El mercado olía a madera húmeda, pan con anís y castañas chisporroteando. Las voces rebotaban en los toldos color vino, haciendo que el aire se hinchara con cada palabra. El humo tibio de las brasas se enredaba entre los árboles sin hojas del parque, y el cielo gris claro colgaba sobre el pueblo como una sábana húmeda a punto de escurrirse.
Dai caminaba a saltitos, dejando dos huellas idénticas sobre la escarcha que cubría el empedrado. Llevaba puesto un gorro de lana amarillo, bufanda roja con borlas gastadas, y unos guantes sin dedos que dejaban sus uñas expuestas al frío. En la otra mano, su padre sujetaba una canasta de mimbre con la tranquilidad de quien ha hecho esto mil veces. Andreas se movía despacio, con los hombros relajados y la mirada atenta.
—¿Pan de centeno o de anís? —preguntó él, señalando el puesto del señor Talbot, donde los bollos recién horneados humeaban sobre paños de cuadros.
—De anís —dijo Dai sin dudar—. El centeno sabe a cartón cuando se enfría.
Andreas rió por lo bajo y la dejó elegir un bollito más, uno de esos pequeños con azúcar encima, que ella guardó en el bolsillo del abrigo.
—¿Crees que nieve esta noche?
—Con este olor a leña y el cielo como está, casi seguro. Además, las ovejas estaban inquietas esta mañana.
Dai asintió, dando por sentado que eso bastaba como prueba científica. El lenguaje de su padre no necesitaba demasiadas explicaciones: bastaba con confiar.
Fue entonces que lo vio.
Elijah, al otro lado del mercado. Tenía el abrigo del invierno pasado, un poco corto en las mangas, y la bufanda colgándole sin anudar. Sostenía una bolsa de pan con un esfuerzo que no correspondía a su peso real. Estaba solo. Siempre estaba solo.
—Papá, voy a saludarlo —anunció Dai, sin apartar los ojos.
Andreas miró hacia donde ella señalaba. Tardó unos segundos, luego asintió.
—Ve. Pero no tarden mucho. Yo termino aquí.
Dai echó a correr, con el gorro resbalándole sobre las cejas. Elijah no la vio hasta que ella estuvo a un paso.
—Eli —dijo, jadeando un poco.
—Hola —murmuró él, sin energía.
—¿Compraste pan?
Él alzó la bolsa, sin entusiasmo.
—Mi papá me mandó. Le gusta tostado con manteca.
Dai lo observó con detenimiento. Tenía la cara roja por el frío, pero los ojos le flotaban en una especie de niebla. Parecía estar ahí solo con el cuerpo.
—¿Te acompaño?
Elijah dudó. Luego asintió, apenas.
Caminaron bordeando los puestos, sin hablar al principio. Pasaron junto al violinista ciego que desafinaba con encanto, a un gato dormido sobre un cajón de naranjas, y a un niño que lloraba desconsolado por unas nueces que no le compraban. Elijah los veía, pero su mirada parecía distante.
—¿Quieres venir a casa? —preguntó Dai de pronto, como quien extiende un guante seco a alguien con las manos mojadas—. Está cerca. Podemos mirar la escarcha por la ventana. Mi papá no se va a quejar.
Él se detuvo. Sus manos se apretaron en torno a la bolsa.
—¿Y tu mamá?
—No está. Llevó a Naomi a su clase de kenpō. No vuelve hasta la noche.
Elijah dudó unos segundos más. Después asintió. No porque no tuviera miedo, sino porque quería no tenerlo por un rato.
La casa de Dai olía a madera tibia, cáscaras de naranja y algo dulce que llevaba horas cociéndose en el horno. Elijah se detuvo en la entrada, pisar el felpudo parecía un rito demasiado íntimo.
Andreas salió de la cocina con un paño en la mano. Lo miró como se mira a alguien que no se espera, pero que igual se quiere recibir.
—Has crecido, muchacho.
Elijah bajó la cabeza y murmuró un saludo. Andreas no lo forzó. Solo le indicó con la cabeza que pasara, y dejó una manta doblada en el respaldo del sofá.
—Estoy por servir té. Hay galletas de avena. Siéntete como en casa.
Elijah no se quitó el abrigo. Pero siguió a Dai hasta la sala. Desde ahí se veía el jardín cubierto de escarcha y las ramas desnudas tocando el vidrio con timidez.
Dai dibujaba con el dedo sobre el vaho de la ventana: mapas, espirales, palabras sueltas que se deshacían en segundos.
—¿Sabes? Este es mi lugar favorito cuando hace frío. Todo cruje y huele a canela. Y hay silencio... pero del bueno.
Elijah asintió, apenas.
—En mi casa también hay silencio —dijo—. Pero del otro.
—¿Del que hace eco?
Él no respondió. No necesitaba hacerlo.
Dai abrió una cajita de madera y sacó un cassette. Le mostró la portada, dibujada con flores y letras manuscritas.
—¿Te molesta si lo pongo?
Elijah negó con la cabeza. Dai lo metió en el reproductor. El piano empezó como una caricia: una melodía lejana que parecía venir desde otra casa, desde otro tiempo.
Elijah se sentó en el suelo. Se quitó uno de los guantes, luego el otro, y los dejó sobre sus rodillas. Dai imitó su gesto. Afuera, una hoja solitaria cruzó el jardín, movida por el viento.