Todo había empezado con un vaso.
Uno de esos vasos viejos que nadie usa, pero que las madres igual guardan como si fueran de cristal cortado. Tenía una flor azul pintada a mano y vivía al fondo de la alacena, esperando visitas que nunca llegaban. Dai lo rompió sin querer al tratar de alcanzar la caja del cereal. Lo vio caer en cámara lenta, como en una película muda. El tintineo del vidrio al estrellarse contra las baldosas se le quedó en la cabeza, repitiéndose, incluso cuando ya no había sonido.
Al principio no pasó nada.
Su madre lo miró, luego bajó la vista al desastre, suspiró hondo —una exhalación larga, afilada—, y salió de la cocina sin decir una palabra. Naomi corrió a buscar una escoba. Aiko no levantó la vista de su taza de leche chocolatada. Nadie dijo nada.
Esa mañana no fue a la escuela. Fingió dolor de estómago. Nadie la obligó a levantarse. Se quedó en cama con la cobija hasta la nariz y la mirada fija en el techo, donde una pequeña grieta dibujaba la forma de una cuchara. Su madre pasó dos veces por el pasillo, pero no abrió la puerta.
Por la tarde, Dai salió sin avisar. Cruzó el portón y subió sola por el sendero que llevaba a la colina. No dejó una piedra, ni un mensaje, ni ningún tipo de señal en la raíz del árbol. Solo caminó, con los pasos cortos y los brazos colgando a los costados. Se sentía pequeña, con la extraña certeza de haberse encogido durante la noche.
Elijah ya estaba ahí.
Sentado como siempre, con las piernas cruzadas y el cuaderno en el regazo, dibujaba con una concentración paciente. A Dai le pareció injusto que él pareciera tan en paz mientras todo en su casa se sentía desordenado y frío.
Pero cuando la vio acercarse, bajó el lápiz. No dijo nada. No se movió. Solo la esperó.
Dai se sentó a su lado sin hablar. No se quitó las botas embarradas. No saludó. Se quedó ahí, con la espalda encorvada y los hombros muy juntos, como protegiéndose del viento.
Durante un buen rato, solo se oyó el sonido leve del lápiz sobre el papel y el viento meciendo las hojas del árbol. Dai clavaba la mirada en el suelo, donde una ramita seca parecía un esqueleto diminuto.
—Mi mamá no me habló en todo el día —dijo al fin, con voz apagada.
Elijah dejó de dibujar.
—No fue por algo grave. Solo rompí un vaso. Uno viejo —continuó, masticando las palabras con cuidado, con la lentitud de quien habla con una molestia en los dientes—. Pero ella dijo que era importante. Y después no dijo nada más. Nada. Como si no existiera.
Elijah tragó saliva. Bajó la mirada.
—¿Crees que eso es peor que gritar?
—No lo sé —susurró ella—. Siento que si me gritara... al menos estaría enojada conmigo. Pero así... parece que ni siquiera le importo.
El silencio volvió, esta vez más pesado. Dai se tapó la cara con las manos. Elijah se quedó quieto. La observaba por el rabillo del ojo, con una mezcla de miedo y ternura. No sabía si tocarle el hombro o hacer un ruido. No sabía si debía estar cerca o darle espacio. No sabía mucho de nada, pero igual estaba ahí.
El primer sollozo fue breve. Apenas un ruido que se escapó entre los dedos. El segundo fue más largo, como un hilo roto.
Elijah no la miró directo. Pero bajó el lápiz, se inclinó un poco hacia adelante... y sacó de su bolsillo algo inesperado: una pequeña caja de fósforos vacía. Tenía una etiqueta rasgada y estaba abollada por un costado. Sin decir palabra, buscó entre sus cosas una piedrita gris que tenía guardada desde hace semanas. La colocó con cuidado dentro de la caja.
Luego, cerró la tapa y se la tendió.
—¿Qué es esto? —preguntó Dai, con la voz temblorosa.
—Un frasco de emergencias. Pero de bolsillo —respondió él, sin mirarla.
—¿Emergencias?
—Para cuando los frascos grandes no alcanzan. Este es... por si quieres guardar cosas muy pequeñas. Como cuando alguien te mira sin verte. O cuando todo está callado pero igual se siente mal.
Dai lo tomó con manos temblorosas. La sostuvo con delicadeza, como una joya entre las manos.
—¿Y la piedra?
—Se llama Goliat. La encontré en el camino, hace como dos semanas. Es fea, pero pesa justo lo que tiene que pesar.
Dai rió, por primera vez. Fue un sonido ronco y breve, entre llanto y risa.
—Eres muy raro, Eli.
Él bajó la cabeza.
—Ya me dijiste eso. Muchas veces.
Ella abrió la cajita, tocó la piedra con el dedo.
—Gracias.
Luego se frotó los ojos, suspiró largo y se dejó caer de espaldas en el pasto, el cuerpo demasiado pesado para sostenerlo.
—¿Sabes? Deberíamos tener un frasco para los enojos. Otro para las tristezas. Y uno especial para cuando quieres gritar pero no sabes qué decir.
—Ese sería el más lleno —murmuró Elijah, con media sonrisa.
—¿Te imaginas? Un estante entero con frascos. Como una biblioteca de cosas que no se pueden decir.
—Y una linterna para cuando quieras verlos sin que te asusten.