A Elijah no le gustaba correr. Ni un poco. Sentía que sus piernas eran demasiado largas para sus pasos, que los brazos no sabían qué hacer, que los pulmones se le llenaban de astillas invisibles. Y, sobre todo, que todos lo miraban. No con interés, sino con esa risa imperceptible que se esconde en los bordes de la boca cuando alguien parece fuera de lugar.
Pero ese día, con la campana aún temblando en el aire y el viento fresco de la mañana alborotando los abrigos colgados en el corredor, echó a trotar detrás de los demás.
El maestro de educación física había organizado una "carrera improvisada". "Solo por diversión", había dicho, con esa sonrisa que usaba cuando no quería quejarse demasiado del entusiasmo inexistente de sus alumnos.
Pero los chicos de la clase no sabían hacer nada solo por diversión. Todo era competencia. Todo era una oportunidad para demostrar algo. Y eso convertía cualquier juego en una guerra de migajas, donde los más hábiles se empujaban por la corona invisible del recreo.
Dai corría un poco más adelante, con las rodillas embarradas y una coleta que rebotaba con una energía casi independiente. No corría para ganar. Corría porque sí, porque el viento en la cara le hacía cosquillas y el barro le parecía un tipo de premio. Iba descalza. Sus zapatos se los había quitado antes de empezar, dejándolos prolijamente en el borde de la cancha con dos piedras encima para que no se volaran. Solo Dai haría eso: marcar su territorio como un perro meticuloso.
Elijah, en cambio, ya estaba jadeando. Había empezado despacio y terminado peor. Cada paso se le sentía prestado, ajeno al ritmo de su cuerpo. El suéter se le pegaba a la espalda y la camiseta se le salía por un lado. Ya no pensaba en ganar. Solo en terminar. En desaparecer. En hundirse.
—¡Vamos, Llorijah! —le gritó uno de los chicos desde más adelante, arrastrando cada sílaba con la aspereza de una piedra contra el asfalto, mientras imitaba burlonamente su caminar—. ¡Que no se te caiga la falda!
Las risas explotaron como un petardo mojado. Elijah se detuvo. El aire se le quedó atrapado en la garganta. No podía avanzar. No quería.
No era la primera vez. A veces eran comentarios sueltos. Otras, codazos en el pasillo. Notas rotas en su cuaderno, una burla mal escrita en la pizarra. Nunca lo suficientemente graves como para despertar la atención de los adultos, pero constantes, como una fuga que gotea por dentro hasta dejarlo todo húmedo.
Dai había empezado a notarlo. Desde hacía un tiempo, lo observaba más. No porque necesitara hacerlo. Porque quería.
Esa tarde, después de clase, lo encontró en la colina, donde siempre, pero distinto. Tenía las manos enterradas en los bolsillos del abrigo. La bufanda colgaba torcida. Había barro seco en sus zapatos, como si hubiera intentado limpiarlos y se hubiera rendido a la mitad. Una hoja de cuaderno arrugada reposaba bajo su pie, parcialmente húmeda.
—Te busqué en el recreo pero no estabas —dijo ella, dejándose caer a su lado—. ¿Estás enojado?
Elijah negó con la cabeza sin mirarla.
—¿Triste?
Otra negación. Más leve.
—¿Entonces?
—Sólo... cansado —respondió finalmente, con voz baja, sin peso, cada palabra deshaciéndose antes de llegar a su destino.
—¿De correr? —bromeó Dai, buscando alivianar el aire—. Te detuviste tan de golpe que pensé que te habías quedado sin batería. Como un robot vintage.
Elijah forzó una sonrisa. No dijo nada. Pero la sonrisa estaba ahí, aunque fuera con muletas.
Ella se sentó a su lado, dejando un espacio exacto entre los dos. Ni demasiado cerca, ni demasiado lejos. Dai tenía esa habilidad extraña de saber cuándo acercarse y cuándo quedarse quieta. Parecía tener acceso a un manual que nadie más poseía.
—¿Puedo preguntarte algo?
Él asintió con la cabeza, apenas.
—¿Por qué nunca dices nada cuando te molestan?
Elijah dudó. El viento jugaba con los hilos sueltos de su bufanda.
—Porque si lo digo... empeora.
—¿Y si no lo dices, mejora?
Se encogió de hombros. Parecía más pequeño que nunca, envuelto en una ropa que de pronto le quedó demasiado grande.
—Mi papá dice que los hombres aguantan.
Dai apretó los labios. Miró el cielo, luego al suelo. Una hormiga avanzaba por el borde de su zapato.
—Mi papá dice que los hombres que aguantan solos se enferman por dentro... o se quedan pelados prematuramente. Una de dos.
Elijah la miró de reojo. No se rió. Pero algo se aflojó en su cara.
—¿Y si me miras raro?
—Nunca te miraría raro —dijo ella, sin dudar—. Bueno, solo si te crecen alas. O si un día hablas como robot y te llamas Elibot 3000. Ahí sí me preocuparía un poco.
Él soltó una risa breve. Más aire que voz. Pero fue suficiente.
—Mira —continuó Dai, mientras sacaba algo del bolsillo—. Hoy me salió esto en el envoltorio del caramelo.
Le mostró un papel arrugado con una frase mal impresa: "Tu destino está en los pies". Elijah la leyó en silencio. Parpadeó. Dai se encogió de hombros.
—Eso significa que mis pies son mágicos. O que tengo que aprender a bailar tap. Pero como no tengo zapatos adecuados, decidí que a partir de mañana todos mis pasos serán importantes. Así que tienes que caminar conmigo. Para no perderte.
—¿Y si no puedo seguirte el paso?
—Entonces caminamos más lento. Pero no paramos... Además, mi papá estaba viendo un documental sobre arenas movedizas y dijo que lo peor que puedes hacer es quedarte quieto —añadió Dai con toda seriedad—. Así que si uno se detiene, se hunde. ¡Literalmente! Por eso hay que seguir. Incluso si te da hipo.
Elijah volvió a sonreír, esta vez con los ojos. Después de un momento, sacó del bolsillo interior de su abrigo una goma de borrar blanca, sucia en los bordes, con forma de animalito irreconocible.
—Es un perro. O era. No sé —dijo, ofreciéndosela con torpeza—. Es la única que me queda. Pero puedes usarla tú.