Salieron de la galería en un silencio que no se sentía incómodo, pero que cargaba con un eco denso. Entre ellos aún flotaban las palabras que no dijeron dentro de los corredores. Dai se abrazó a sí misma cuando la brisa nocturna acarició sus brazos desnudos. Era un frío ligero, apenas un susurro del otoño que se avecinaba, pero suficiente para que su cuerpo reaccionara sin pedirle permiso.
Elijah, sin decir palabra, se quitó la chaqueta y se la colocó sobre los hombros con un gesto automático. Lo hizo como quien ofrece una costumbre, no un favor. Dai parpadeó, sorprendida, casi con la intención de devolverla, pero algo en su expresión la detuvo. No había espacio para rechazos simbólicos esa noche.
—Gracias —murmuró, apenas audible.
Siguieron caminando por la acera iluminada por los faroles, sin rumbo. Las sombras de los árboles se proyectaban largas y quietas sobre el pavimento, y el sonido del tráfico lejano parecía llegar desde otra ciudad. A esa hora, Cardiff se sentía suspendida. Parecía contener el aliento.
—No sé tú —dijo Dai finalmente, alzando los brazos en un intento de sacudirse el letargo—, pero siento que vimos demasiados cuadros en una sola noche. Estoy segura de que perdí al menos el 30% de mi capacidad visual en esa última sala.
—Podría demandarlos por eso —respondió Elijah, sin mirarla—. Daño ocular emocional. Aunque reconozco que algunos cuadros te absorbieron más que a otros.
—¿A qué te refieres?
—Ese con las pinceladas doradas. Te quedaste viéndolo como si fueras a meterte dentro del lienzo.
Dai ladeó la cabeza con una sonrisa.
—No confirmo ni niego esa acusación. Pero si lo hubiera hecho, habría sido con el máximo respeto artístico.
Elijah dejó escapar una risa breve y nasal, y ella supo que lo había hecho reír de verdad. No una risa por cortesía, sino una que escapaba sin permiso. La clase de risa que uno ya no se permite cuando carga más derrotas que promesas.
—Ha pasado demasiado tiempo desde la última vez que hablamos de cualquier cosa sin que pareciera un campo minado —dijo él, en voz baja, como murmurando para sí.
Dai se giró hacia él mientras caminaban. Le pareció verlo más joven por un instante. No en el rostro —donde los años habían dejado líneas finas y sombras nuevas— sino en el modo en que pronunciaba esa palabra: hablar. Aún creyendo, quizás en silencio, que eso podía salvar algo.
—Es extraño… pero no está mal —añadió Elijah, sin buscar sus ojos.
Dai asintió despacio. Había una verdad íntima en esa afirmación. Lo extraño no era la cercanía, sino que aún existiera. Que no se hubiera roto del todo. Que hubiera sobrevivido a la distancia, a las heridas, a la historia.
Elijah metió las manos en los bolsillos y resopló.
—Y hablando de cosas que no cambian... ¿Todavía eres capaz de disfrutar una hamburguesa decente? Si me dices que ahora solo comes hojas verdes y kombucha, me doy la vuelta.
Dai lo miró con fingido escándalo.
—¿Cómo te atreves? Jamás traicionaría así mis principios alimenticios.
—Quiero creerlo. El mundo ya perdió demasiadas cosas buenas.
—¿Esta es tu manera de invitarme a cenar? ¿O es una evaluación moral?
—Ambas. Y además, es un homenaje póstumo.
—¿A qué?
—Al “Mousehole”. Que en paz descanse.
Dai soltó una carcajada genuina. Esa mezcla de melancolía y absurdo seguía siendo tan suya como siempre.
—Ese sitio era un desastre. Pero qué buena comida. ¿A dónde me llevas ahora?
Elijah señaló un local pequeño con letrero de neón titilante al otro lado de la calle.
—Al sucesor espiritual. No prometo milagros, pero el menú tiene pinta de saber lo que hace.
El local olía a grasa buena, a pan caliente, a cebolla caramelizada y a recuerdos. Era cálido, con mesas de madera y luces amarillas. Se sentaron junto a la ventana, uno frente al otro, y cuando llegaron las hamburguesas, Dai comenzó a retirar meticulosamente las rodajas de cebolla con la misma ceremonia de siempre.
—Sigues haciendo eso —comentó Elijah, sin ocultar su sonrisa.
—Y tú sigues observando demasiado.
—Te hace más fácil de recordar.
Ella no dijo nada, pero bajó la mirada al plato con una expresión que era mitad sonrisa, mitad vértigo.
La conversación fluyó como un río con piedras. A veces suave, a veces con tropiezos. Hablaron de todo lo que no importaba, porque lo otro —lo que sí— seguía siendo terreno peligroso. Dai habló de Hana, de su obsesión con los documentales de animales, de cómo una vez intentó enseñarle japonés solo para que dejara de decir “arigato” cada vez que alguien le daba un dulce. Elijah contó anécdotas triviales: el cliente que una vez intentó pagarle una ilustración con botellas de vino artesanal, su vecino fanático de los trenes que escuchaba locomotoras grabadas para dormir.
A ratos, el pasado se colaba en la conversación sin permiso, como una vieja canción en la radio. Bastaba una frase, una pausa, para que lo que no decían quedara flotando entre ellos.