Elijah llevaba tres días sin decir una sola palabra en clase.
Ni siquiera su nombre pronunciado en voz alta —"Elijah, ¿la respuesta?"— lograba arrancarle una sílaba. Solo bajaba la mirada, con las palabras atrapadas en la lengua, incapaces de cruzar la garganta.
Dai lo observaba desde su pupitre, inquieta. Al principio pensó que estaba enfermo. Luego creyó que tal vez estaba enojado con ella. Pero él seguía saludándola, con esa sonrisa leve que parecía más una costumbre que un gesto real. Cortés. Correcto. Pero sin la chispa de antes. Sin ese brillo curioso con el que solía mirarla, con una expresión que parecía preguntarse qué tontería saldría ahora de sus labios.
En los recreos, Elijah ya no iba al árbol. Se quedaba en el aula, haciendo garabatos en los márgenes del cuaderno o frotando con la manga del suéter una y otra vez el mismo rincón del escritorio, como si esperara pulirlo hasta que desapareciera. Parecía cansado, con algo adentro suyo ocupando demasiado espacio.
Dai probó acercarse. Al principio, solo con una frase suelta: "hoy las nubes parecen pan." Nada. Luego, con una historia absurda sobre una cabra que se había comido un zapato. Tampoco funcionó. Elijah reía bajito, sin sonido. Como por educación. Como evitando hacerla sentir mal. Pero no se quedaba con ella. No preguntaba. No respondía.
Esa tarde, mientras volvían juntos a casa por el camino de tierra, Dai caminaba un poco adelante. El suelo estaba húmedo, con charcos viejos que reflejaban un cielo sin gracia. Sus botas hacían “chof” en cada paso. Elijah arrastraba los pies.
Cuando pasaron frente a una tienda que vendía artículos de cocina, Dai se detuvo. En la vitrina había frascos de vidrio, alineados como soldados: grandes, medianos, pequeñitos. Con tapas de colores, metálicas, algunas oxidadas.
Sin decir nada, entró.
Elijah se quedó afuera, mirando las nubes.
Un minuto después, Dai salió con un frasco pequeño, con tapa plateada.
—Toma —le dijo, extendiéndoselo.
Él parpadeó. Tardó un momento en estirar la mano.
—¿Para qué?
—Es para que metas ahí tus miedos.
Elijah frunció levemente el ceño, como intentando entender si ella hablaba en serio o solo jugaba. La miró en silencio.
—Cuando te dé miedo algo, lo escribes en un papel —explicó—. Y lo metes ahí. Luego lo cierras fuerte. Así no se escapan. No pueden hacerte nada si están encerrados.
Elijah bajó la vista hacia el frasco. Era casi tan liviano como el aire. Tan transparente como lo que nunca se dice.
—¿Y si no sé escribirlo?
—Lo dibujas. O le haces un símbolo. O solo lo piensas fuerte y soplas adentro. También sirve —añadió con naturalidad, con la confianza de quien comparte una receta de cocina mágica.
Elijah no respondió. Pero sostuvo el frasco con ambas manos y lo guardó con cuidado en el bolsillo del abrigo. No con torpeza, sino con ese tipo de delicadeza que se reserva para lo que no se quiere romper.
Caminaron el resto del trayecto sin decir nada más.
Cuando llegaron a la esquina donde siempre se separaban, Dai frenó. Elijah se detuvo también.
—¿Sabes cuál es el mío? —dijo ella entonces—. Una vez soñé que mis ovejas aprendían a hablar. Me decían que en realidad eran personas y que mi papá las había secuestrado y disfrazado. Desde ese día, cada vez que una de ellas bala muy fuerte, me da miedo que me esté insultando.
Elijah soltó una risa breve, casi inaudible. Pero cuando levantó la mirada, sus ojos estaban húmedos.
—Yo tengo uno —dijo—. Que mi papá no se despierte más. Pero también tengo miedo de que sí se despierte.
Dai lo miró, sin moverse. No dijo "oh" ni "lo siento". No hizo preguntas. Solo dio un paso hacia él y, con la misma suavidad con la que a veces recogía un corderito recién nacido, le revolvió el cabello. Los dedos le temblaban un poco, pero no se notaba.
Era un gesto torpe. Mal hecho. Pero fue todo lo que pudo darle.
Elijah cerró los ojos un segundo. No se apartó.
Esa noche, se sentó en el suelo de su habitación. El cuarto estaba frío. Desde abajo se oía la televisión a todo volumen y la voz de su padre repitiendo una canción mal tarareada.
Colocó el frasco sobre el piso. Tomó un lápiz mordido y una hoja arrancada de una libreta vieja.
No sabía cómo empezar.
Escribir “miedo” le parecía poco. Escribir “papá” le daba rabia. Escribir “yo” lo hacía sentir culpable.
Al final, dibujó un rectángulo. Un sofá. Luego, una figura acostada con una botella al lado. Y al fondo, una puerta cerrada. Muy pequeña. Escribió al pie una sola palabra: ruido.
Lo dobló en cuatro partes. Lo metió en el frasco. Y lo cerró con tanta fuerza que escuchó el clic del metal sellando el vidrio como un hechizo.
Al día siguiente, al llegar a la colina, Dai lo estaba esperando.
Él no dijo nada. Solo caminó hacia el árbol. Se agachó y colocó el frasco entre las raíces gruesas, al resguardo del sol. Encima, dejó una piedra plana, como un guardián dormido.