Elijah ajustó la correa de su mochila sobre el hombro mientras cruzaba el estacionamiento del hospital. Aún era temprano y el cielo comenzaba a nublarse con ese tono plomizo y sucio que precede a la llovizna. El aire estaba cargado de humedad, y sus párpados pesaban más de lo habitual. Había pasado la noche en vela, repasando bocetos para la exposición que se aproximaba, pero sin realmente avanzar en nada. Solo líneas que empezaban con sentido y terminaban como borradores rotos. Su meta esa mañana era simple: recoger los exámenes, visitar a su padre —cumplir con la obligación— y marcharse lo antes posible.
Levantó el celular para revisar el mensaje de confirmación cuando una figura, a unos metros de distancia, le hizo detenerse. La reconoció antes incluso de ver su rostro: la forma en que abría la puerta del coche, la chaqueta larga hasta las rodillas, ese gesto rápido con el que se acomodaba el cabello detrás de la oreja. Dai.
Pero no estaba sola.
Un hombre bajó del lado del conductor. Alto, de barba rojiza, complexión atlética. Vestía ropa informal con una despreocupación que sugería confianza, no descuido. Hana descendió del asiento trasero con su mochila de dibujos colgando a un costado, corrió hacia Dai y se abrazó a su cintura. Ella se agachó para ajustarle el abrigo con la soltura de quien ha hecho ese gesto cientos de veces. Era una coreografía doméstica, ensayada hasta el automatismo.
Elijah sintió algo en el pecho. No una punzada exactamente, pero una sensación vaga y metálica, como cuando una extremidad se adormece sin que uno lo note.
Dio un paso hacia atrás, con la intención de girarse y desaparecer por la entrada lateral, cuando escuchó la voz:
—¡Elijah!
La voz de Hana cortó el aire con la fuerza de una campana. Llena de emoción, clara, sin dobleces. Dai se tensó en el acto, girando hacia su hija con una expresión contenida que no alcanzó a convertirse en reprimenda. Pero era demasiado tarde. La niña ya corría hacia él con pasos decididos.
Elijah se detuvo, sin saber si debía agacharse o retroceder. Hana alzó los brazos al llegar frente a él, esperando que la levantara. Pero cuando notó que él no reaccionaba del todo, bajó las manos y comenzó a balancearse sobre los talones con una sonrisa tranquila.
—¿Viniste a ver a mami? ¿O a mí?
Elijah sonrió con torpeza, bajando un poco la mirada.
—Vine por algo del laboratorio —dijo, mientras su vista se deslizaba hacia Dai... y luego hacia el hombre que, desde el auto, los observaba con una expresión que no era exactamente curiosidad, pero tampoco indiferencia.
Philip cerró la puerta con calma y se acercó a paso firme. Su rostro era agradable, pero sus ojos tenían la precisión con la que alguien estudia una pintura que no logra descifrar del todo.
—Nos hemos visto antes —dijo, mirando directamente a Elijah—. Aquí, en el hospital, ¿verdad? Laboratorio de análisis.
—Sí —respondió Elijah con un leve asentimiento, sosteniéndole la mirada solo lo necesario.
Philip volvió la vista hacia Dai, esperando una explicación que no llegó de inmediato. La tensión se volvió palpable, con todos atrapados en una escena que nadie había ensayado.
—¿Cómo es que se conocen? —preguntó Philip finalmente, sin perder el tono cordial, pero con esa forma particular de usar la cortesía como una lupa.
Elijah no respondió. No porque no supiera, sino porque no era él quien debía decirlo. Se quedó quieto, atento a Dai, quien se inclinó a ajustar la mochila de Hana con una meticulosidad absurda. Finalmente, se incorporó y respondió con una voz ligera, demasiado medida.
—Ah, bueno... nos conocíamos de antes. De cuando éramos niños.
La frase flotó en el aire unos segundos.
Philip arqueó apenas una ceja, pero su sonrisa no se desvaneció. Aun así, algo en su postura cambió. No era agresividad, ni siquiera desconfianza. Era una especie de recalibración, como alguien que hasta ese momento había creído tener toda la información sobre la mesa y de pronto se daba cuenta de que había una carta oculta.
—¿De cuando eran niños? —repitió, con una pausa precisa, como probando las palabras—. ¿Y se reencontraron ahora? Qué coincidencia.
Dai soltó una risa breve que no alcanzó sus ojos.
—Sí. El mundo es pequeño.
Philip le sostuvo la mirada por un par de segundos que parecieron más largos de lo necesario. Finalmente, Dai pareció recordar algo obvio y carraspeó.
—Oh, eh... Philip, él es Elijah. Elijah, Philip. —Su tono fue neutro, sin adornos, pero en cuanto terminó la presentación, bajó la vista, como si quisiera evitar cualquier lectura adicional a sus palabras.
El saludo fue un apretón de manos formal, sin demasiada calidez, pero tampoco agresividad. Medido. Suficiente para cumplir con las reglas sociales, sin comprometer nada más.
—Mucho gusto —dijo Philip.
—Igualmente.
Y entonces Hana intervino otra vez, completamente ajena a las tensiones invisibles de los adultos. Tiró de la manga de Elijah y, con ojos brillantes, abrió su mochila.
—Mi mami me dijo que dibujas cosas bonitas. Hoy traje mis pinturas. ¿Puedes ayudarme a pintar mientras estoy en la camita?
Elijah no pudo evitar reír. Se agachó un poco, bajando el tono de su voz.
—Te lo debo, ¿sí? Hoy tengo que hacer otras cosas, pero pronto.
Hana arrugó la nariz en una mueca de decepción, pero no insistió. Volvió junto a su madre, agarrándose con fuerza a su mano.
Philip miró la escena sin intervenir, su expresión difícil de leer. Archivaba cada gesto, cada palabra, con la calma de quien planea pensarlos más tarde.
Elijah, sintiendo que su presencia ya no tenía sentido, se metió las manos en los bolsillos.
—Bueno. Fue un gusto verlas. Philip.
Dai asintió, casi sin voz.
—Adiós, Elijah.
—Adiós —repitió Hana, agitando la mano.
Philip inclinó la cabeza apenas. Elijah se dio media vuelta, cruzando el estacionamiento sin mirar atrás, pero con la sensación persistente de que lo estaban observando. No supo si era Dai, si era Philip. O si en realidad era él, con ese reflejo antiguo de querer saber en qué punto exacto había dejado de pertenecer.