Un Lugar En El Medio

20:25, hoy

Dai no esperaba visitas esa noche.

La televisión estaba encendida en un canal cualquiera, pero no prestaba atención. La luz parpadeante del televisor proyectaba sombras suaves sobre la alfombra, y el único sonido era el crujir ocasional de las hojas de la revista que hojeaba sin leer. Había tenido la intención de distraerse, de encontrar en lo trivial una pausa para la ansiedad que a veces se le instalaba en el pecho sin aviso, pero le costaba concentrarse en cualquier cosa que no fueran los ecos del día.

El timbre sonó, interrumpiendo su pasividad con una nota aguda que la hizo incorporarse de golpe. Miró el reloj. Pasaban las nueve y media. Demasiado tarde para mensajeros. Demasiado tarde para alguien sin una razón concreta.

Se acercó a la puerta con una tensión instintiva en los hombros. No esperaba a nadie. No quería esperar a nadie.

Al abrir, encontró a Philip de pie bajo la luz del pasillo.

—Hola —saludó él, con su habitual serenidad. Llevaba la chaqueta abierta, el cabello levemente húmedo por la llovizna que había comenzado a caer, y en la mano sostenía una bufanda azul celeste.

Dai pestañeó, confundida por un segundo.

—Hola... ¿todo bien?

Philip levantó la bufanda con un gesto amable.

—Hana se la dejó en el auto. Pensé que sería más fácil traerla ahora antes de que se ponga a buscarla mañana enloquecida.

Dai tomó la bufanda con una sonrisa breve, agradecida pero algo tensa. Ese objeto, doblado y olvidado, había sido la excusa perfecta para una visita inesperada.

—Gracias. Es su favorita.

—Sí, lo recuerdo —respondió Philip, sin moverse del marco de la puerta. Miró más allá del umbral, al interior del departamento cálido e iluminado, y añadió con naturalidad—: ¿Puedo pasar un momento?

Hubo una pausa. No era una pregunta amenazante, pero tampoco era una cualquiera. Dai no supo explicarse por qué le generó incomodidad.

Asintió, dando un paso hacia atrás.

Philip entró con familiaridad, pero sin imponerse. Pasó las manos por los bolsillos de su abrigo mientras echaba un vistazo a la sala. Sus ojos se posaron brevemente en un par de dibujos de Hana extendidos sobre la mesa: trazos torpes de crayón, casas flotando entre nubes y letras mal escritas con colores fuertes.

—Está diferente —comentó, refiriéndose al departamento—. Más cálido, tal vez.

—Agregué algunas cosas —respondió Dai, encogiéndose de hombros—. Plantas, mantas... tonterías que no notabas antes.

Philip sonrió levemente. No pareció querer discutir el matiz en ese comentario.

Durante unos segundos, ninguno habló. El sonido de la televisión seguía en segundo plano, distorsionado por la lluvia que empezaba a golpear con más fuerza las ventanas.

Y entonces, con un tono cuidadoso, casi anodino, Philip dijo:

—Así que... ¿hace cuánto que volviste a hablar con Elijah?

Dai no disimuló su sorpresa. Parpadeó, procesando el nombre. No porque no lo esperara —era obvio que esa conversación llegaría tarde o temprano—, sino porque no había previsto que sería tan directo.

—No mucho —dijo con sinceridad medida—. Nos encontramos por casualidad.

Philip asintió, organizando los hechos en su mente. No parecía celoso. Ni enojado. Pero tenía esa forma suya de hacer preguntas que parecían triviales y, al mismo tiempo, precisas como una cirugía menor.

—Hana lo mencionó un par de veces esta semana. Me sorprendió lo cómoda que estaba con él. Como si lo conociera de antes.

—Ya sabes cómo es Hana... —respondió Dai, buscando un tono neutral—. Le toma cariño a la gente muy rápido. No se complica con lo que los adultos cuestionan.

Philip volvió a asentir, en ese gesto automático de quien procesa primero y responde después.

—Eso pensé. Pero también me llamó la atención algo que dijo esta mañana. Le pregunté si quería que trajera sus pinturas para dibujar, y me contestó que quería que Elijah la ayudara esta vez.

Dai sintió cómo el estómago se le encogía. No era culpa de Hana. Pero la mención constante, natural, de Elijah en su rutina... empezaba a sentirse demasiado presente.

Philip la miró con una expresión suave, sin rastro de reproche, pero con la curiosidad insistente de quien no quiere entrometerse, pero no puede evitarlo.

—No me malinterpretes, Dai. No estoy preocupado en el mal sentido. Sé que no traerías a nadie a su vida si no lo consideraras seguro... Pero me sorprende porque nunca me hablaste de él. Y estuvimos juntos varios años. Nunca mencionaste su nombre.

Dai bajó la vista hacia la bufanda entre sus manos. La acariciaba con los dedos, buscando en la textura una forma de distraerla.

—No había razón para hablar de él —dijo finalmente—. Fue alguien importante hace mucho. Pero después de que nos distanciamos... simplemente desapareció. Como si hubiera sido parte de otra vida.

Philip respiró hondo. No parecía molesto. Solo atento.

—Pero ahora volvió —dijo, sin juicio—. Y Hana lo adora.

Dai se recostó contra el respaldo del sofá, sin dejar de mirar la bufanda.

—No planeé nada de esto. No es como si... lo hubiera invitado a entrar en su vida.

—Pero entró igual —respondió Philip con suavidad.

El silencio que siguió no fue largo, pero sí incómodo. No por lo que se dijo, sino por lo que no se estaba diciendo.

Philip se inclinó levemente hacia adelante.

—Dai... no quiero saber qué lugar tiene Elijah en tu vida. No estoy aquí por eso. Solo quiero saber qué lugar va a tener en la de mi hija. Porque ahora mismo, ella lo está empezando a poner en un lugar que no sé si tú estás viendo.

Las palabras no fueron duras. Pero cayeron con el peso exacto para que ella sintiera el vértigo.

—No lo sé —admitió en voz baja—. De verdad... no lo sé.

Philip la miró con atención. Y entonces, sin más, asintió. Se puso de pie con esa tranquilidad práctica que siempre había tenido y caminó hacia la puerta.

—Pasaré por Hana el fin de semana —dijo al llegar al umbral—. Mis padres están emocionados. Le prometieron pay de manzana y una caja entera de lápices nuevos.




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