El mensaje llegó un jueves, a media tarde, cuando el cielo estaba encapotado y la pantalla del computador comenzaba a parecerle una extensión indiferente de su rostro. Dai llevaba horas lidiando con un informe tributario que se resistía a cuadrar, el cursor parpadeando como un tic nervioso en la esquina del archivo.
El celular vibró junto a su taza de té ya frío. Iba a ignorarlo. Pero al ver el remitente, se detuvo.
Dai se quedó mirándolo. Evelyn. De todas las personas que podían aparecer del pasado, Evelyn no era la peor. Habían compartido noches en la sala de ensayo de la universidad, risas incómodas en conciertos fallidos, lágrimas contenidas en camerinos fríos. Pero eso fue hace... una vida. No eran íntimas, pero la recordaba de más de una madrugada entre partituras, conciertos y botellas de vino barato. Evelyn tenía esa energía expansiva que convertía las ideas en acción y las anécdotas en hazañas. Hacía años que no hablaban.
“¡Dai! Hoy saldremos con algunos de la orquesta. Sería genial verte. Te paso la dirección, ven si puedes 😊”
Estuvo a punto de responder con alguna excusa tipo “Estoy con mucho trabajo” o “La niña tiene fiebre” o la respuesta automática de “Hoy no puedo. Gracias”. Pero no la envió.
El cursor seguía parpadeando en la celda vacía y el zumbido del tubo fluorescente de su oficina amenazaba con arrancarle un pedazo de alma. Bajó la mirada al escritorio: las cifras que no cuadraban, las facturas médicas dobladas al borde de su monitor, la mancha de café seco en la hoja de cálculos.
Sintió que algo se soltaba, como un hilo viejo que ya no aguantaba tanta tensión.
“Está bien. Nos vemos ahí.”
El bar era uno de esos lugares donde todo el mundo parecía haber salido de una editorial de revistas de arte. Tenue, pero no oscuro. Elegante, pero informal. Jazz en vivo en un rincón. Sillones de terciopelo que daban más miedo que comodidad.
Dai llegó unos minutos tarde. No lo suficiente como para pasar desapercibida, pero sí lo justo para que todos ya tuvieran una copa en la mano y una conversación en marcha.
Evelyn la abrazó con entusiasmo. Olía a perfume caro y algo cítrico.
—¡Dai! Estás igual. Me da rabia.
—Deberías verme con luz blanca —respondió ella, dejando el abrigo.
Evelyn la arrastró hacia una mesa larga ocupada por ocho o nueve músicos, todos con pinta de conocer más ciudades que ella cafeterías. Vestían con ese tipo de descuido que coquetea con lo intencional y hablaban con esa soltura prepotente de los que han girado por el mundo, perdido vuelos y amado a más de una persona con nombre impronunciable.
—Chicos, ella es Dai —anunció Evelyn, con el tono de quien presenta un fenómeno curioso—. Tocaba piano en la universidad. Era buenísima. Pero luego se convirtió en... ¿contadora? ¿administradora? Algo serio, en fin.
—Oh, wow —dijo alguien con acento francés—. ¿Qué te hizo cambiar el piano por las hojas de cálculo?
—Las facturas impagas, principalmente —respondió Dai con una sonrisa medida.
Rieron. No con malicia, pero sí con ese tono que tiene la gente cuando creen que han encontrado una respuesta simpática de alguien que ya no forma parte del club.
—¿Pianista y ahora contadora? —preguntó una mujer de rizos negros, arqueando una ceja.
—Sí. Rara evolución, lo sé —respondió Dai, sentándose.
—¿Y qué haces exactamente? —preguntó un hombre alto con cabello canoso y gafas redondas—. ¿Impuestos? ¿Auditorías?
—Balances financieros —respondió ella con calma—. Proyecciones. A veces auditoría interna.
—Vaya —murmuró alguien más—. Suena tan... estructurado.
—Lo es —dijo Dai—. Supongo que me gustan las cosas que terminan donde deben terminar.
La conversación derivó pronto hacia otros temas. Conciertos en Lisboa. Una violinista italiana que se había desmayado en pleno ensayo. El ego incontrolable de un director suizo. Dai sonreía, asentía, hacía comentarios aquí y allá, pero se sentía como una actriz en una obra a medio recordar.
Se giró hacia ella un violinista rubio con chaqueta de cuero.
—Dai... ¿es un nombre chino?
—Japonés —aclaró Dai—. Por mi madre.
—Ah, exótico —comentó otra mujer, con el tono de quien cree haber sido amable.
Dai apretó la mandíbula solo un poco. “Exótico”. Como un fruto que no reconoces en el supermercado pero igual decides comprar “por probar”. Sonrió sin ganas.
Siguieron hablando entre ellos. Nombres de directores, ciudades en las que habían tocado. Discusiones sobre qué festival tenía mejor acústica. Cada tanto, alguno la miraba como para incluirla, pero lo hacían como quien invita al portero a opinar sobre ópera.
Una mujer de cabello cobrizo la miró de reojo.
—¿Y tú no tocas nada ahora? ¿Ni por hobby?
—La verdad, no.
—Qué lástima —dijo la mujer, con esa mezcla de compasión y distancia que se tiene ante una muñeca rota.
En la mesa, las copas se llenaban y las anécdotas se multiplicaban. Evelyn insistió en contar una historia sobre cómo casi se desmayó en un escenario de Milán. Dai sonrió, rió donde debía, asintió cuando la miraban, pero todo dentro de ella gritaba que no pertenecía allí.