Elijah no fue a clase esa mañana.
Dai lo notó enseguida. No porque alguien lo mencionara, sino porque su ausencia era de esas que dejan un hueco, como una nota que falta en una canción que se ha aprendido a reconocer incluso con los ojos cerrados. No estaba su mochila en el perchero, ni su sombra alargada junto a la ventana. No era un niño escandaloso, pero cuando no estaba, el silencio parecía distinto.
A media mañana, sin pedir permiso, Dai escondió dos mandarinas, un trozo de pastel de arroz envuelto en papel manteca y un termo abollado dentro de su mochila. Andreas estaba trabajando en el campo desde temprano y Rin se había ido dos días antes a casa de una tía para ayudar con el nacimiento de un primo nuevo. Nadie estaba para fruncir el ceño o hacer preguntas.
No sabía exactamente a dónde iba, pero sí por dónde empezar. Había visto a Elijah caminar hacia el otro extremo del pueblo muchas veces después de clase, con los hombros encogidos, en un intento silencioso por pasar desapercibido hasta desaparecer. Esa era su pista.
Después de varias cuadras y una breve pausa frente a una tienda de revistas, Dai se armó de valor y entró.
—¿El niño callado, del colegio? —repitió la mujer del mostrador, mientras acomodaba paquetes de caramelos—. Vive en los departamentos del fondo. Los grises, pasando la curva. La segunda puerta, creo.
Dai agradeció con un leve movimiento de cabeza y salió.
El camino se volvió más descolorido conforme avanzaba. El pavimento estaba agrietado y las veredas rotas por las raíces de árboles secos. Las paredes tenían grafitis desteñidos, y las ventanas, rejas torcidas que no parecían detener nada. En una esquina, un perro flaco dormía sobre un colchón húmedo, y más allá, una bicicleta sin ruedas colgaba del balcón de un tercer piso como un juguete olvidado.
Los departamentos eran como cajas viejas apiladas sin orden: concreto crudo, balcones oxidados, y ropa colgando en sogas como banderas que nadie celebraba. Por primera vez en mucho tiempo, Dai sintió un nudo en el estómago. No era hambre. Era otra cosa. Una mezcla de inquietud y ternura. Dudó un instante. Pero pensó en él. En la calidez de su compañía y lo confortable de sus silencios.
Y subió.
Tocó una puerta con la pintura descascarada. Nadie respondió al principio. Luego, después de un chirrido sordo de bisagras viejas, Elijah apareció. Tenía los rizos castaños revueltos, la cara pálida y un suéter demasiado grande que le caía sobre las manos.
—¿Qué haces aquí? —murmuró, con la voz ronca de quien no ha hablado en horas.
—Te traje pastel —dijo Dai, levantando la bolsa en un gesto casi ceremonial.
Él miró hacia el pasillo vacío, con el temor de que alguien más pudiera verla. Luego entreabrió la puerta un poco más.
—¿Quieres entrar? —dijo, sin sonar convencido.
Dai no lo pensó. Asintió, entró, y se sacó el gorro de lana que le había quedado torcido por el viento.
El departamento era oscuro y olía a humedad, cigarro viejo y ropa sin secar. El sofá tenía los cojines hundidos y la cuerina pelada; la cocina mostraba una sola taza en el fregadero; la mesa estaba cubierta con ceniceros llenos y periódicos apilados. Elijah recorría el espacio con una cautela casi absurda, como temiendo que su casa llegara a tocarla.
—Podemos sentarnos aquí —dijo, señalando una alfombra deshilachada junto a la ventana que apenas dejaba entrar luz.
Dai se acomodó sin decir nada. No hizo preguntas. Sacó las mandarinas, el pastel y el termo con té tibio y los colocó entre ambos.
—¿Estás enfermo? —preguntó con naturalidad.
—No —respondió él.
—¿Entonces por qué no fuiste?
Él tardó en responder. Bajó la cabeza. Se frotó las manos sobre las rodillas.
—A veces… no me dan ganas. Mi papá se fue temprano. No quería salir de aquí.
Dai asintió. Empezó a pelar una mandarina con cuidado.
—Mi mamá dice que las mandarinas espantan los resfriados. Yo creo que espantan pensamientos feos. Tienes que hacer caras graciosas cuando están agrias, y eso ayuda un poco.
Le ofreció la mitad sin mirarlo directamente. Elijah la aceptó con un gesto leve. Masticó en silencio.
—¿Te da vergüenza que esté aquí? —preguntó ella después de unos minutos.
Él apretó los labios.
—Sí. Un poco.
—¿Por qué?
—Porque… esto no es bonito. Tu casa sí lo es.
Dai se encogió de hombros.
—Mi casa tiene una mamá que me mira como si fuera una decepción cuando me equivoco en el piano. Aquí hay pastel. Y hay silencio. Me gusta más eso.
Elijah bajó la mirada. No respondió. Compartieron el pastel en silencio, dejando que el reloj no marcara nada importante. Afuera, el cielo seguía encapotado, atrapado en esa tensión previa al llanto, sin saber todavía por dónde empezar.
—En clase dijeron que tenemos que escribir una redacción sobre nuestros héroes —comentó Dai más tarde.
—¿Ya sabes a quién vas a poner?