Dai no había planeado enviarle un mensaje a Elijah, o al menos eso se decía a sí misma mientras esperaba su respuesta con el teléfono entre las manos. Llevaba todo el día con una sensación de inquietud difícil de nombrar, algo que le revolvía el pecho de una manera incómoda. La conversación con Philip seguía ahí, como una hebra suelta en su mente. ¿Qué era Elijah para ella ahora?
Solía tener una respuesta sencilla. Antes, Elijah era solo alguien del pasado. Ahora, no estaba tan segura.
Cuando su teléfono vibró con una respuesta, no se permitió pensarlo demasiado. Solo tomó su abrigo y salió.
—
El bar tenía una iluminación tenue y una atmósfera tranquila, el tipo de lugar donde la música no se perdía en el ruido. Un piano ocupaba una esquina del escenario, esperando a que alguien lo tocara.
Elijah ya estaba ahí cuando llegó. Dai se fijó en los pequeños detalles: el pelo más ordenado de lo habitual, el suéter remangado con descuido, la manera en que giraba el vaso entre sus manos. Por alguna razón, ese gesto le resultó familiar y, al mismo tiempo, nuevo.
—Puntual —comentó él, alzando una ceja. El tono era juguetón pero con cierta cautela.
—Llegué apenas cinco minutos tarde —respondió ella, quitándose el abrigo y sentándose frente a él.
Elijah le pasó la carta de bebidas sin decir nada. Dai la tomó, pero no la leyó. No había venido por un trago.
—¿Por qué me llamaste? —preguntó él de pronto, con la misma naturalidad con la que podría haberle preguntado si hacía frío afuera.
Dai sostuvo la copa vacía entre las manos, sintiendo el vidrio frío en la piel. No lo sabía exactamente. O quizás sí, pero no quería decirlo en voz alta.
—No quería estar sola en casa. —Era una respuesta honesta, pero no completa.
Elijah no respondió enseguida. Dai sintió su mirada sobre ella, analizando algo que ni ella misma terminaba de comprender del todo.
La conversación fluyó con naturalidad. Hablaron de cosas sin peso, hicieron comentarios sobre la gente en el bar, encontraron formas de reírse de las canciones que sonaban. Pero a medida que la noche avanzaba, algo cambió. La facilidad con la que se hablaban era la misma, pero había algo nuevo en la forma en que se observaban.
—Déjame adivinar, ¿todavía pides lo mismo de siempre? —dijo Dai con una media sonrisa.
Elijah alzó una ceja, divertido.
—¿Qué se supone que es lo de siempre?
—Cerveza de jengibre. Sin hielo. —Se inclinó un poco hacia adelante, desafiándolo con la mirada.
Él la estudió por un momento, luego hizo un gesto hacia su copa con una media sonrisa.
—Te sorprendería saber que he cambiado —respondió, señalando el vaso con la bebida dorada frente a él.
Dai soltó una risa leve y negó con la cabeza.
—¿Cerveza de jengibre? —dijo, fingiendo incredulidad—. Qué rebelde. ¿Y también sigues pidiendo té con miel cuando te enfermas?
Elijah soltó un suspiro dramático, apoyando el codo en la mesa mientras la miraba de reojo.
—Eso no significa que no pueda sorprenderte de vez en cuando.
Dai arqueó una ceja, apoyándose en la mesa con los brazos cruzados.
—Oh, claro. Porque tomar una cerveza de jengibre en lugar de té de manzanilla te convierte en una caja de sorpresas.
Elijah esbozó una sonrisa perezosa y llevó su vaso a los labios sin apurarse en responder. Fue una tontería, un intercambio sin importancia, pero había algo en ese ir y venir, en cómo tanteaban el terreno con palabras ligeras, que le revolvía el estómago. Como una corriente eléctrica en el aire.
Cuando Elijah dirigió la mirada hacia el piano, Dai sintió el golpe antes de que él hablara.
—¿Hace cuánto no tocas? —preguntó.
Dai bajó la mirada a su copa. No tenía que pensarlo. Sabía exactamente cuántos años, cuántos meses, cuántos días.
—Mucho —respondió en voz baja.
—¿Por qué? —El tono de Elijah era casual, pero la pregunta pesaba más de lo que aparentaba. Y Dai no tenía una respuesta sencilla.
Había tantas razones. Porque la vida pasó. Porque tenía responsabilidades. Porque en algún punto dejó de ser Dai, la que soñaba y tocaba el piano, y se convirtió en Dai, la madre. Dai, la contadora. Dai, la que resuelve cosas. Porque cuando dejó la música atrás, nadie lo notó. Ni siquiera ella.
—No lo sé —dijo al final. Y era cierto, porque no sabía en qué momento exacto había dejado de ser parte de ella.
Elijah asintió, siempre parecía que comprendía más de lo que decía. Luego, con la misma calma, inclinó la cabeza hacia el escenario.
—Podrías hacerlo ahora.
Dai soltó una risa corta, incrédula.
—No soy de esas personas que se levantan espontáneamente y lo hacen.
—Siempre lo fuiste —corrigió él—. Algo me dice que eso sigue siendo cierto.
Esa frase la golpeó de una manera inesperada. Elijah la veía con una claridad que asustaba, capaz de leerla incluso cuando ella misma ignoraba sus propios pensamientos.
Dai desvió la mirada hacia el piano. Sus dedos picaban con una familiaridad que no debería estar ahí. ¿Y si lo intentaba? ¿Si solo probaba?
Elijah no insistió. No hizo un gesto ni la animó con palabras vacías. Solo esperó.
Y eso fue lo que la hizo levantarse.
Cada paso hacia el escenario tenía el peso de atravesar una frontera invisible. Se sentó en el banco del piano y, por un segundo, simplemente observó las teclas.
Cuando sus dedos tocaron la superficie fría y lisa, algo dentro de ella se agitó. Era como abrir una puerta que había permanecido cerrada por años. Exhaló lentamente y presionó la primera nota. El sonido fue torpe al inicio, pero luego comenzó a fluir, mientras su cuerpo recordaba lo que su mente había olvidado.
Al terminar, un silencio breve flotó en el aire. Dai bajó las manos del teclado y se levantó antes de que alguien pudiera aplaudir. No quería que esto fuera una actuación. Solo necesitaba comprobar si aún podía hacerlo.
Volvió a la mesa, con el corazón latiendo fuerte. Elijah no dijo nada cuando se sentó, solo empujó la copa ahora llena hacia ella. Un brindis silencioso.