El cielo tenía el color de la leche sucia. Esa mezcla espesa de nubes y frío que precedía a la nieve, pero que nunca terminaba de cuajar.
Era diciembre. Las vacaciones de Navidad habían comenzado, y el pueblo se sentía más lleno que de costumbre. Las casas olían a leña y galletas, y las ventanas, llenas de luces intermitentes, intentaban ganarle a la oscuridad de los días cortos.
Dai había salido temprano, con guantes prestados de Aiko y una bufanda que su madre insistía en enroscarle como una boa constrictora. Llevaba en una bolsa un turrón a medio comer y una linterna “por si se oscurece antes de que vuelvas”, había dicho Andreas.
Elijah ya estaba en la colina. Se lo encontró sentado bajo el duraznero, con una rama entre las manos y una expresión distante, dando la impresión de que se hubiera quedado dormido con los ojos abiertos.
—¡Te traje un pedacito de turrón! —anunció Dai, agitando la bolsa con orgullo.
Elijah alzó la vista y le dedicó una sonrisa breve. Su nariz estaba roja por el frío y sus dedos parecían tener más tierra que carne.
—¿Hace cuánto estás aquí? —preguntó Dai, sentándose a su lado.
—Un rato.
—¿No tienes frío?
Él se encogió de hombros. Tenía una de esas chaquetas heredadas, con cierres oxidados y una manga un poco más corta que la otra.
—¿Subimos al árbol? —sugirió Dai, como quien propone una travesura que ya sabe que será aceptada.
Elijah asintió, sin mucha convicción, pero se levantó igual. Le gustaba verla escalar. Siempre parecía un poco torpe, como un gato que no conoce su cuerpo del todo, pero encontraba el equilibrio justo antes de caerse. Y arriba, en las ramas, era cuando más brillaba.
El duraznero estaba desnudo. Sólo quedaban algunas hojas secas, y el musgo en la corteza parecía más verde que nunca. Dai subió primero, ágil y temeraria. Elijah la siguió con cuidado, apoyando las suelas contra las hendiduras de la madera, evitando las ramas más finas.
—Desde aquí se ve todo más bonito —dijo ella, acomodándose sobre la bifurcación del tronco central—. Como si el pueblo fuera de mentira.
Elijah no contestó. Se sentó en una rama un poco más abajo, con las piernas colgando. Se le escapó un suspiro que no supo esconder.
—¿Estás bien? —preguntó Dai, girando hacia él.
—Sí.
Pero no lo estaba. No del todo. Esa mañana su padre había roto un vaso contra la pared. Otra discusión con la vecina. Otro desayuno hecho trizas. Elijah había salido sin decir nada, con la excusa de una mandadera que no existía.
—¿Tu papá…?
—No importa —dijo él rápido.
Dai se mordió el labio. No insistió.
—Mira —dijo de pronto, señalando hacia abajo—. Dejé el turrón en el pasto. ¡Qué tonta!
Intentó trepar de nuevo hacia la parte baja del árbol, pero su pie resbaló al apoyar en una rama húmeda. Se tambaleó. Elijah, por reflejo, se impulsó hacia ella para sujetarla. Lo logró, pero su propio cuerpo perdió el equilibrio en el intento.
Y cayó.
No gritó.
Solo se escuchó el golpe seco de su cuerpo contra la tierra mojada. Luego, un silencio roto por el viento.
Dai bajó como pudo. Las manos le temblaban. El corazón le golpeaba contra el estómago.
—¡Eli!
Él estaba acostado de lado, con una mano sobre el rostro. La otra apretaba el césped. Cuando Dai lo tocó, sintió la sangre. No era mucha, pero bastaba para hacerla llorar.
—¡Te lastimaste! ¡Estás sangrando! ¡Ay no, ay no…!
Elijah intentó sentarse, pero se mareó. Tenía un corte a un lado del ojo derecho, justo en el hueso de la ceja. La rama que había intentado sujetar se había partido con él.
—No llores —dijo, con voz ronca.
—¡Pero estás todo roto!
—No es nada.
—¡Sí es! ¡Es un montón!
Dai rompió un trozo de su bufanda y lo presionó contra el corte con torpeza. Tenía los ojos hinchados y la nariz roja, pero no por el frío esta vez.
—No quiero que te mueras —murmuró.
Elijah la miró. Su visión estaba un poco borrosa, pero alcanzó a ver la expresión desesperada de Dai. Tan distinta a la niña que trepaba árboles sin pensar. Y por primera vez, él también sintió miedo.
—No me voy a morir —dijo.
—Promételo.
—Te lo juro.
Ella lo abrazó sin pedir permiso. Con fuerza. Con rabia. Con la esperanza de que al apretarlo el golpe desapareciera. Elijah se dejó sostener. Cerró los ojos. El dolor era punzante, pero no era lo peor. Lo peor era sentirla temblar por él.
Terminaron yendo juntos a casa de Dai. Naomi abrió la puerta y casi grita al verlos. Aiko corrió por una toalla. Rin, su madre, lo revisó con manos firmes y voz suave.
—No va a necesitar puntos —dijo—. Pero le va a quedar marca.
—¿Para siempre? —preguntó Dai.