Elijah abrió los ojos con la vaga pero persistente sensación de estar siendo observado. Durante un instante, no supo en qué lugar del mundo se encontraba. El techo era blanco, sin grietas familiares; el aire olía a té, a madera y a lavanda, y la luz que entraba por las cortinas parecía demasiado tranquila para su departamento. Tardó unos segundos en reconocer el sofá en el que se había quedado dormido: el mismo sobre el que había aceptado, horas antes, quedarse “solo por esa noche”. El mismo que, ahora, le pasaba factura con un dolor agudo en la parte baja de la espalda.
Pero no fue el dolor lo que lo sacó de su somnolencia. Fue la figura que tenía frente a él.
De pie, muy erguida y descalza, una niña con pijama de algodón y el cabello despeinado lo observaba, evaluando si era amigo o amenaza. Abrazaba un peluche viejo —una nutria gris gastada— que Elijah reconoció de inmediato. Su garganta se cerró un poco al verla.
Era el mismo que él le había regalado a Dai en uno de sus cumpleaños adolescentes, una compra impulsiva en una tienda de segunda mano porque el muñeco le pareció tan absurdo que no pudo evitar imaginar la risa de ella al verlo. Dai lo había nombrado, claro. Aunque ahora mismo, Elijah no recordaba el cómo.
Hana no dijo nada de inmediato. Solo lo miraba con esa concentración pura que solo los niños saben sostener, inspeccionándolo con la sola intensidad de sus ojos.
—¿Por qué dormiste aquí? —preguntó finalmente, sin rodeos.
La voz de la niña era firme, sin una pizca de timidez.
Elijah se incorporó con lentitud, tratando de no parecer tan adolorido como se sentía. Mientras se frotaba el cuello, aún medio aturdido, notó el ligero temblor en sus dedos, con el cuerpo todavía tratando de asimilar la noche anterior.
—Tu mamá me dejó quedarme. Ya era tarde —respondió, con voz rasposa.
Hana lo estudió un segundo más antes de asentir, aprobando en silencio la explicación. Luego se sentó en el suelo, abrazando su peluche por la barriga, y dijo con total naturalidad:
—Tengo hambre.
Elijah soltó una pequeña risa por la nariz. Se frotó la cara con ambas manos, como para convencerse de que estaba realmente despierto, y se puso de pie.
—¿Qué te parece pan tostado?
—Con mantequilla —aclaró ella, dando por sentado que era evidente.
—Hecho.
La niña lo siguió con la seguridad de quien se siente en su territorio. Elijah, por su parte, trató de orientarse en la cocina con la menor cantidad de ruido posible. No quería despertar a Dai, si es que seguía dormida, y menos aún darle la impresión de que estaba invadiendo más de la cuenta.
Abrió un par de gabinetes hasta encontrar pan, huevos y algo de miel. Mientras buscaba una sartén, Hana se subió con esfuerzo a una de las sillas de la mesa, se acomodó con las piernas cruzadas y lo observó trabajar con un aire que oscilaba entre el escrutinio y la diversión.
—¿Sabes cocinar?
Elijah rompió un huevo con una sola mano, dejando que se deslizara en la sartén con un pequeño chisporroteo.
—Un poco —respondió con modestia.
—Mientes —sentenció Hana con seriedad infantil—. Eso hacen los chefs de la tele. Rompen los huevos así. Mi mami dice que los que cocinan bien son los que hacen que todo parezca fácil.
Elijah rió por lo bajo. Era la primera vez en mucho tiempo que se sentía así de... desarmado. Pero de una forma curiosamente ligera.
—¿Y qué más dicen los chefs?
—Que la comida entra por los ojos —respondió ella, repitiendo la frase con precisión—. Pero eso no tiene sentido porque yo como por la boca.
—Tienes un punto.
Le sirvió un plato con tostadas doradas y huevos revueltos esponjosos. No era nada especial, pero había puesto cuidado. Hana tomó el tenedor con entusiasmo y empezó a comer.
—¿Y el veredicto final…?
—Mmm… rico —dijo después de un par de bocados.
—Gracias —respondió Elijah, con una sonrisa suave.
Comieron en silencio durante un rato. Hana masticaba lentamente, concentrada. De vez en cuando levantaba la vista para mirarlo, evaluándolo en silencio y tratando de encajarlo en alguna categoría que le resultara familiar.
—¿Eres amigo de mi mami?
La pregunta le cayó encima como una piedra pequeña pero certera. Elijah bajó la mirada, se tomó un segundo y respondió con sinceridad:
—Lo era. Hace mucho.
Hana frunció los labios.
—¿Y ahora?
Elijah tragó saliva.
—No estoy seguro.
La niña pensó un momento. Luego, con la voz más bajita, preguntó:
—¿Vas a volver?
Elijah se le quedó mirando. No a ella exactamente, sino a lo que representaba. A la vida que Dai había construido sin él. Al mundo que ya no le pertenecía.
—No lo sé —dijo al fin, sin adornos.
Hana asintió, aceptando que eso también podía ser una respuesta. Siguió comiendo en silencio un momento y luego habló de nuevo.