La capilla del hospital era un espacio olvidado por el tiempo. No tenía vitrales ni velas, solo paredes grises, bancas de madera gastadas y una cruz metálica colgada con desdén sobre una pared descascarada. A esa hora de la tarde, con las luces fluorescentes del pasillo filtrándose por la puerta entreabierta, se sentía más como una sala de espera abandonada que como un refugio espiritual.
Elijah se sentó en una de las últimas bancas, inclinado hacia adelante, con los codos sobre las rodillas y los dedos entrelazados, intentando vanamente impedir que sus pensamientos se deshicieran entre ellos. No era religioso, no en el sentido tradicional. Nunca lo había sido. Dios, para él, había sido una figura distante, apenas mencionada en la escuela, nunca en casa. Lo más cercano a una plegaria que había conocido era el silencio obligado de su infancia, ese que uno aprendía a mantener para sobrevivir.
Y sin embargo, ahí estaba.
Quizá buscando algo parecido al perdón. O, más honestamente, un descanso. No era por su padre. No era por nadie. Era por él mismo y esa culpa muda que llevaba como una segunda piel. Una culpa que no sabía si merecía sentir, pero que lo perseguía de todos modos.
Había pasado la última media hora junto a la cama de su padre, viendo cómo el hombre dormía con dificultad, entre quejidos involuntarios y movimientos torpes. El oxígeno sonaba como una maquinaria antigua, y el rostro de su padre —aquel rostro que antes le había parecido indestructible en su crueldad— ahora parecía una máscara ajada, desarmada. Pero seguía siendo él. Con todo y eso.
La puerta de la capilla se abrió de golpe, con ese chirrido largo de las cosas que nadie engrasa. Elijah levantó la vista de golpe.
—Vaya, pensé que si entraba aquí, me iba a encontrar con la virgen María, no contigo —gruñó una voz que no necesitaba presentación.
Hugh Laurence, vestido con la bata del hospital mal cerrada, apoyado en el marco de la puerta con expresión severa y escrutadora pese a su estado de salud, lo observaba con una sonrisa torcida, como si acabara de descubrir algo francamente gracioso.
—No deberías estar fuera de la habitación —dijo Elijah, sin moverse.
—Tampoco deberías estar tú aquí, jugando al monje arrepentido —contestó su padre, avanzando con pasos lentos y arrastrados hacia una banca frente a él—. Pero ya ves, cada familia con su tragedia, ¿no? Además, tenía ganas de caminar. Si me muero en el camino, al menos será lejos de ese pitido insoportable.
Elijah casi sonrió. Casi.
Su padre se dejó caer con torpeza y un quejido, pero no pidió ayuda. Elijah no se levantó para ofrecérsela.
El silencio se instaló entre ellos como una tercera figura, más imponente que la cruz de la pared. Por un momento, solo se oyeron las respiraciones desacompasadas: la de Hugh, forzada y áspera, y la de Elijah, sostenida en un esfuerzo por no quebrarse.
—¿Rezabas? —preguntó con esa sonrisa torcida que Elijah conocía bien. No era burla exactamente, pero tampoco calidez. Era como si dijera: “veo lo que haces y sigo sin entenderlo, pero no me importa tanto como para discutirlo”.
—No. Pensaba.
—¿En mí? Qué horror. —Rió, una risa que terminó en tos seca—. No quiero ocupar tanto espacio en esa cabeza tuya, hijo.
Elijah desvió la mirada.
—No creo que pueda evitarlo.
—Claro que puedes. Siempre fuiste bueno en eso: en evitar, en callar. Una maldita sombra bien entrenada. Eso sí que te lo enseñé, ¿eh?
No hubo tono afectivo en esa última frase. Solo una burla disfrazada de mérito.
—No vine a discutir —dijo Elijah.
—¿Ah, no? Entonces, ¿a qué? ¿A acompañarme en mis últimos días? ¿A redimirte por no haber estado antes? —Hugh se inclinó un poco, con los ojos entornados—. ¿O solo por curiosidad morbosa, a ver cómo se desarma el monstruo?
Elijah apretó los dientes.
—Padre…
—No seas condescendiente —gruñó, interrumpiéndolo—. Si vas a decir algo, que sea verdad. No viniste por mí. Viniste porque no sabes qué hacer con tu propia culpa. Porque ahora que no soy más que un saco de huesos, es más fácil sentarte ahí y fingir que estás cumpliendo con algo.
Elijah no respondió. Sentía la garganta cerrada, como un puño que la estrangulaba desde dentro.
—Nunca me quisiste —continuó Hugh, casi con indiferencia—. Y yo… yo tampoco te lo puse fácil. Pero al menos yo nunca fingí.
—No estoy fingiendo —dijo Elijah, por fin, en voz baja.
—Claro que sí. Has fingido toda tu vida. Fingiste que no te dolía, fingiste que no querías irte, fingiste que eras feliz entre tus dibujitos ridículos y tus libros. Y ahora finges que puedes estar aquí, conmigo, sin desear estar en cualquier otro lugar.
Elijah se inclinó hacia adelante, los codos otra vez sobre las rodillas. Sintió el ardor en los ojos, pero no parpadeó.
—No sé qué esperaba de ti —susurró—. Quizá solo… que no murieras siendo exactamente el mismo.
—¿Y tú qué esperabas de ti? —replicó Hugh, sin perder el ritmo—. ¿Ser mejor? ¿Salvarte de todo eso? Mira dónde estás, Elijah. En una capilla vacía. Hablando con un viejo que arruinó tu vida. Dime si eso no es poéticamente estúpido.