Dai estaba sentada en la sala de espera del hospital, hojeando sin interés una revista arrugada que alguien había dejado sobre la mesa. Hana estaba en su sesión de diálisis y, por una vez, Dai intentaba aprovechar el tiempo para desconectar su mente.
Un enfermero joven, con el uniforme aún impecable y una expresión un poco nerviosa, se le acercó con una sonrisa educada.
—Disculpe, señora… Mori, ¿verdad? —preguntó, revisando su tabla de registros.
Dai asintió, algo sorprendida por la formalidad.
—Sí, ¿hay algún problema?
El enfermero negó rápidamente, con una expresión que parecía disculparse por haberla inquietado.
—No, no, para nada. Es solo que, bueno, soy nuevo aquí. Acabo de conseguir el trabajo, así que todavía me estoy acostumbrando a los pacientes regulares —rió con nerviosismo—. Solo quería avisarle que su esposo estuvo aquí más temprano preguntando por la niña.
Dai parpadeó, confundida.
—¿Mi… esposo? —preguntó con lentitud, sintiendo cómo el desconcierto se instalaba en su pecho.
Philip no estaba en la ciudad. Se lo había dicho él mismo hacía unos días: la orquesta seguiría de gira por Irlanda hasta la próxima semana. No había forma de que hubiera estado en el hospital esa mañana. Y él ni siquiera era su esposo.
—Sí, un hombre alto, de cabello castaño rizado. Usaba lentes —añadió el enfermero con un gesto despreocupado, ajeno al hecho de que sus palabras habían dejado a Dai completamente descolocada.
Elijah.
Dai sintió un nudo extraño en el estómago. ¿Por qué había estado preguntando por Hana y qué había dicho para que el enfermero pensara que él era su esposo?
No preguntó más. Solo asintió con una sonrisa tensa y dejó que el enfermero siguiera con su turno. Pero la incomodidad se quedó con ella el resto del día.
—
Más tarde, cuando Dai salió del hospital con Hana dormida en el asiento trasero del auto, decidió hacer una parada rápida en una tienda pequeña a unas cuadras de distancia. Necesitaba reponer algunas cosas en casa y, además, sentía que necesitaba distraerse antes de volver a su departamento.
Mientras revisaba los estantes, una voz familiar la sacó de sus pensamientos.
—No esperaba encontrarte aquí.
Dai giró la cabeza y vio a Elijah parado unos metros más allá, sosteniendo una botella de agua en una mano y una bolsa de frutos secos en la otra.
Por un segundo, no supo qué decir. La conversación con el enfermero aún flotaba en su mente, y la pregunta salió de sus labios antes de que pudiera detenerse.
—¿Fuiste al hospital esta mañana?
Elijah ladeó la cabeza, algo sorprendido por el tono directo de Dai.
—Pues… sí.
Dai cruzó los brazos, sintiendo una presión extraña en el pecho.
—El enfermero dijo que preguntaste por Hana… y que eras mi esposo.
Elijah parpadeó y luego soltó una breve risa incrédula.
—¿En serio? No tengo idea de por qué asumirían algo así.
Dai apretó los labios. Algo en su interior le decía que no debería darle tanta importancia, pero no podía evitarlo.
—No tienes que hacer eso —dijo, su voz más fría de lo que pretendía—. No puedes involucrarte tanto.
Elijah la miró por un momento antes de responder.
—Solo quería saber cómo estaban. ¿Eso está mal?
El tono tranquilo de Elijah la hizo sentir peor. No era él quien había cruzado un límite, era ella quien no sabía cómo manejarlo. Exhaló lentamente y desvió la mirada.
—Ah. No. No está mal. Es solo… no sé. Olvídalo.
Elijah no insistió, pero tampoco desvió la mirada de ella. Dai, incómoda, tomó al azar un paquete del estante. Cuando lo miró bien, se dio cuenta de que eran unas galletas que no había comido en años. Sin pensar, murmuró:
—Oh… estas.
Elijah miró lo que tenía en las manos y sonrió con un destello de nostalgia en los ojos.
—¿Siguen existiendo? Pensé que las habían dejado de vender.
Dai giró el paquete entre sus dedos y de inmediato se le vinieron a la mente una serie de escenas que involucraban a esas mismas galletas y a ellos cuando eran adolescentes.
—Siempre decías que sabían a infancia —comentó Elijah con una sonrisa de medio lado.
Dai soltó una pequeña risa.
—Y tú decías que eran demasiado dulces. Pero igual terminabas comiéndotelas.
—Porque tú insistías en compartirlas —replicó Elijah, rodando los ojos con diversión.
A partir de ahí, la conversación fluyó con naturalidad. Recordaron la vez que Dai, decidida a probar suerte con la cocina, intentó hacer una versión casera de esas galletas y la situación terminó con un vecino bombero retirado ayudando a domar el fuego proveniente de una gaveta recién lacada. O el verano en que se prometieron que probarían todos los sabores de helado en la heladería del pueblo, pero solo llegaron hasta cinco antes de rendirse.