Elijah encendió un cigarrillo que no pensaba fumar y lo sostuvo entre los dedos mientras contemplaba la ciudad desde la ventana de su estudio. La noche colgaba sobre Monmouth con su habitual indiferencia: húmeda, insondable, eléctrica en los bordes. Una sirena a lo lejos. El sonido intermitente del radiador viejo peleando con el frío.
A su lado, la pantalla de su portátil parpadeaba con el mismo documento abierto desde hacía más de tres días: una hoja de cálculo a medio llenar, algunas notas sin sentido escritas al margen, un recordatorio para devolver una llamada que no pensaba hacer. Elijah había trabajado en muchas cosas desde que dejó inicialmente el pueblo, pero hacía semanas que el trabajo no le salía. Se sentía hueco. Había perdido el ritmo.
A menudo pensaba que era una mala copia de sí mismo. Alguien que seguía haciendo las cosas por pura inercia, pero al que ya no le interesaban ni las preguntas ni las respuestas.
El cigarro se apagó solo. Elijah lo dejó en el cenicero sin molestarse en encender otro.
Fue entonces cuando vibró su teléfono. Primero una notificación perdida, después la vista previa de un nombre que no esperaba ver. Leigh.
No un número oculto. No un mensaje neutral. Solo una llamada perdida, quizá fruto de un error… o un acto de debilidad. Elijah se quedó mirándolo durante un largo rato, inmóvil, con la sensación de que ese nombre cargaba un peso tangible.
No se odiaban. Tampoco se hablaban. Fue una relación funcional hasta que dejó de serlo, sin una gran pelea, sin un cierre cinematográfico. Solo un deshilachamiento lento y meticuloso de todo lo que alguna vez intentaron sostener. Ella se marchó primero. Él no se molestó en detenerla.
No respondió. No escribiría. El pasado, pensó, tiene la pésima costumbre de vestirse de presente solo cuando uno se encuentra más indefenso.
Con ese pensamiento, se levantó, fue al baño y se inclinó sobre el lavabo. Se echó agua fría en la cara, intentando arrancar de sí el cansancio con ese gesto o al menos diferenciar entre nostalgia real y esa otra cosa más peligrosa: la tentación de retroceder. Al secarse con la toalla, sintió la vibración insistente del teléfono otra vez. Esta vez no era Leigh.
Un mensaje. Número desconocido.
“Espero no parecer espeluznante, pero revisa tu buzón.”
Frunció el ceño. No tenía razones para recibir correspondencia inesperada. O era una broma, o un intento de estafa. O, con su suerte, una amenaza de muerte encubierta. Durante unos segundos consideró simplemente ignorarlo. Pero la curiosidad, ese molesto instinto que nunca lo dejaba en paz, lo hizo suspirar y ponerse en movimiento. Si resultaba ser una caja con una cabeza de caballo, al menos sería una buena anécdota para el futuro.
Bajó las escaleras con pasos cautelosos y abrió el buzón. Dentro había un paquete envuelto en papel marrón. Sin remitente, sin notas evidentes. Pesaba poco y tenía la inconfundible forma de un libro.
De vuelta en su departamento, rasgó el papel con dedos ansiosos. Era una edición especial de “El Principito”, de aquellas con ilustraciones restauradas y encuadernación de tapa dura. Elijah parpadeó. No era solo cualquier libro.
Recordaba perfectamente la primera vez que tuvo uno igual. Lo había encontrado en una librería de segunda mano cuando era adolescente. Durante meses, había guardado parte de las propinas que se quedaba a escondidas de los clientes del bar de su padre, hasta que finalmente pudo comprarlo. El ejemplar ya estaba lleno de anotaciones y subrayados de algún dueño anterior, lo que de alguna forma lo hacía más valioso, como si cargara una historia dentro de otra.
No duró mucho. Hugh, en una de esas noches de whisky barato y frustraciones sin destino, lo vio leyendo en la barra y le arrebató el libro de las manos con un bufido de desdén. “¿Para qué pierdes el tiempo con esa basura?” Había gruñido, antes de empaparlo con licor y arrojarlo a la acera frente al bar. Lo quemó con un fósforo, observando las páginas retorcerse en la llama con la misma indiferencia con la que apagaba un cigarrillo.
Elijah miró el libro en sus manos ahora, intacto, con su lomo reluciente bajo la luz de la cocina. Solo una persona podía haber recordado algo así.
Tomó su teléfono y escribió un mensaje al número desconocido:
“¿Cómo conseguiste mi número? Y, más importante, ¿cómo sabías que mi dirección no ha cambiado?”
La respuesta no tardó en llegar.
“Fue increíblemente fácil sonsacar la información en la estación de enfermeras. Parece que causas una gran impresión por ahí.”
Elijah dejó escapar una risa nasal. Dai.
“No me sorprende. Enfermeras poco discretas y tú metiéndote donde no debes. Un clásico.”
“No tuve que hacer casi nada, en realidad. Alguien incluso me dio tu historial de vacunas sin que lo pidiera.”
“Dime que al menos fingiste ser sutil.”
“No. Hice una presentación en PowerPoint. Por cierto, al parecer nunca completaste las dosis contra el tétanos.”
Elijah apoyó la cabeza en el respaldo del sofá, entretenido. Era curioso cómo la conversación fluía con tanta naturalidad, dando la impresión de que los años sin contacto se habían desvanecido. Con cada mensaje, la distancia entre ellos se encogía un poco más.