Un Lugar En El Medio

02:00, hoy

El reloj en la pared del hospital marcaba las dos de la madrugada. La aguja del segundero avanzaba con una precisión impasible, indiferente a todo lo que había ocurrido en las últimas horas. Los pasillos, que apenas hacía un rato vibraban con alarmas, pasos apurados y voces médicas, estaban ahora sumidos en una calma densa. Afuera, la ciudad dormía. Adentro, el silencio era apenas interrumpido por el zumbido de los fluorescentes y el pitido lejano de algún monitor cardiaco.

Elijah se había quedado con Dai y Hana hasta que la niña cayó rendida por el agotamiento. Su pequeño cuerpo parecía casi etéreo sobre la camilla, con las mejillas apenas coloreadas y los párpados temblando de tanto cansancio. Dai, por su parte, permanecía sentada a su lado, tan silenciosa que parecía parte del mobiliario, inmóvil, sosteniéndole la mano con los nudillos blancos de tanta presión.

Cuando el nefrólogo jefe se acercó para confirmar que la presión arterial de Hana se había estabilizado y que todo estaba bajo control, Dai asintió, con la lentitud de quien siente que sus músculos no responden. Fue entonces que Elijah le extendió una botella de agua y una bandeja de la cafetería con una mirada que no admitía discusión. Ella comió en silencio, sin protestar, solo porque sabía que si no lo hacía, no llegaría al amanecer.

Después de un rato, Elijah salió con ella al pasillo. Necesitaban un respiro.

—¿Y tú dónde te vas a quedar? —preguntó Dai de pronto, con la cabeza apoyada contra la pared.

Elijah se encogió de hombros, mirando sus zapatos. No parecía haberlo pensado realmente.

—Supongo que en el hotel de siempre. Está a dos calles. No necesito mucho.

Dai lo miró de reojo. Seguía sintiéndose en deuda. Él había estado ahí cuando ella se quebró, sin pedirle nada, sin ofrecer frases vacías ni intervenir torpemente. Solo estuvo. Y eso, para alguien como ella, valía más que cualquier otra cosa.

—Quédate en mi casa —dijo de golpe, sin adornos—. El sofá es cómodo, y... —bajó la mirada— considera que así te devuelvo el favor de esta noche.

—No hace falta, Dai —respondió él, casi por reflejo—. No quiero incomodarte. Ya es tarde, estás agotada. No es el momento.

—No me incomodas —replicó con una firmeza inesperada, ya erguida, y al decirlo pareció recuperar parte del control perdido—. Vamos. No discutas.

Él suspiró. Luego asintió, con esa resignación suave de quien entiende que discutir con ella siempre fue perder el tiempo.

El departamento de Dai olía a incienso suave, a madera y té frío. Era un espacio pequeño pero con alma, lleno de señales de una vida vivida con cuidado. Sobre la mesa del comedor había revistas médicas apiladas, formularios escolares, una lonchera infantil con pegatinas de colores y, al fondo, una repisa repleta de cassettes. Elijah los reconoció de inmediato.

En las paredes había fotos de Hana en diferentes edades, y algunas más viejas: Dai sonriente con su padre, con su hermana, con una expresión más abierta de la que llevaba ahora. Elijah miró todo con una especie de respeto silencioso, con los hombros ligeramente encogidos como quien cruza la entrada de una iglesia ajena.

—No es mucho, pero al menos el sillón no es tortura —comentó Dai, mientras dejaba las llaves sobre el mostrador y apagaba la luz del recibidor.

—Está perfecto —murmuró Elijah, quitándose la chaqueta con cierta incomodidad. Aún no sabía qué hacer con las manos.

Ella desapareció unos minutos en el pasillo. Elijah escuchó el murmullo de su voz mientras le hablaba a Hana, una ternura baja y constante, con palabras que parecían dirigirse más a ella misma que a la niña dormida. Cuando volvió, traía el rostro más relajado, aunque seguía visiblemente agotada.

—¿Quieres algo? ¿Té, agua...? Tengo whisky, creo.

Elijah bajó la mirada, sus dedos crispándose apenas.

—No, gracias —dijo, con una amabilidad tensa—. Ahora dejo el alcohol para otros.

Ella parpadeó, comprendiendo al instante. Cerró el mueble con delicadeza.

—Perdón. No pensé...

—Está bien. No pasa nada.

Se sentaron, cada uno en una punta del sofá. Una distancia medida, silenciosa, con el espacio entre ellos aún esperando acostumbrarse.

—¿Decías que estás viniendo al hospital por tu padre? —preguntó ella, luego de un rato. Su voz sonaba más íntima, más cansada.

Elijah desvió la mirada hacia el suelo. Respiró hondo.

—Cirrosis hepática. Lleva semanas en tratamiento. El médico dijo que no le queda mucho.

Dai se quedó en silencio, esperando.

—Yo… no sé por qué sigo viniendo —añadió él—. Ni siquiera sé si lo estoy haciendo por él o por mí. No creo que lo merezca. Nunca lo mereció.

Dai no dijo nada. No necesitaba decir nada. Comprendía ese lugar oscuro, esa lealtad torcida que se mantiene por costumbre más que por afecto.

—Y tú —continuó él, con cuidado—. ¿Qué tiene Hana exactamente?

—Insuficiencia renal crónica —contestó, sin rodeos—. Está en lista de trasplante. Hace diálisis tres veces por semana. Lo de hoy fue una baja de presión severa. Suele pasar, pero nunca deja de asustar.




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