. La había escuchado de todas las maneras posibles: como reclamo, como lamento, como sugerencia pasivo-agresiva.
—Sí —respondió simplemente—. Tal vez.
—¿Y sigue solo? —preguntó Aiko.
—No lo sé.
El silencio que siguió fue espeso. Naomi jugueteaba con su cucharilla de postre. Su madre suspiró. Aiko se encogió de hombros.
—No todo lo que parece estable desde fuera lo es —dijo Dai al fin, con voz baja.
—No es una crítica, hija —respondió su madre, suavemente esta vez—. Solo queremos que estés bien.
—Estoy bien —mintió Dai, sin mirar a nadie.
Y entonces, como enviada por los dioses, Hana irrumpió en la sala con un pequeño ramo de flores desordenadas en la mano.
—¡Okaa-chan! ¡Mira lo que encontré!
La niña se acercó corriendo, desbordando energía, con una sonrisa que le iluminaba toda la cara. Andreas la seguía en la silla de ruedas, despacio, empujado por el cuidador.