Elijah empujó la puerta de la habitación con más cautela de la necesaria, como queriendo evitar cualquier ruido que delatara su llegada. El aire estaba cargado de desinfectante, pero no lo suficiente como para borrar el olor rancio del sudor, la nicotina y los años de alcohol que parecían haberse incrustado en las paredes como un recuerdo insistente.
El zumbido bajo del fluorescente se colaba entre los silencios, interrumpido sólo por los pitidos monótonos de la máquina que registraba el ritmo cardíaco. El ambiente entero olía a abandono, aunque técnicamente fuera un lugar para cuidar enfermos.
Hugh Laurence estaba despierto, recostado contra la almohada con la mirada clavada en el televisor apagado. Sus ojos opacos apenas se movieron cuando Elijah entró. No hizo el esfuerzo de girar la cabeza; lo que tenía delante no merecía ni siquiera ese pequeño gesto.
Había algo peor que la hostilidad en su expresión: la indiferencia.
—¿Viniste a ver si ya me morí? —escupió con voz ronca, áspera, la misma de siempre, pero con una fragilidad nueva. Una que Elijah no supo cómo manejar, pero que igual reconoció al instante.
Elijah no respondió de inmediato. Solo cerró la puerta detrás de él y arrastró una silla hacia la cama con movimientos lentos. El sonido de las patas contra el piso pareció exageradamente fuerte. Se sentó sin mirarlo directamente.
—No empieces —murmuró finalmente, sabiendo que era inútil. Y sin embargo, lo decía. Como tantas veces.
Su padre se encogió de hombros con una mueca torcida. Un gesto que antes habría sido soberbio, ahora apenas era un reflejo débil de sí mismo.
—Pensé que habías decidido que ya no valía la pena venir —añadió con ese tono agudo, lleno de doble filo, que usaba para pinchar donde dolía más.
Elijah apretó la mandíbula. Era una trampa, como siempre. Si decía que sí, era un hijo ingrato. Si decía que no, se estaba mintiendo a sí mismo. Así funcionaban las conversaciones con su padre: un campo minado emocional. Siempre perdiendo. Siempre retrocediendo.
—No lo sé —respondió, con una honestidad inesperada. Y cruda. ¿Por qué seguía viniendo? ¿Por qué ese impulso inútil de buscar algo redimible en un padre que nunca lo había abrazado sin escupirle antes una frase venenosa?
Su padre sonrió, satisfecho como un perro viejo que aún conserva colmillos.
—Claro que no lo sabes. Nunca has sabido lo que quieres. Solo existes, sin decidir nada, dejando que el viento te lleve. Como tu madre.
Elijah sintió cómo algo se le comprimía en el pecho. Un reflejo inmediato, tan conocido como el dolor en los nudillos cuando los apretaba con fuerza.
Siempre volvía a eso. A una herida que no cicatrizaba porque Hugh la tocaba con los dedos sucios cada vez que podía.
Apoyó los codos en las rodillas, se llevó las manos a la cara, intentando bloquear la voz, la presencia, la toxicidad que emanaba de ese cuerpo envejecido.
—¿Cómo te sientes? —preguntó, en un intento por cambiar el foco. Por supuesto, sin que eso tuviera ningún sentido.
Hugh soltó una carcajada seca, apenas un sonido, seguido de una tos áspera que lo sacudió entero.
—Como alguien que lleva años bebiéndose su propio final —dijo con una ironía tan gastada como su piel. Se limpió la comisura de los labios con el dorso de la mano, sin apuro ni pudor.
Elijah apartó la mirada. No era pena lo que sentía. Era otra cosa. Un cansancio agudo. Un deseo de estar en cualquier otro lugar.
El silencio se instaló entre ellos, denso, húmedo. Elijah no sabía si tenía algo más que ofrecer. Sabía que no podía pedir nada. No de él.
Entonces Hugh lo miró, por primera vez de verdad, y arrojó una frase como quien lanza una piedra a un lago:
—Al menos tú no terminaste como yo. Aunque... quién sabe. Aún tienes tiempo.
Elijah se puso de pie de golpe. Sus músculos tensos, como tras recibir una descarga. Las manos le temblaban apenas. No supo si de rabia o agotamiento.
—Descansa, padre —dijo sin mirar atrás. Las palabras le supieron a metal oxidado en la boca.
Salió de la habitación con pasos largos y apresurados, en un vano intento por escapar de algo que llevaba pegado en la piel desde la infancia. El pasillo del hospital se sintió demasiado blanco, demasiado limpio, en contraste con todo lo que cargaba dentro. Aflojó la bufanda del cuello, necesitaba aire. Mucho.
Cruzó la salida sin despedirse de nadie.
El frío de la noche le golpeó la cara con violencia, pero no fue suficiente para despejarle la mente. Sacó un cigarro del bolsillo del abrigo y lo encendió con manos torpes. Inhaló profundo, hasta que le ardieron los pulmones. Cerró los ojos.
Se había jurado, más de una vez, que las palabras de su padre dejarían de afectarlo. Que llegaría el día en que ya no dolieran. Que lo vería como lo que era: un hombre enfermo, derrotado por sí mismo. Pero ese día nunca llegaba.
—
La habitación del hotel era pequeña, funcional, sin rastros de personalidad. Una cama simple. Una lámpara tenue. Una silla con una chaqueta colgada. Elijah se dejó caer sobre el colchón sin quitarse los zapatos, con los brazos extendidos a los lados, buscando fundirse con la tela.
El insomnio no tardó en visitarlo.
Cerraba los ojos y escuchaba la voz de Hugh, repitiendo las mismas frases de siempre. El mismo guión cruel. "Como tu madre". "Nunca decides nada". "Aún tienes tiempo para arruinarte".
Presionó los párpados con los dedos. Deseó dormir. O desaparecer por un rato.
Entonces el teléfono vibró sobre la mesita de noche. Un zumbido suave en medio del silencio cargado.
Lo miró sin expectativas. Una notificación. Un mensaje.
"Hana dice que no me duerma hasta enviarte esto."
Era una imagen. Un dibujo hecho con crayones: un castillo, torcido, con una bandera azul en la torre más alta. Y en la esquina, su nombre: ELI, escrito con letras enormes, malformadas, orgullosas.